Inventario

‘Low cost’ a la Luna

Todos los economistas saben que en algunos servicios la demanda no se satisface nunca. Por ejemplo, en la sanidad pública. Aunque aumente el catálogo de prestaciones y los medios, siempre estará desbordada, porque la oferta crea su propia demanda y el pavor al dolor y a la muerte siempre nos ha llevado a los humanos a tratar de blindarnos, con pócimas y chamanes, en el pasado, y ahora con escáneres de alta definición.
En las sociedades donde no hay un especial aprecio de lo público, como en la nuestra, también hay otra exigencia insaciable, la de más prestaciones en infraestructuras. El ejemplo de Cantabria es representativo. Hace diez años ni siquiera se nos había ocurrido pensar en el AVE. Nuestro único objetivo estaba en la Autovía de la Meseta, en la que cifrábamos el agravio histórico. Para entonces, ya habíamos retirado de la lista el Puerto de Santander, el otro gran agravio, que quedaba saldado –al menos momentáneamente– con los muelles de Raos y la Autovía del Cantábrico. Tampoco sabía nadie nada de la Autovía Dos Mares, la cual, aún hoy no podría situar en un mapa más del 90% de la población local, lo que dice muy mucho del grado real de necesidad que plantea esta obra.
Las demandas de reciente aparición se convierten en nuevas ‘deudas históricas’ a medida que quedan satisfechas las anteriores, lo que demuestra que esa cuenta no se salda nunca, ni en Cantabria ni en el resto de las comunidades autónomas, donde la única vara de medir el agravio es la comparación, pero no entre lo que cada uno tiene, sino de lo que le falta con respecto a otro. Estas actitudes de emulación en realidad son menos localistas de lo que parecen, y eso lo saben bien quienes estudian el comportamiento de los consumidores, algo que permite aprender sobre cómo funciona la economía bastante más que los modelos clásicos del mercado perfecto. Sin embargo, hay lugares donde estas exigencias quedan neutralizadas por un concepto de lo público distinto. Basta con ver los problemas con que se encontraron dos obras del arquitecto Calatrava en dos países tan distintos como Estados Unidos e Italia para comprobar que el contribuyente no responde en todas partes con la misma actitud del ‘me lo pido’, sin importarle el coste.
En un puente peatonal singular, como todos los de Calatrava, levantado en Redding, una ciudad del noreste de Estados Unidos, la población se dividió en dos ante el coste del proyecto. En realidad, no era desmesurado para lo que acostumbramos a pagar por aquí, unos 18 millones de dólares, pero buena parte de los vecinos decidieron que no estaba justificado gastar más de lo que costaría un puente funcional, por mucho que el diseño de Calatrava pudiese llegar a ser un símbolo para la ciudad, y una vez que el Ayuntamiento se decantó definitivamente por su construcción los vecinos opuestos se negaron a usarlo, como expresión de protesta.
En Venecia, otro puente de Calatrava se convirtió en un problema político de primer orden, porque el precio final se triplicó con respecto al previsto, hasta acercarse a los 20 millones de euros, según los más críticos. Eso unido a que el diseño había suscitado mucho rechazo entre quienes querían algo más clásico para la ciudad, provocó que el puente entrara en servicio sin inauguración oficial ni actos de ningún tipo, un silencio muy chocante si se tiene en cuenta que era el primer puente construido en la ciudad en siglo y medio.
En España a muy pocos les hubiese importado el coste final de cualquiera de estas obras, porque la actitud ante la obra pública, como ante los fichajes de los clubs de fútbol es la de quien no ha de pagarla. Por eso, cuanta más inversión o más fichajes –o más caros– mejor. Pocos son conscientes de que el dinero no se inventa y habrá que sacarlo de los bolsillos de todos por alguna vía, ya sea a través de impuestos directos o con la fiscalidad sobre el tabaco, el combustible o los tomates.
Con semejante predisposición de los contribuyentes y con unos políticos dispuestos a las subvenciones para todo –hasta que se acabó el dinero, claro– incluso hubiese parecido razonable subsidiar una propuesta de viajes low cost al espacio, para hacerlos accesibles a un público que antes o después los considerará vitales para su desarrollo personal.
Ahora nos vemos obligados a plantear una cura de adelgazamiento del monstruo que entre todos hemos creado, pero antes habrá que desactivar ese convencimiento general de que lo público no lo paga nadie, creado en parte por los propios gestores, que no han sabido explicar que la política es decidir las mejores entre varias opciones y escalonar el resto en el tiempo, porque nunca habrá dinero para satisfacerlas todas a la vez. El problema es que muchos políticos españoles, llevados por la euforia que vivía el país, estaban convencidos, hasta hace bien poco, de que sí era posible.
Administrar el sí a todas las peticiones es muy sencillo, pero ahora empiezan a comprobar lo difícil que es administrar el no, sobre todo cuando se han creado expectativas falsas, como la de que todas las provincias podrían tener AVE. Lo más preocupante es que tampoco la oposición, encantada con poder azuzar al Gobierno con sus incumplimientos, se atreve a desmontar el equívoco. Ni con el PSOE ni con el PP habrá AVE hasta Santander –ni hasta otras muchas capitales de provincia– en varias décadas, pero eso tardaremos mucho en comprobarlo.

