Inventario
Sorpresas con Kyoto
El primer reparto de las emisiones de CO2 de acuerdo con el Protocolo de Kyoto fue el tema estrella del momento. Y eso que sólo supuso asignar a las empresas contaminantes los derechos de emisión que más o menos necesitaban para mantener su actividad. Todo el país empezó a hacer cálculos sobre la mala negociación de España, dando por supuesto que en las siguientes instancias no podría conseguir, ni por asomo, la reducción de emisiones a la que se había comprometido. Pues bien, en el segundo reparto, el de los recortes, el Gobierno ha metido el cuchillo a fondo y ha reducido el 19,3% en las emisiones de CO2 asignadas anteriormente, pero, curiosamente, no ha habido el más mínimo movimiento de protesta.
Dos ejemplos de lo que hace sólo un par de años hubiese sido considerado la ruina del país: Que Endesa haya visto reducidos sus derechos de emisión en un 30% o que Iberdrola tenga que apañarse con un 44% menos podría haberse considerado una catástrofe para la industria eléctrica española. Pero la realidad debe ser muy distinta, porque ni una ni otra han manifestado la más mínima objeción.
Que esto ocurra en España, donde las emisiones crecían desaforadamente y parecía imposible ponerle bridas, es aún más sorprendente. Nada ni nadie nos había hecho suponer que estábamos haciendo los deberes, pero puede que España sea un país mucho más serio de lo que nosotros mismos creemos y especialmente cuando tiene retos. Pero también es cierto que otras circunstancias han colaborado en esta ausencia de dramatismos.
Ahora las empresas saben que, aunque desborden las emisiones asignadas, pueden comprar más en el mercado libre, donde los derechos de CO2 han caído a precios ridículos, tanto que a Endesa le bastaría una modesta inversión de 20 millones de euros para seguir igual que ahora. Ese colchón de seguridad que da el mercado ha facilitado mucho las cosas, pero hay que reconocer que las empresas se han puesto las pilas, y especialmente las eléctricas, que son las principales emisoras de CO2, al emplearse muy a fondo en las energías renovables y en la progresiva sustitución de las centrales de carbón por ciclos combinados de gas.
Incluso en un sector tan difícil de regular como el transporte, el proceso de mejora avanza muy deprisa, gracias a la presión de los gobiernos europeos a los fabricantes para que construyan coches más limpios y por la fiebre de los biocombustibles. Es cierto que su uso, como las energías renovables, va a estar fuertemente subvencionado, pero nadie puede negar que esa política esta dando un resultado muy positivo: se contamina menos; por fin España conseguirá sustituir importaciones de petróleo, de las que es absolutamente dependiente, y los agricultores, que sólo pensaban en el abandono de tierras, ahora se plantean roturar nuevos campos. Aunque no resulte gratis para el sector público, también hubiese sido caro pagar por el exceso de emisiones contaminantes y el resultado para la salud general y para el planeta va a ser mucho mejor.
La vara de medir
Hay una acepción casi despectiva de “los políticos”, como si fuesen personajes de los que cuidarse, ajenos a toda moralidad y dispuestos al beneficio propio. Pero es curioso que quienes están convencidos de que las corruptelas se han enseñoreado de nuestros representantes públicos son los que luego votan con más convicción. Basta ver los resultados que han conseguido algunos alcaldes de la costa levantina o de otros municipios mucho más cercanos a nosotros, implicados en escándalos por la concesión ilegal de licencias. Esos personajes no sólo no han tenido menos votos –no debieran haber tenido ni uno solo– sino que han mejorado sus resultados, como ocurriera en su día con el GIL.
Es obvio que si el ciudadano de la calle estuviese de verdad dispuesto a penalizar a una clase política que considera corrupta empezaría por aquellos que ya están encausados. Pero no lo hace y, en muchos casos, actúa exactamente al contrario de lo que dice, respaldando a los aprovechados. Individuos que, en su desparpajo, acaban por resultar seductores para amplias capas de población.
Para no delatarse en su incongruencia, los electores acuden al socorrido “si es que todos son iguales”, lo que no sólo no es cierto sino que resulta una excusa torpe, dado que en ese caso lo único congruente sería no votar a nadie.
Algunos partidos se aprovechan de esta doble moral. Acaba de ocurrir en Castro Urdiales, donde el alcalde saliente organizó en la anterior legislatura una coalición insólita, en la que participaban al mismo tiempo el PP e Izquierda Unida sólo con un fin: erradicar para siempre al socialista Rufino Díaz Helguera que, en su opinión, era un azote para la ciudad. Con tan extraña coalición consiguieron apartar a quien había resultado el más votado, aunque eso resultaba contradictorio con los argumentos del PP en contra del pacto regional PSOE-PRC que desalojó del Gobierno de Cantabria a Martínez Sieso.
