Inventario

El glamour y el dinero ajeno

En un país como España donde el dinero se ganaba deprisa, era muy difícil poner coto a la ambición de hacerse rico de todo hijo de vecino. En la película ‘Apocalipse Now’, el capitán encargado de buscar al coronel Kurtz y hacerle pagar por la matanza de civiles en un poblado norvietnamita, llega a la conclusión de que, una vez desatada la irracionalidad de la guerra, acotar de qué forma puede matarse y de qué forma no acaba por resultar tan inconsecuente como poner límites de velocidad en las 500 Millas de Indianápolis.
Que personalidades tan reconocidas como el presidente del Palau de la Música de Barcelona hayan metido la mano en el cajón para llevarse 3,5 millones de euros, según confiesa (las auditorías echan en falta nueve) y que quienes le rodeaban participasen del festín de dinero incontrolado, es sólo un síntoma de hasta qué punto caló esa necesidad de enriquecerse rápido. Anteriormente ocurrió lo mismo con el director financiero del Gugennheim. Y es curioso que dos instituciones tan vinculadas a lo estético hayan acabado pringadas en un asunto tan prosaico.
En Cantabria tenemos otro ejemplo con menos glamour, el de Mercasantander, donde la gerente en funciones se llevó más de un millón de euros sin que nadie lo echase en falta y eso que esta empresa pública del Ayuntamiento de Santander y de Mercasa no es precisamente la Banca Rotschild, donde un millón puede que pase desapercibido, sino que es la facturación de todo un año.
Se podría hacer una larga lista de entidades públicas, semipúblicas y privadas donde se han descubierto cosas parecidas, y lo peor es que nos queda la sospecha de que apenas hemos rascado en la superficie. No hay controles suficientemente efectivos sobre el dinero, por mucho que nos lo garanticen los tribunales de cuentas o los patronos de las fundaciones. El hecho de que el eterno y no tan ejemplar presidente del Palau explique en su descargo que las orquestas exigen parte del pago en dinero negro y que también es imprescindible una caja B para las comisiones de los intermediarios, aún resulta más alarmante. Como probablemente sea cierto, habría que preguntarse qué suertes de malabarismos están haciendo los demás centros de espectáculos del país, sobre todos los públicos, para obtener ese dinero B y qué es lo que realmente inspecciona Hacienda.
La sensación o la certeza de que en la economía privada muchos se hacían ricos con enorme facilidad ha contaminado a todos, incluidos el sector público y el semipúblico. Y no sólo, como puede suponerse, a los políticos que estaban relacionados con las licencias de construcción. Ha sido un huracán que ha barrido demasiadas conciencias, provocando un estado de relajación moral colectivo que ha afectado a todas las capas profesionales.
Da la impresión de que sólo hemos levantado una esquina del velo que tapa un problema mucho más profundo de lo que dejan entrever los casos de apropiación descubiertos. Y, aunque estos afloramientos van a servir como homeopatía temporal, al meter el miedo en el cuerpo a algunos de los que habían encogido la conciencia y estirado la mano, nunca podremos rescatar todo lo que en estos años se ha escapado por los sumideros del descontrol y de la desvergüenza.
Ya sabíamos que del glamour sólo no se vive. Hay que contar algunas intimidades –o inventárselas– en los medios de comunicación. Ahora también sabemos que otros glamourosos, los que no salen en el papel couche porque sus artes son menos mundanas, directamente metían la mano en el cajón. Pues vaya.

