Inventario
Pagos inútiles
L a casi segura renuncia al Edificio Moneo es solo un paso más en una larga ristra de decisiones contradictorias con el dinero público. Cuando Martínez Sieso decidió su construcción, hubo que pagar al arquitecto. Cuando algo más tarde decidió reducir su tamaño, a la vista de la polémica pública, hubo que volver a pagarle, y cuando el PRC y el PSOE entendieron que aún debía ser más pequeño, se le pagó por tercera vez para que plantease una nueva reforma. Todo eso para nada, aunque hay que reconocer que ha salido menos caro que los 15 millones de euros que Camps abonó a Calatrava por el proyecto de tres rascacielos en Valencia que nunca se construyeron. Pero lo que resulta más indignante es que hasta ahora (casi ocho años después) no se haya podido acreditar tal pago, puesto que el ex presidente valenciano siempre mantuvo que sólo se desembolsaron 2,6 millones. Si esa es la garantía de control público que ofrecen los organismos paralelos a la Administración, lo mejor será que los hagamos desaparecer todos, porque no cabe entender cómo se pudieron escamotear ocho millones de euros más sin que nadie echase en falta el dinero desde el 2004.
En Cantabria, la Comisión de Investigación de GFB ha puesto de actualidad otro de esos dispendios inútiles –y este aún más grandioso– pero, desgraciadamente, no es el único que sumar a la lista del Moneo. Basta echar mano de la memoria para recordar que el presidente Díaz de Entresotos adquirió a través de un leasing todos los aparatos necesarios para poner en marcha una televisión autonómica. Corría el año 1985 y los equipos costaron 525 millones de pesetas, en una época en la que los Presupuestos Regionales sumaban apenas 12.000. Aquella televisión sólo emitió unas cartas de ajuste en pruebas y todos los aparatos pasaron a dormir el sueño de los justos en un almacén, hasta que alguien se deshizo de ellos como chatarra.
Una legislatura después, Juan Hormaechea contrató con el arquitecto Miguel Angel Fernández Ordóñez el proyecto para construir un puente entre Laredo y Santoña. La idea resultaba muy polémica, porque las dos localidades siempre han mantenido una rivalidad que les ha llevado a darse la espalda mutuamente y hasta el propio Hormaechea, que era muy dado a pisar todos los charcos, optó por abandonar el diseño en un cajón. Eso sí, el arquitecto reclamó los 67 millones comprometidos por el trabajo (una cantidad muy notable en 1990) y aunque el entonces presidente se negó a pagarle, acabó por conseguirlo.
En épocas más recientes, durante el Gobierno de Martínez Sieso, Sodercan quedó encandilada por un empresario aragonés que ofrecía levantar en Cantabria una fábrica de perfiles de acero para ventanas. Eran tiempos en los que se necesitaba aportar actividad industrial y Sodercan apostó 500 millones de pesetas en el proyecto hasta que alguien decidió cortar el grifo, a la vista de que las necesidades de dinero cada vez eran mayores y ni siquiera se había puesto la primera piedra. Nunca se puso, ni tampoco se recuperó el dinero.
Fuera de Cantabria se han hecho aeropuertos en los que jamás ha aterrizado ni despegado un avión, como el de Castellón, o que han tenido una actividad mínima hasta cerrar, como el de Ciudad Real. Se podían sumar muchos otros, de provincias que exigían tener el suyo y, una vez construido, descubrieron que o no existían los pasajeros que supuestamente lo demandaban o no había aerolíneas interesadas ni siquiera subvencionándolas. Esa es la triste realidad en prácticamente todas las autonomías, más dadas a la acción que a la reflexión. Y se equivoca quien crea que el problema está exclusivamente en los políticos. Todos somos culpables de haber disparado las expectativas hasta el cielo, sin tener en cuenta que cada infraestructura hay que pagarla, luego hay que mantenerla y, además, debe ser útil. El Palacio de Deportes de Santander apenas tiene un evento relevante por mes (casi nunca deportivo, por cierto) pero no es de los más desaprovechados. En Sevilla, el superestadio que se construyó para los Mundiales de Atletismo se ha quedado sin ninguna actividad y en medio de ninguna parte, después de que los dos equipos de fútbol de la ciudad hayan rechazado convertirlo en su estadio, como estaba previsto. Ha fracasado, pero las encuestas dicen que casi el 90% de los sevillanos están satisfechos de su construcción y no porque les resulte útil sino porque les llena de orgullo.
Al parecer, el principal fin de los edificios singulares en España es coleccionarlos, como también se puede comprobar con los últimos levantados en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia, que no tienen destino alguno, o con el recinto de la Expo de Zaragoza. Y de poco va a servir que se vaya Zapatero para corregir esta serie de desmanes, porque la mayoría de estos carísimos monumentos a la nada han sido encargados por las autonomías y los presidentes que han hecho gastos más disparatados son los que más votos han recibido. Esa es la triste realidad.
