Editorial

Que se dé tal circunstancia no deja de resultar sorprendente, porque a tenor del aluvión de críticas que se vierten desde cada autonomía, siempre habíamos sacado la conclusión de que las traviesas de nuestros trenes rápidos iban demasiado lentas, y dábamos por sentado que en otros países viajaban ya en la siguiente generación, por lo menos. Pues ha resultado que no. Para el 2010, es decir, pasado mañana, España dispondrá de 2.230 kilómetros de AVE, frente a los 2.090 que podrá recorrer el tren bala japonés o los 1.893 del TGV francés, los dos países pioneros en este sistema de transporte terrestre rápido. Lo probable es que para entonces aún haya decenas de ciudades españolas que sigan reclamando su tren de alta velocidad, pero en el imaginario colectivo ya habrá calado la idea de que en eso no nos gana nadie, que es el principal motivo de satisfacción subjetiva.

Ponerse el primero de la lista cuando se trata de un medio de transporte tan costoso de construir tiene especial mérito en un país que tradicionalmente ha sido pobre. Por eso puede resultar tan difícil de creer. En realidad, ni siquiera llegamos a creernos lo que vemos todos los días. Nunca hemos sido conscientes del descomunal esfuerzo en infraestructuras que ha hecho España en los últimos veinte años y de que hemos vivido un periodo sin precedentes. A lo largo de muchos siglos, el dinero que generaba el país y sus colonias –poco o mucho, según las épocas– se nos escapaba invariablemente entre las rendijas de los dedos para caer en manos extranjeras. Pero esta vez el cazo lo teníamos nosotros y, en dos décadas, Europa nos ha enviado nada menos que veinte billones netos de pesetas, un regalo sustancial para la modernización del país.
Sin esa generosidad europea que nos empeñamos en discutir con un mezquino, “algo habrán sacado ellos”, no se habrían hecho ni la mitad de las autovías, estaríamos por empezar la red de saneamientos y habría sectores enteros para el desguace, como el pesquero. Es verdad que faltan infraestructuras –las necesidades no se agotan nunca– y que otras podían haber llegado antes, como la Autovía de la Meseta, pero también es cierto que algunos de quienes observaron con paciencia franciscana la demora de dos décadas en la autovía con Bilbao, ponen ahora el grito en el cielo por un año de retraso en la carretera de la Meseta. En cualquier caso, tanto las fotos de las inauguraciones como las críticas tienen los días contados en la memoria popular, por mucho que la mayoría de los políticos se empeñen en pensar lo contrario. De hecho, algunos lo saben y tienen tan claro esa proclividad al olvido que dejan todas las obras para el último día, aunque el votante tenga que llegar a saltos a las urnas.

Hay que ser críticos, pero también hay que ser justos con los esfuerzos ciclópeos que se han hecho en España y en Cantabria desde el comienzo de la democracia. Quizá si nos bajásemos de algunos pedestales del apriorismo veríamos las cosas de una forma distinta. Bastaría con situarse junto al pilar que se ha levantado en el valle de Montabliz para sostener la carretera que lo va a sobrevolar. Sus 145 metros de altura son el récord de España y quizá de Europa. Y cuando se circule por encima, ese coloso de hormigón será sólo un humilde soporte más sobre el que no reparará nadie. Es el sino de los tiempos.

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