Inventario
Un competidor incómodo
Microsoft acaba de reconocer ante el organismo regulador estadounidense que el software abierto Linux le está haciendo daño. Bien porque anteriormente Linux sólo fuera un divertimento de universitarios o porque la multinacional norteamericana pensase que un rival tan etéreo, sin una empresa detrás, no puede considerarse siquiera un rival, Linux no existía para Microsoft. La primera señal de que Bill Gates estaba cambiando de opinión se produjo hace año y medio cuando envió a España a su consejero delegado para tratar de frenar un movimiento inesperado de rebeldía en las administraciones autonómicas que empezaban a usar Linux en algunas de sus herramientas informáticas.
A estas alturas, Linux ya es un problema global para Microsoft. Y no, obviamente, por lo que ocurra en España, que es una parte infinitesimal de su mercado. El quebradero de cabeza de Gates es que fabricantes de equipos informáticos y redes como Sun Microsystems o Novell estén introduciendo el software de código abierto en sus aparatos. Y no por las condiciones de calidad –que la tiene– sino porque esta es una de las poquísimas vías de que disponen para poder reducir los costes de sus ordenadores en un mercado extraordinariamente competitivo.
La nueva economía tiene estas cosas. Los gigantes mundiales del acero nunca tuvieron motivos para preocuparse por los experimentos en aleaciones que algún joven inquieto pudiese hacer en la pequeña fundición paterna. Por muy bien que resultasen sus ensayos, sólo una gran corporación, con miles de millones de dólares en activos fabriles tenía capacidad para implantarlos en el mercado. Pero con la informática nadie puede fiarse de nadie y la prueba está en que un mero experimento universitario de un muchacho europeo ha acabado por convertirse en una alternativa muy sólida al software de la mayor empresa del mundo, Microsoft, y además, gratuita.
En el fondo, ése es el problema, la gratuidad. La economía de mercado tiene recursos para todo, y podría asimilar a Linux y encontrarle un sitio si se tratase de una empresa más, con una estructura de costes y un objetivo de ventas y de beneficios. Pero no está preparada para un producto que no se cobra y es desarrollado gratuitamente por cuantos programadores se suman de forma espontánea a esta revuelta aportando sus desarrollos.
Por si fuera poco, Microsoft, a pesar de su juventud, está atrapado por su pasado. Por los miles de parches que rectifican sus millones de líneas de código hasta formar un árbol tan tupido y complejo que cualquier programación sencilla se convierte en tortuosa, mientras que Linux, testado simultáneamente por programadores voluntarios de todo el mundo, puede enderezar el árbol a tiempo, lo que propicia una gran fiabilidad y menor consumo de medios en el ordenador.
Microsoft tradicionalmente ha adquirido aquellas iniciativas de jóvenes competidores que apuntaban buenas perspectivas. No le ha importado pagar bien, porque siempre es rentable librarse de futuros rivales y comprar las ideas de éxito que aún se encuentran en estadios iniciales de comercialización. El problema es que Linux no se puede comprar. No es de nadie, ni se pueden hacer ofertas a miles de internautas que colaboran gratis et amore en su crecimiento.
Quizá éste sea el mejor ejemplo de que aún hoy, no todo es previsible y el pez chico, a veces se le atraganta al grande.
La contención salarial no llega a los consejos
Por fin ha habido moderación salarial. Los consejeros de las empresas cotizadas en la Bolsa española “sólo” se subieron el pasado año sus retribuciones un 10,1%, apenas tres veces más que los beneficios generales, que aumentaron un 3,2%. No obstante, tan meritorias muestras de contención siguen sin llegar a las empresas del selecto Ibex, donde las retribuciones de los administradores crecieron un 35,7%, quizá para demostrar que aún hay clases.
El problema no es que el sueldo medio del consejero de una compañía cotizada española sea de 381.810 euros, o de 744.240 si forma parte del Ibex. El problema es que la cuantía lleva un camino imparable tanto en retribuciones líquidas como en derechos acumulados para pensiones, a pesar de la inequívoca sanción moral que la sociedad ha dado a algunas jubilaciones bancarias. Y resulta menos justificable cuando los incrementos medios de los últimos años multiplican por diez el aumento de los beneficios, por no descender al argumento del doble rasero que aplican los mismos consejeros al discutir el aumento salarial para las plantillas.