Las recientes elecciones han dado un varapalo al muñidor de tal operación, probablemente el único alcalde del PRC que ha sufrido una catástrofe electoral pero, ni corto ni perezoso, ha buscado la alianza de aquel a quien entonces consideró apestado, Díaz Helguera (que expulsado del PSOE ahora se presentaba con una lista independiente). Y ni Muguruza, que así se llama el protagonista de esta historia, ni el PP, que le ha secundado, han dado la más mínima explicación al electorado de por qué ya no sólo no hace falta aislar a Díaz Helguera, sino que es mejor coaligarse con él. Quizá porque resulta tan evidente que no necesita explicación alguna: era la única forma de conservar los cargos.
En Canarias pasa algo parecido. En la anterior legislatura, el Partido Popular hizo una intervención durísima en el Congreso de los Diputados contra la revisión del Estatuto de Autonomía isleño, elaborado por Coalición Canaria, y encontró en él numerosos motivos de inconstitucionalidad. Tras las elecciones, que han ganado los socialistas, el PP curiosamente se ha prestado a dar su apoyo a los nacionalistas canarios para formar gobierno conjuntamente y se ha mostrado más comprensivo con el nuevo estatuto que los propios socialistas, a los que considera tan proclives a los nacionalismos.
Siempre queda el recurso a suponer que los votantes no perdonan estas traiciones al ideario, pero la realidad es muy distinta. Los votantes, a quien no perdonan es al rival, mientras que son extraordinariamente condescendientes con aquellos a los que respaldan. De hecho, nadie parece ahora escandalizado por el hecho de que Coalición Canaria reclame la soberanía sobre todo el espacio marítimo que hay entre las islas, lo que convertiría a la autonomía en la única con mar propio.
Una dimisión incomprensible
Es frecuente oir que en España no dimite nadie, pero no es así. Han dimitido entrenadores, ministros, vicepresidentes de gobierno y hasta presidentes. Lo que ocurre es que hay una actitud social que no sólo no lo propicia, sino que lo penaliza. Mientras que en otros países es un acto de dignidad que rehabilita la figura del dimitido, aquí se da por hecho de que quien dimite no hace más que confirmar las sospechas. Con una interpretación tan mezquina, es obvio que dimitir no sale nada rentable y quien se lo piense dos veces optará por permanecer en el cargo, sabedor de que, como en el cuento clásico, le criticarán tanto si va en el burro como si sigue a pie.
Debiera reivindicarse el valor moral de la dimisión, aunque hay algunas que, de puro incomprensibles, no pueden aceptarse como un acto de desprendimiento. Ha ocurrido con Rodrigo Rato, cuya salida de la presidencia del Fondo Monetario Internacional ha dejado a España y a Europa desairada. Y resulta más ininteligible aún que algunos medios políticos hayan presentado su vuelta como el regreso triunfante del héroe, que viene a ponerse al servicio de su partido para ganar las próximas elecciones.
No es cuestión de dudar del valor político de Rato, ni siquiera de la muy aventurada afirmación de que su inclusión en las listas del PP como número dos de Rajoy creará un tándem imbatible. Por lo general, los votantes reparan poco en los números dos, tres o cuatro de las listas, a no ser que generen una polémica importante, como ocurrió con el fichaje de Garzón.
Lo que sí cabe poner en entredicho es la decisión de dejar el cargo a los dos años de mandato, cuando al Gobierno español le costó muchas negociaciones obtener ese puesto, el más relevante de cuantos ocupa un nativo del país. También descoloca a Europa, que tradicionalmente ha tenido la presidencia del FMI, a cambio de que Estados Unidos designe al máximo responsable del Banco Mundial, ese señor de los calcetines con agujeros que también ha dimitido, pero no por voluntad propia, ni por el enorme embrollo que nos dejó en Irak cuando estuvo al frente del Pentágono, sino por haber subido el sueldo a su novia.
España se queda sin la presidencia del FMI y Rato argumenta que quería ver más a la familia. Una razón poco convincente para quien ya conocía que el cargo comportaba vivir fuera del país. Es comprensible que un ejecutivo con muchas alternativas profesionales decida cambiar de trabajo si le incomoda viajar, pero el presidente del FMI o el secretario general de la ONU no sólo saben perfectamente a lo que van, sino que difícilmente pueden encontrar nada comparable en su vida política y profesional.
Puede que Rato vuelva a casa como el mirlo blanco del PP, pero a las cancillerías europeas les ha dejado con un palmo de narices.