Los hitos de la historia económica de España (8)
En diciembre de l788 empezó el reinado de Carlos IV y seis meses más tarde estalló la revolución francesa, cuya influencia universal a nadie se le oculta y que, también para España, significó un cambio radical. Este fenómeno social debe ser contado no sólo en su reconocida dimensión ideológica sino también en la económica ya que, a efectos prácticos, ambas van unidas.
El giro fue tan grande que España parecía un lugar completamente distinto antes y después de la Revolución. Como el mundo está hecho de casualidades, la misma dinastía que reinaba en Francia lo hacía también en España, por lo que las preocupaciones del Gobierno y, en general, de los españoles, se centraron casi en exclusiva en lo que pasaba al otro lado de los Pirineos, al tiempo que nos olvidamos por completo de América, en uno de esos errores estratégicos que marcan la historia.
El siglo XIX en España, y en eso coinciden todos los historiadores, fue de récords jamás igualados. Y es que tras los archiconocidos sucesos de mayo de 1808 en Madrid –momento que históricamente hablando marca el cambio de siglo– la marcha de los acontecimientos adquirió tal velocidad que todavía dura la inercia.
Si hay una palabra para definir esta etapa es la de inestabilidad. Las estadísticas nos ayudan a hacernos una idea más clara: 130 gobiernos, nueve constituciones, tres destronamientos, cinco guerras civiles, decenas de regímenes provisionales y un número casi incalculable de revoluciones dentro de la metrópoli y en ultramar, aproximadamente 2.000, lo que, haciendo cuentas, significa una cada 17 días.
Estructura
Económicamente hablando, la cosas no fueron muy distintas. Hasta entonces, nadie dudaba de nada, ni siquiera de los principios económicos: Sacar un margen comercial superior al 10% en el mundo de los negocios era un pecado mortal, que podía conducir a la riqueza, pero también al infierno. La inquietud de aquella gente ante una revolución que imponía el laicismo y la igualdad tuvo que ser algo sencillamente arrebatador.
Para comprender sus dimensiones, lo mejor es atender a la estructura social y económica de la época. Basta decir que el orden que funcionaba hasta ese momento era estamental –que no jerárquico, propiamente dicho–. Aunque ya se sabe que las cosas siempre acaban degenerando, aquello consistía, más o menos, en unas funciones predeterminadas para cada persona, a tenor de su categoría de noble, religioso o plebeyo.
Las clases minoritarias o rectoras, o sea, la nobleza y el clero, disfrutaban de la prohibición jurídica de trabajar, porque se suponía entonces, y quizás con razón, que cuando uno ha de doblar el espinazo para ganarse el sustento no puede dedicarse a otras labores porque ésta llena ya sus preocupaciones inmediatas y, no digamos, las lejanas. Aquello se transformó en un privilegio y estas clases vivían de las rentas que les proporcionaba la tierra.
En el siglo anterior, la demografía ya había empezado a cambiar de forma muy notable. Habían bajado las filas de los aristócratas y también, aunque en menor medida, las de eclesiásticos, y había aparecido una clase media urbana, gracias al auge de la industria, el comercio y la navegación. Pero, sobre todo, se había producido un incremento de la población y, en consecuencia, del consumo, lo que provocó una subida de los precios, especialmente, el de los productos de primera necesidad.
Los precios
Empezó a producirse esa concatenación de acontecimientos que se dan en la economía. Al subir los precios, se incrementaron los cultivos. Ahora bien, si aumenta la tierra que se cultiva, como decía el economista inglés David Ricardo, el valor de las tierras también aumenta. Y entonces los propietarios resultan beneficiados de esa coyuntura porque venden más y a mayores precios, situación ideal donde las haya.
Muchos propietarios, sobre todo los más grandes, tenían las tierras alquiladas y aprovecharon la coyuntura para subir sustancialmente los precios de los arrendamientos. Esta situación dio lugar a continuas quejas y pleitos de los arrendatarios con los dueños, problema muy típico en la España de la época. Pero aún quedaban los jornaleros, que no tenían tierras ni arrendamientos ni más propiedad que su prole. Y aunque subieron los precios, no subieron los salarios, por la sencilla razón de que había mucha gente para trabajar.
En la ciudad pasaba algo parecido, pues esa coyuntura alcista perjudicaba sobre todo a los asalariados que, como sigue ocurriendo ahora, no podían trasladar la inflación a nadie.
Pero, curiosamente, los primeros en moverse fueron los artesanos que formaban parte de los gremios. Bien porque estuviesen influidos por las ideas que empezaban a llegar del extranjero o porque la coyuntura sí que era propicia para ellos, comenzaron a pensar que los gremios eran un corsé excesivo, tanto para la libertad de precios como para la de producción. Y en aquel momento se podía ganar mucho dinero. De esta manera, los que pudieron se salieron de la organización y montaron las primeras fábricas, algunas con hasta 700 obreros, lo que marcaba los albores de la naciente estructura capitalista que caracterizará los siglos XIX, XX y, si es que hace falta decirlo, también el XXI.
Si en las actividades menestrales las cosas estaban de semejante guisa, la remuneración del trabajo intelectual era más inamovible que las piedras. Según Cadalso, un cochero ganaba más que un catedrático de Salamanca. Quitando el posible margen de exageración, la frase refleja la valoración social de uno y otro oficio y es posible que tuviese mucho de real, porque un profesor ganaba unos 8.000 reales al año y un zapatero sólo un 30% menos. Tampoco los funcionarios públicos de aquella frondosa administración borbónica nadaban en la abundancia. Cuando las cosas iban mal, les bajaban el sueldo, algo que a sus colegas actuales puede parecerles insólito, y que, ya por entonces, era una medida bastante impopular.
‘Laissez faire’
En el plano ideológico, las ideas de la Revolución Francesa resultan fundamentales no sólo para entender lo que por entonces empezó a pasar en gran parte de Europa, incluida España, porque tanta agitación intelectual de sopetón resultó muy indigesta. Todo el esquema de valores, estamentos y convicciones mantenidos durante siglos se venía abajo de repente y eclosionaban nuevas formas de pensamiento en todos los terrenos.
El cambio más evidente, el político, puso en duda el poder real omnímodo y llegó a producir una sofisticada arquitectura de contrapoderes al segmentarlo en tres partes. Su equivalente en lo social fue el planteamiento de la igualdad de todos ante la ley –convertir a los súbditos en ciudadanos–, con la correspondiente abolición de los privilegios. Ni siquiera el terreno económico quedó indemne, ya que se impuso una libertad paralela a lo anterior. Como se decía entonces “laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même”. Esta última parte de la frase suele omitirse pero es la más reveladora porque, efectivamente, el mundo sigue dando vueltas a su aire por mucho que nos empeñemos en lo contrario.
Por entonces, Adam Smith también formuló su teoría del liberalismo económico, con la famosísima ley de la oferta y la demanda, todavía en vigor, que según aquellos teóricos, era, más que una ley, algo que estaba en la naturaleza de las cosas y que debía regir las relaciones de producción y comercio. Nadie debía temer que aquello desembocara en desequilibrios, y, mucho menos, en un caos, porque “la libertad corregirá a la propia libertad”, decían, aunque la realidad nos haya demostrado en múltiples ocasiones desde entonces que no hay teoría que pase esa dura prueba de fuego.
Todo eso no tardaría en llegar a España, como a otros países europeos, porque el propio Napoleón parecía empeñado en extender la mecha revolucionaria por todo el Continente, aunque eso sí, con él como emperador.