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La trastienda de Endesa

La batalla de Endesa no duró lo que un embarazo, como pronosticaba el presidente de Gas Natural y ha sido mucho más dolorosa que un parto. Pero eso no ha sido producto del mero intervencionismo del Gobierno, porque casi nadie está libre de culpas, incluidos quienes intentaron, desde el principio, embarrar el terreno de juego, negando la posibilidad de que una empresa catalana, por el hecho de serlo, pudiese adquirir una de las pocas joyas industriales del país. Los mismos que luego se echaron en manos de los alemanes, curiosamente.
El problema no eran los catalanes, ni el Estatut que se debatía por entonces, sino la posibilidad de perder poder. Las privatizaciones realizadas por Aznar dejaron Telefónica, el BBVA y Endesa en manos amigas. Al perder el gobierno los populares, los medios de comunicación que se mueven en su entorno se veían ante una complicada travesía del desierto, que no ha sido tanta gracias a la generosidad publicitaria de las grandes empresas privatizadas, dispuestas a devolver favores. Con esa misma financiación han aparecido una miriada de publicaciones digitales ultraconservadoras que llenan de ruido las redes de Internet.
La preocupación de todos ellos no era Endesa en sí, sino la posibilidad de que el actual consejo de administración perdiese las riendas de la compañía. Y la solución de E.On era mejor que la de Gas Natural o la de Enel Acciona simplemente porque garantizaba su continuidad. Ni más ni menos.
Es evidente que ante la opinión pública había que buscar argumentos más nobles y se echó mano del supuesto interés de los pequeños accionistas, aunque resulte inverosímil que esté peor atendido por quien paga el precio más alto. ¿Cómo justificar que la opa de Enel iba en perjuicio de los minoritarios, si era la que más ofrecía? Además, esos ropajes eran tan ficticios que ya ni siquiera existían particulares. Se calcula que los pequeños accionistas hace tiempo que no suponen más de un 8% del capital.
La estrategia embarradora en esta ocasión no pudo echar mano de los argumentos nacionalistas, porque apostaba por la oferta de E.On en la que no participaba ninguna empresa española, pero no por eso ha renunciado al argumento patriótico al señalar que, tras lo ocurrido, España ha perdido el prestigio como territorio de negocios y cualquier otra empresa extranjera se lo pensará antes de apostar por una compra en nuestro país.
Puede que sea cierto, pero resultaba inconsecuente que eso lo dijesen algunos periódicos el mismo día en que el damnificado presidente de E.On, Bernotat anunciaba su interés por adquirir otras eléctricas españolas, lo que inmediatamente hizo subir el valor bursátil de todas ellas. ¿Si tan escarmentado está, cómo es posible que vuelva a la carga? O no somos tan tramposos, chapuceros e intervencionistas como algunos se han hartado de manifestar o los inversores extranjeros no aprenden nunca.
Esto es lo que hay por debajo de la batalla de Endesa y quien necesite más argumentos de juicio no tiene más que observar cómo algunos medios que se posicionaron con una insólita agresividad contra Enel y Acciona, lanzar ahora puentes a toda velocidad hacia los nuevos dueños de Endesa, con halagos sorprendentes. Y es que hay que seguir viviendo.

Benefactores de sí mismos

La generosidad no pide cuentas pero es mejor que las tenga. Un número muy importante de españoles hacen contribuciones a organizaciones no gubernamentales de las que apenas tienen información alguna. Sólo conocen sus supuestas misiones y confían en que las ejerzan con criterio, con honestidad y con eficacia. Suponen que, por su carácter desinteresado y, en cierta medida, militante de esas causas, administrarán los recursos con austeridad y le sacarán más rendimiento que los organismos públicos, sometidos a la burocracia.
Esta es la teoría, pero no siempre es la realidad. Acabamos de verlo. Los casos de Intervida y de Anesbad han puesto de relieve la necesidad de someter a un control más estricto a las organizaciones no gubernamentales para que no se conviertan en un negociete particular de quien las monta o en una forma de autoempleo en la que el primer beneficiario no son los negritos necesitados, sino quien administra los recursos.
Las ONGs empiezan a tener unas estructuras tan profesionalizadas y burocratizadas como la propia Administración y en muchas de ellas el voluntariado dejó de existir hace tiempo. Los trabajadores son asalariados, lo que no es malo per se, pero, como cualquier otro trabajador por cuenta ajena, se ven impelidos a considerar un competidor incómodo al colaborador altruista que se acerca a la sede, de forma que, poco a poco, estos organismos se convierten en todo lo que pretendían evitar: organizaciones lentas, con una estructura pesada y donde el desinterés deja de tener espacio. Así no es extraño que algunos de ellos hayan llegado a emplear en su funcionamiento interno cerca del 80% del dinero que recaudan, lo que indica que han pasado a trabajar prácticamente para sí mismos.
El donante no tiene medios para conocer estas situaciones y para discernir entre las ONGs eficientes y las que son un mero negocio. Es cierto que existe una fundación que certifica a las que quieren someterse a un control de gestión pero es de carácter voluntario y muchas de las que aflojan más el bolsillo de los españoles no han querido someterse a estos controles.
El problema rebasa con mucho el ámbito privado. Aunque hay que reconocer que el Estado no puede hacer de policía también de las instituciones de beneficencia, estas necesitan mucha más transparencia, sobre todo aquellas que reciben dinero público. En los últimos años estamos asistiendo a un florecimiento disparatado de asociaciones de víctimas del terrorismo, en proporción inversamente proporcional al número de nuevas víctimas. La ecuación no es tan disparatada como parece, porque responde a otra lógica, el fuerte aumento de las subvenciones públicas que reciben, y eso ha dado lugar a que muchas personas hayan decidido hacer de su condición de víctimas un medio de vida.
Al Estado, aportar los fondos le vale para mostrar su “sensibilidad” ante el problema y a algunos partidos para alimentar la demagogia. Si la Comunidad Valenciana entrega 300.000 euros a la familia de uno de los fallecidos de la Terminal 4 de Barajas, la de Madrid eleva la puja regalando dos pisos a los deudos de la otra víctima y el Estado, por su parte, les ofrece la legalización inmediata. A la vista de hechos semejantes, los miles de familiares de anteriores fallecidos puede que se sientan estafados y, muchos de ellos, tentados a sacar algún provecho de una piedad medida por el monto de las subvenciones.

