La factura del suelo ‘rústico’

No están tan lejos los tiempos en que los vecinos de cualquier pueblo lamentaban que les calificasen un prado como urbano, porque lo único que sacaban de aquello era pagar contribución. Sin embargo, desde que abrimos los ojos a los secretos de la especulación, hemos pasado a querer sembrar un edificio en cada huerto, y cuanto más grande mejor, porque significará más plusvalías.

El urbanismo ya había hecho ricos a unos pocos escogidos con la reconstrucción de Santander, cuando las familias que vivían en los inmuebles incendiados terminaron malvendiendo sus ‘papelucos’, los derechos que les dio el Ayuntamiento sobre las futuras construcciones en ese solar, agotados por la espera y por el hambre (eran los momentos más duros de posguerra). Pasaban los años y el dichoso papel no acababa de tener utilidad alguna, así que, tras desprenderse de sus derechos a precio de saldo, aceptaron que nunca regresarían de los barrios que se levantaron en la periferia, y el centro de Santander quedó exclusivamente para quienes pudieron pagar las nuevas construcciones.

Con la democracia esa fiebre urbanizadora se ha extendido a todas las capas sociales, impulsada por los partidos. Desde las primeras elecciones municipales, en muchísimos ayuntamientos hubo que recurrir a coaliciones de gobierno para formar mayorías, y el punto crítico de las negociaciones era siempre el mismo: el control del urbanismo. Daba igual que hubiese diecisiete concejalías, porque la que realmente importaba era esa. No es que todos los concejales llegasen pletóricos de ideas para aplicar el modelo de la Bauhaus o el de Le Corbusier o pretendiesen hacer una ciudad de nueva planta, como la Brasilia de Niemeyer. Su único interés (también su única idea) estaba en el cargo que hacía realidad el sueño de los alquimistas y podía convertir cualquier cosa en oro. Una firma para una recalificación podía generar tanto dinero como la máquina del Banco de España.

Cuando explotó la burbuja, el urbanismo dejó de ser el objeto de deseo de todos los partidos y de los promotores que les financiaban sus campañas, pero el PP decidió reabrir la caja de los truenos al reformar la Ley del Suelo para dar carta de naturaleza a la excepción, y permitir construir en suelo rústico. Lo justificó –siempre hay que vestir el producto– por la supuesta carencia de viviendas en el medio rural, que impulsaba a los jóvenes a abandonar sus pueblos (en realidad, el problema es el opuesto, cada vez hay más casas vacías). La ventana abierta por la ley apenas se utilizó durante los primeros años, lo que confirma que no era ese el problema, pero ha ido teniendo más uso a medida que se recuperaba la economía, y casi siempre para segundas viviendas de foráneos.

Quienes creen que eso crea riqueza no tienen en cuenta el rápido deterioro paisajístico que está produciendo y el enorme problema económico que generan esas construcciones casi indiscriminadas. Es ridículo que Revilla reconozca que la autonomía cántabra no es viable si pierde la actual sobrefinanciación del Estado, porque la dispersión poblacional hace que prestar los servicios públicos sea carísimo y, al tiempo, su partido impulse esa dispersión. Aún es más inexplicable que el PSOE la secunde, aunque lo maquille diciendo que es una autorización temporal, a sabiendas de que se consolidará.

Construir viviendas aisladas en suelo rústico supone que sus promotores, hoy entusiasmados de poder hacerse una casa en mitad de un paraje con encanto, mañana exigirán una carretera que llegue hasta la verja de su vivienda, tendidos de electricidad y saneamiento; pasado, que haya un autobús escolar a la puerta para recoger a sus hijos, y, poco después, un centro escolar cerca, y otro de salud. Nos saldrá más barato regalarles un piso en el Paseo de Pereda. Y estamos hablando de miles de casos.

Ese es el modelo autonómico que no podemos pagar y en el que seguimos insistiendo, un modelo que solo servirá para que los partidos cántabros contenten a sus alcaldones, a los que les encantaría tener las manos libres en materia urbanística. Ellos y sus jefes de filas han cocinado un guiso legal infumable que, curiosamente, va a conciliar sus dos eslóganes turísticos: Una Cantabria Infinita (de problemas) y una Gran Reserva (territorio salvaje y desordenado, donde cada uno hace lo que quiere).

Llevamos treinta años sin saber cómo resolver y pagar el enorme despropósito de tener que derribar más de 600 viviendas, para que ahora los alcaldes quieran volver a jugar a la especulación con el suelo rústico. Si la ley sale adelante, que esta vez, al menos, sean ellos los que asuman las consecuencias. Alberto Ibáñez

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