La investigación también despierta

Cuando un muchacho crece, apenas es consciente de ello. A veces, tampoco lo son quienes lo rodean. Son aquellos que lo ven de tarde en tarde los que perciben el estirón. Con los países ocurre algo parecido. España es un buen ejemplo de ello. Habría que buscar en el Este ejemplos parecidos de cómo se puede cambiar tanto como nosotros en tan poco tiempo, pero esa vorágine nos ha quitado la perspectiva y la capacidad de sentirnos satisfechos por nuestra evolución. Un país de bajitos renegridos –el tópico que aún funcionaba en los años 60– ha podido llegar a formar una selección campeona del mundo de baloncesto, campeona de Europa y subcampeona olímpica. Domina el ciclismo mundial desde hace cinco años, tiene a los mejores tenistas, los directores de cine más oscarizados entre los de habla no inglesa y ha superado en PIB a Canadá y a Italia, aunque esta osadía puede que no dure, tal como está la economía.
Hemos pasado de ser un país pobre a uno rico sin darnos cuenta y en muy poco plazo, exactamente igual que siglos atrás sólo unos pocos fueron conscientes de que pasábamos de ser un imperio poderoso a un país decadente y atrasado. Y hemos superado casi todos los retos, pero no todos. Uno de los pendientes es la investigación científica y la producción de tecnología, un terreno en el que España siempre ha actuado con desidia. Pero también es posible que eso esté cambiando sin que lo percibamos. En el penúltimo número de la revista científica ‘Nature’, una de las más prestigiosas del mundo, han aparecido cinco estudios sobre el cáncer, lo que no es mucha novedad, pero de ellos tres eran españoles, lo que resulta inédito. En ellos se avanzan nuevas vías de tratamiento a través de células madre, un abordaje que no tiene nada que ver con todos los anteriores que, como es perfectamente sabido, solo han dado un resultado relativo.
Los investigadores españoles se basan en la intuición de que las células cancerosas han perdido su programación inicial y, con ella, su capacidad diferenciadora. Eso provoca un crecimiento desordenado, por lo que la salida más práctica sería hacerlas retornar al estado inicial, algo que parece posible. Sea como sostienen los autores o no, lo cierto es que han abierto una vía imaginativa y eso nos da ánimos para suponer que estamos haciendo el camino de vuelta desde el desdén histórico de un país que dejaba la ciencia para otros.

Sectores con más suerte que otros

Hace un año el mundo occidental tenía claro que el capitalismo había quedado en evidencia. Incluso en EE UU, donde pronunciarse a favor de cualquier intervención sobre el mercado parece un delito, cayó el mito. Para evitar el naufragio de todo el sistema financiero solo había dos soluciones: o mantener la soberanía del mercado y dejar caer todos los grandes bancos de inversión o insuflarles ingentes cantidades de dinero público. Como lo primero aventuraba la ruina total, se optó por lo segundo. En Europa también se tomaron medidas de todo tipo, desde la nacionalización a las ayudas indirectas, que han pasado bastante más desapercibidas para su opinión pública, acostumbrada a dar por hecho que el mercado no es muy fiable.
España no ha dado dinero a fondo perdido a los bancos ni a las cajas, pero sí la ha facilitado ingentes cantidades en condiciones que cualquiera querría para sí. El Banco Central Europeo presta a las entidades todo el dinero que quieran (la llamada barra libre) al 1% y luego estas entidades, por lo menos las españolas, se las prestan al Estado, sin ningún riesgo porque tiene la máxima solvencia, al 3%. Quién pudiera hacer negocios tan fáciles.
La inyección de beneficios que ha producido esta práctica ha servido para evitar los sustos financieros que, antes o después, también hubiésemos sufrido en España. A pesar de que nuestros bancos y cajas estaban en mejores condiciones que los foráneos, el bluf inmobiliario ya se hubiese llevado por delante a bastantes de ellos, porque vivían del ladrillo tanto o más que los promotores. No hay que engañarse, el botín de la vivienda se lo han repartido entre tres: los promotores, las entidades financieras y las distintas Haciendas, y aunque sólo el primero de estos estamentos se ha manchado las manos con la especulación, los otros dos han recogido la cosecha en la misma o mayor proporción.
La ayuda con ingentes recursos públicos a las entidades financieras no sólo ha evitado que el pánico causado por una quiebra se extendiese por una sociedad que no asume el concepto de riesgo ni siquiera en los negocios. Es evidente que no había otra solución, pero no deja de resultar injusto para otros sectores económicos, especialmente para la industria. Por mucho que preocupe la epidemia de expedientes de regulación de empleo, a nadie se le ocurriría lanzar un programa masivo de fondos públicos en favor de la industria. Las ayudas que se han establecido para facilitarles la liquidez –modestas y muy poco eficaces– ya parecían demasiado condescendientes, porque en la cabeza de todos nosotros está la idea de que cualquier ayuda a la industria distorsiona el mercado. Como si no lo distorsionasen las ayudas a los bancos y cajas o las que antes se le dieron a los promotores de vivienda en forma de desmesuradas calificaciones de suelo y a los constructores, en obras que nos endeudan hasta el gaznate, en la idea de que unos y otros mantenían mucho empleo y aliviaban la supuesta falta de viviendas en España.
La industria es el único sector sin padrino, dentro y fuera de España. Sólo cuando se produce alguna gran quiebra, como la de General Motors, se plantea si convendría recoger los despojos. Y probablemente tenga que ser así, porque así es la economía de mercado. Lo que no está claro es por qué esas reglas no valen para los otros sectores.

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