Sentencias sin sentenciados

Teníamos más de seiscientas y ahora tenemos más de mil. A este paso, el número de viviendas derribables va a ser tan elevado como el de las que se encuentren en construcción, lo cual nos hará batir el récord de la falta de sentido común. Deshacerse de más de mil viviendas, si se tiran, costará no menos de 200 millones de euros en indemnizaciones que no pagarán los promotores, ni los alcaldes que concedieron las licencias ilegales sino el conjunto de la población que, en teoría, es la beneficiaria por los derribos.
El mal no es nuevo. Por el contrario, desde hace algunos años se ha atajado desde la Comisión Regional de Urbanismo, pero los procesos legales llevan demasiado tiempo y algunos alcaldes se valen de ello para jugar a la política de hechos consumados. La de suponer, con mucha razón, que nadie se atreverá a tirar algo que ya está concluido, que tiene un coste extraordinariamente caro y que crea un problema social dramático para las familias que han comprado las viviendas y las habitan. Por si fuera poco, como la sentencia definitiva llega diez o doce años después de haber otorgado las licencias, el alcalde que las dio es posible que ni siquiera esté ya en la política, con lo que no tiene nada que perder, ni siquiera el sueño, porque el problema lo habrá heredado otro, como ocurre en el caso de Arnuero, donde José Manuel Igual nunca ha podido desprenderse nunca del enorme problema que creó su antecesor en la Playa de La Arena.
El hecho de que quien origina semejantes embrollos nunca sea imputado por sus responsabilidades personales no deja de resultar sorprendente, cuando por asuntos de mucha menor cuantía hemos visto a políticos a la puerta de los juzgados. Arca ha mantenido durante este tiempo una política muy dura contra contra las licencias que considera ilegales, pero se ha limitado a reclamar exclusivamente la nulidad. Probablemente es la vía más adecuada en función de sus medios económicos o por sus fines, pero no cabe entender que la Fiscalía o que algún partido político no haya acudido hasta ahora a la vía civil para que quienes han dado las licencias ilegales respondan de sus actos. Algo que resulta obvio, cuando van a causar pérdidas multimillonarias a la comunidad, pero también por el carácter ejemplificador. Bastaría con que un solo alcalde viese en peligro su libertad o su patrimonio para que el resto se tentase la ropa antes de conceder una licencia ilegal o para que los muchos funcionarios que están obligados a informar una licencia de edificación tuviesen mucho más cuidado o dejasen de moverse en el terreno de las ambigüedades, trasladando a otros una responsabilidad que les compete.
Es probable que el caso Marbella haya marcado un antes y un después y los escándalos urbanísticos dejen de valorarse por los ciudadanos como una mera diferencia en la interpretación de la legalidad urbanística, en la que algunos ganan –y mucho– pero nadie pierde. Son una estafa al patrimonio público y una doble estafa el que los damnificados –la colectividad– tengamos que acabar pagando las indemnizaciones. Cantabria no es Marbella, pero mil viviendas con sentencia de derribo son mucho más que un problema urbanístico, son una colosal tomadura de pelo colectiva en la que tiene que haber culpables. Y no son precisamente quienes piden la paralización de las obras o quienes denuncian las licencias ilegales, sino quienes las dan. Lo más lamentable es que nada de eso parece menoscabar su crédito político, sino que a veces lo acrecienta. Los alcaldes no dudan en ponerse medallas por las licencias que dan y, al paso de impunidad que vamos, se las acabarán poniendo también por las sentencias de derribo que acumulan.

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