Editorial

Ninguna de aquellas previsiones resultó acertada. Muchos de los bancos extranjeros que llegaron a España acabaron por salir del país con el rabo entre las piernas, incapaces de hacerse hueco. Los nacionales, en cambio, crecieron con las fusiones hasta adquirir tamaño europeo y poco después se incrustaron entre los más grandes del mundo. ¿Y las cajas? Pues siguieron ahí e incluso ganaron cuota de mercado a los bancos, para sorpresa de todos.

Que unas entidades cuyo fin último no es repartir beneficios hayan llegado a nuestros tiempos compitiendo con los bancos más eficientes del mundo, los españoles, es mucho más admirable de lo que parece, porque nunca perdieron del todo sus raíces y, sin las cajas, muchos lugares del país y muchas operaciones hubiesen quedado desatendidas. Lo veremos ahora, cuando las zonas rurales se queden prácticamente sin servicios financieros.
Su gran pecado fue envenenarse del clima general del país, rendido a los pies del ladrillo, el único sector donde se obtenían grandes ganancias en muy poco tiempo. Encenagadas en cemento, lo que había costado cien años construir ha caído en apenas dos y están a punto de pasar a la historia convertidas en bancos privados.

Quizá no haya otra solución para salvarlas, pero no deja de ser lamentable. En los siglos XVIII y XIX vivimos las desamortizaciones, pensadas bienintencionadamente para poner en el mercado los campos y edificios mal atendidos que no contribuían a la riqueza del país, pero sólo conseguimos que cambiasen de manos. Hace solo tres décadas privatizamos las empresas públicas bajo la premisa de que, al pasar Endesa, Repsol, Telefónica o Iberia a manos particulares se liberalizarían estos sectores pero, vistos los oligopolios que seguimos padeciendo, el resultado es igual de cuestionable. Ahora toca entregar en sacrificio las cajas de ahorros, convirtiéndolas en bancos y dejándolas en manos de quien compre las acciones en bolsa, probablemente a precio de saldo, en vista de lo revuelto que está el patio, de que todas saldrán en tropel y de la desconfianza de los inversores. Al menos, esta vez no ha habido nadie con la poca vergüenza de decirnos que eso hará más competitivo y eficaz el mercado financiero, porque España ya es el país donde el sector trabaja con márgenes más estrechos. Muy al contrario, cuando las cajas se concentren en unas pocas entidades y parte de ellas pasen a estar bajo el control de los bancos, los españolitos probablemente echemos en falta estos tiempos de competencia.
Es evidente que las cajas han de pagar por sus errores, pero grandes bancos internacionales metieron la pata hasta el fondo y, tras ser socorridos con dinero público, han vuelto a ser lo que eran. Si las cajas asumieron riesgos inaceptables con el ladrillo fue porque ese era el clima general del país y el Banco de España no fue lo bastante riguroso, en este caso, como para impedir una concentración disparatada de los créditos en la promoción. Todos tenemos la culpa de un problema que nadie quiso ver, porque es muy difícil poner coto a la codicia, pero no podemos convertir un problema coyuntural, por grave que sea, en un fracaso sistémico. Las cajas funcionaban y nos las vamos a cargar con la complacencia general.

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