Fin de la era Zapatero
El fin de la era Zapatero deja el mismo sabor amargo que el fin de la de Suárez o la de Felipe González. Ante unas circunstancias muy complejas, los electores necesitaban cambiar. Los acontecimientos de su propio partido desbordaron a Suárez y los escándalos del GAL a González pero, con el paso del tiempo, la historia empieza a reconocer el papel transformador que ambos tuvieron, tanto en lo político como en lo económico.
Quizá haya que esperar otros quince años para saber con exactitud el papel que ha jugado Zapatero. Hoy, es evidente que la valoración social es muy pobre, incluso para quienes le votaron, porque no ha sabido encontrar la solución a la crisis y eso se paga. En el futuro es posible que eso se vea dentro de un contexto mucho más general, el de una crisis sistémica que en los últimos dos años se ha llevado por delante catorce presidentes o primeros ministros de países europeos, entre los que están casi todos los que han pasado por elecciones y los forzados a dimitir, como Berlusconi o Papandreu. Quienes gobernaban, ya fueran de izquierdas o de derechas, han sido laminados por una crisis que probablemente también se lleve por delante a Merkel y Sarkozy cuando se enfrenten a las urnas.
En medio de la vorágine sería sencillo concluir que nos ha tocado la peor generación de políticos europeos de la historia y ha sido necesario jubilarlos precipitadamente. Lo probable es que en una situación económica más fácil hubiesen tenido mucho más recorrido y reconocimiento público, pero las cosas son como son. El presidente del Tesoro norteamericano Alan Greenspan tenía la consideración de un auténtico oráculo mientras el país vivía el periodo de bonanza más largo que recuerda la historia pero llegó el colapso de Wall Street en 2007 y muchos de los que lo habían ensalzado hasta la náusea le bajaron rápidamente del pedestal.
En esta campaña electoral, Zapatero ha pasado por ser el presidente que más recortes ha hecho al estado del bienestar en España, algo que resulta injusto. Con él llegó la Ley de Dependencia, un avance decisivo para cientos de miles de personas que están imposibilitadas o que tienen su vida condicionada por un enfermo; llegó una mejora sustancial de las pensiones más bajas y de los salarios mínimos. Es cierto que bajó el salario de los funcionarios y que ha congelado las pensiones en el último año, pero ni los funcionarios ni los pensionistas son los colectivos que más están sufriendo con la crisis. Ellos, al menos, siguen teniendo unos ingresos regulares garantizados, lo que no tienen los parados. Y son esos tres millones de desempleados que ha acumulado (los otros dos ya existían) el mayor de sus deméritos sociales.
El presidente saliente ha avanzado significativamente en los derechos individuales; ha logrado imponer la equiparación de la mujer en las instancias políticas, lo que sorprendentemente ha calado también entre los partidos que más criticaban sus cuotas; ha acabado con el drama histórico del terrorismo, algo que en el pasado ya hubiese dado por buena una legislatura; ha conseguido reducir drásticamente las muertes en carretera; ha convertido el país en una potencia del deporte y ha fomentado el liderazgo español en un sector que todavía no era de nadie, el de las energías alternativas o que una veintena de empresas españolas se hayan convertido en multinacionales de primer orden en la construcción, los transportes, las finanzas o las telecomunicaciones, lo que hubiera sido impensable hace solo dos décadas. También ha avanzado significativamente en las infraestructuras, que hoy se encuentran entre las más avanzadas del mundo.
A cambio, creó conflictos territoriales innecesarios que afortunadamente se apagaron a la llegada de otros problemas más reales y no fue firme ni con el gasto propio ni a la hora de meter en cintura el de las autonomías, bastante más irresponsables en este terreno que la propia administración central, y hay un rosario de aeropuertos inútiles y de carísimos edificios singulares sin uso para demostrarlo. Curiosamente, en España se pide a los políticos que cambien el sistema económico, lo que casi nunca está en su mano, pero nadie pide que se cambie de una vez una administración cara, atrasada y poco eficiente, que sí es su responsabilidad directa. Y es en ese terreno donde más se puede criticar la gestión de Zapatero. A pesar de haber limitado las reposiciones de plantilla a un diez por ciento de las jubilaciones, el empleo en el sector público siguió disparándose, si bien es cierto que fueron las autonomías y los ayuntamientos los que más contribuyeron a ello.
Los juicios prematuros no sirven para saber si España ha perdido o no estos ocho años. Lo dirá el tiempo, que suele ser más generoso en las valoraciones. Quien tenga la paciencia de hojear los periódicos de las tres últimas décadas comprobará que reflejan muchísimos más acontecimientos negativos o problemáticos que positivos. De la suma, el lector podría concluir que fueron años muy malos y, sin embargo, somos conscientes de que el balance general de España en esos treinta años es realmente bueno. Quien lo dude, que pregunte a los extranjeros. Por eso, para componer un cuadro general es conveniente esperar a que la visión de cerca coincida con la de lejos, un papel que se suele atribuir a los historiadores pero que en realidad decantamos cada uno de nosotros en los posos de la memoria.