Editorial

Es lo que se ha denominado pomposamente estatuto de capitalidad, y que, como todos los estatutos, se resume en el supuesto derecho a percibir más dinero. Ahora bien: ¿Cómo valorar cuánto desgastan los pavimentos quienes llegan cada día a Santander para hacer trámites? ¿Cuánto ha habido que sobredimensionar las calles para acogerlos? ¿Qué parte del déficit de los autobuses urbanos habría que imputarles, si es que utilizan el transporte público?
Tratar de buscar una respuesta a estas preguntas es perder el tiempo. Quien reclama no tiene ningún interés en saberlo, porque lo que pretende es una cantidad a tanto alzado. Si entrásemos en un debate aritmético, el tiro podría salirle por la culata y suceder que, en realidad, la ciudad le deba dinero a los pueblos y no al revés. Bastaría con dar la vuelta al argumento. ¿Tendría interés Madrid en dejar de ser la capital de España, si es que realmente le sale tan caro, o Santander en dejar de ser la capital regional? No, por supuesto, lo cual indica que no es tan mal negocio. Para Santiago de Compostela ha sido vital el haberse convertido en la capital autonómica de Galicia y no hace falta preguntar a nadie para saber que La Coruña estaría más que dispuesta a arrostrar los costes de la capitalidad si se la pudiese arrebatar.

Cuando hace algo más de una década hubo un serio intento de construir en Nueva Montaña la futura sede del Gobierno regional –esa que todavía estamos esperando– los comerciantes de Santander se levantaron en armas, argumentando que llevarse la sede administrativa a las afueras era la ruina para la ciudad. Probablemente exageraban, en beneficio propio, pero algo de razón tenían. Al menos, se la daban con mucho énfasis quienes más tarde han reclamado compensaciones para Santander por tener que sufrir la capitalidad. Y como no puede ser, al mismo tiempo, un beneficio y un perjuicio, no queda nada claro el derecho a ser compensada.
Pero hay más razones. La capitalidad conlleva beneficios tan notorios como el contar con el mayor hospital de la región y con los mayores centros de trabajo. De las más de 20.000 personas que viven en Cantabria de los presupuestos públicos (funcionarios, sanitarios, docentes…) las cuatro quintas partes trabajan en Santander o en su entorno y la mayoría de ellos viven, también, en la capital. Es decir, que gran parte de esos 300.000 millones de pesetas que los cántabros empleamos cada año en sostener el ente regional, acaban en Santander en forma de salarios. La auténtica industria de la ciudad es, con muchísima diferencia sobre cualquier otra, la Administración y la economía de Santander se sostiene, precisamente, en esa circunstancia de capitalidad administrativa, mientras que nadie puede decir que una parte significativa de la economía de Torrelavega, Laredo o Reinosa dependa del sector público y sus vecinos no por eso pagan un tipo inferior en los impuestos que gestiona la autonomía.

Y si los gastos que origina ser sede de organismos administrativos llegasen a ser compensados con una partida ad hoc, cada capital de ayuntamiento estaría acreditada para pedir otro tanto al resto de los pueblos de su municipio, por las molestias causadas.
La vida es mucho más sencilla que todo eso, porque hay una multitud de factores reequilibrantes. Es más oneroso para una ciudad o para un pueblo atender a la población flotante de verano que paga sus impuestos en otra región o verse obligado a cuidar las playas para que las disfruten vecinos de otros municipios y, sin embargo, a ningún alcalde se le ocurre ir a pedirle una compensación por ello a Esperanza Aguirre o al lehendakari Ibarreche. Todo el mundo supone que esa generosidad queda compensada con los beneficios que genera el turismo para la economía local. Con la Administración pasa lo mismo. Aunque los coches oficiales llegasen a atascar las calles, siempre resultará más rentable tenerlos cerca.

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