Ahorrar sólo es parte
de la solución

Parece que el término economía está más cercano a la palabra “economizar” que a la de “gastar”, pero a veces estas semejanzas resultan engañosas. La economía más austera funciona tan mal o peor que la economía derrochona. Pongamos el caso de Corea del Norte, donde nada se gasta porque nada se tiene, y el de Estados Unidos, donde nunca se ha puesto mucho énfasis en evitar el derroche. Sorprendentemente, la primera no tiene posibilidad alguna de crecimientos significativos y la segunda puede crecer muy deprisa.
No hace tantos años que un economista norteamericano de prestigio aseguraba que ya no se podrían producir más crisis económicas de relieve porque por fin habíamos conseguido interpretar los ciclos y, por tanto, anticiparnos a las caídas. Para batacazo el suyo, puesto que, como vemos, las crisis no sólo siguen produciéndose sino que ahora adquieren magnitud mundial en pocos meses.
Si no basta con ahorrar para tener una economía pujante y no podemos saber cuándo van a ir mal o muy mal las cosas, habrá que concluir que lo único sensato es circular por el carril de en medio, ese que Europa ahora desecha. Como reacción al sobreendeudamiento de las economías públicas y privadas, hay una auténtica cruzada en favor del ahorro, lo cual no es malo en sí mismo, pero llevado al extremo puede traer consecuencias tan malas o peores como las que se pretenden evitar.
España no tiene un gran endeudamiento público, porque hace sólo dos años tenía un fuerte superávit. Su problema es que va camino de tenerlo a consecuencia del rapidísimo crecimiento del déficit, agravado por la posible subida de los tipos de interés, lo que haría que el pago de esa deuda resultase mucho más oneroso. Para evitarlo, sólo queda ahorrar, pero casi todas las terapias tienen algún efecto colateral y al reducir el gasto se agravará otro problema: habrá menos consumo privado y volverá a bajar la recaudación fiscal, que es la principal responsable del fortísimo crecimiento del déficit. En un solo año los ingresos del Estado bajaron un 25%, algo que no parecen tener en cuenta quienes atribuyen todo el problema al gasto público.
Con menos obras habrá más parados y menos ingresos en las empresas que dependen de esta actividad, por lo que es inevitable que se produzcan nuevas reducciones del consumo, ya que estas empresas y sus trabajadores se gastan ese dinero en otras y eso produce una cascada de efectos económicos, entre ellos, el descenso de la recaudación fiscal. Así que el ahorro no es, por sí solo, la panacea.
El problema se multiplica cuando todos los demás países toman la misma decisión, y especialmente Alemania, el principal motor del continente. Si no hay compras, la reducción del desempleo va para largo y la recuperación económica para más largo aún. A la vez, sin generación de nuevas rentas, los ingresos fiscales tampoco crecerán, por lo que el déficit público sólo podrá reducirse por la vía de nuevos ahorros, que cada vez tendrán menos recorrido. Ahorrar es importante y a veces es lo único que cabe hacer, pero no resolverá todos los problemas económicos si no se hace de una forma selectiva e inteligente. Una cosa es mejorar la productividad de las Administraciones públicas con menos gastos consuntivos y menos burocracia y otra distinta cortar por lo sano de donde parece más fácil, la obra pública. Mantener un aparato público gigantesco –porque no hay otro remedio– para administrar la nada es absurdo. O la reforma laboral se amplía al interior de la Administración introduciendo algún tipo de limitación sobre los derechos de fijeza de las nuevas plazas o acabaremos en situaciones tan absurdas como las que se produjeron en el segundo mandato regional de Juan Hormaechea, cuando el atípico expresidente pasó del derroche a la restricción más absoluta de los gastos. En uno de los ejercicios, las ayudas a la pymes de la región se dotaron con 102 millones de pesetas, de los cuales 100,5 eran gastos de gestión (el personal encargado de la valorar los méritos de los concurrentes) y 1,5 millones de pesetas (no es un error, eran pesetas por entonces) la cantidad a repartir entre todos los peticionarios. Como es evidente, hubiese tenido la misma utilidad práctica –y bastante más barato– haber dejado tan ridícula subvención sobre una bandeja y que una racha de viento hiciese por sí misma el reparto. Esto es lo que se saca algunas veces de los ahorros.

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