Un reciente estudio británico ponía como ejemplo a España de cómo se estiraba el abanico salarial, hasta alcanzar las mayores diferencias del continente europeo entre las retribuciones más elevadas y las más bajas. Los altos directivos españoles eran los terceros mejor remunerados del Viejo Continente una vez deducidos los impuestos, mientras que las remuneraciones de las plantillas eran las terceras más bajas, sólo por encima de las de griegos y portugueses.
Las memorias de las sociedades cotizadas, que en los últimos años han empezado a especificar los ingresos de los consejeros, también obligan ya a desnudar los sueldos que perciben los altos directivos. El promedio del pasado año para las compañías del Ibex es de 911.000 euros (151 millones de pesetas) para los que además de cargo ejecutivo son consejeros y de 570.000 (95 millones de pesetas) para los que no lo son. Cuantías, como se ve, muy notables y que en el caso de los grandes bancos pueden mutiplicarse por tres.
Es fácil argumentar que el valor de un ejecutivo lo da el mercado, como el de un futbolista, pero el fútbol nos ha enseñado que algunos pusieron especial interés en calentar el mercado con valores que luego no han podido sostenerse porque estaban fuera de lógica. Aún es más fácil esgrimir que las remuneraciones de consejeros y ejecutivos son aprobadas por los accionistas, ya que ahora figuran en la memoria, pero el rodillo de un consejo de administración es mucho más efectivo que el de un partido mayoritario; es una auténtica apisonadora, si se computan las escasísimas ocasiones en que la junta de accionistas de una gran empresa española ha echado atrás una decisión adoptada por el consejo. Incluso en aquellos casos, como Banesto, en que llevaban directamente a la catástrofe.
El chollo del sol y playa
Cuando una apreciación es repetida mil veces, pasa a la categoría de verdad absoluta. Cuando se trata del anuncio de un nubarrón, directamente se convierte en catástrofe. Es lo que viene ocurriendo desde comienzos del verano con el turismo en España. Cuando se conocieron los datos del primer semestre, peores de lo esperado, comenzó un rosario de lamentos in crescendo que ha llegado a extremos insólitos: el turismo de sol y playa se acaba. Hay que abandonar el barco inmediatamente y meternos en otro, aunque nadie ha dicho cuál.
Pues bien, todo esto no es producto de una caída dramática del número de turistas, ni siquiera de una caída severa. Es más, ni siquiera es producto de una caída. Toda la alarma se ha generado porque frente a una perspectiva de crecimiento de los visitantes extranjeros del 1,9% para 2004, la patronal del sector se ha visto obligada a rebajar las expectativas y dejarlas en el 1,4% de aumento.
¿A qué viene entonces tanto lamento? En primer lugar a un hecho objetivo y razonablemente preocupante: vienen más turistas, pero la rentabilidad por visitante y la ocupación están bajando, porque permanecen menos días. Los viajeros se han hecho muy volátiles, sobre todo los que llegan en las líneas aéreas de bajo costo, que aprovechan esta circunstancia para viajar mucho, pero con estancias muy breves.
Pero eso no sería suficiente motivo de alarma si la voracidad del sector turístico no hubiese ido más allá de lo razonable. Se han construido demasiados hoteles sin tener en cuenta que el galopante crecimiento de los visitantes en los cinco años anteriores no podría mantenerse indefinidamente. Lo probable es que ni siquiera puedan mantenerse las cotas alcanzadas, porque en buena parte eran clientes ajenos que han llegado a nosotros circunstancialmente, por las desgracias de nuestros competidores.
Los turistas quieren tranquilidad y el temor al terrorismo o a los conflictos étnicos les ha alejado temporalmente de Egipto, Turquía, Croacia, Túnez o Marruecos. Muchos de ellos se reorientaron hacia España, un país que ya conocían y que podía ofrecerles el mismo sol, precios baratos y seguridad. Pero a medida que se sosiegan los mercados naturales, las clientelas vuelven a repartirse. Las estadísticas son muy fáciles de interpretar: En los cinco primeros meses del año, los visitantes de Egipto crecieron un 71,1%, los de Turquía un 53,3%, los de Bulgaria un 25,3%, los de Marruecos un 20,3% y los de Túnez un 20%. En estas circunstancias, el que en España no hayan descendido no es un fracaso, sino todo un éxito.
Es cierto que no podemos dormirnos en los laureles, porque todo lo que España ofrecía, lo ofrece ya cualquier otro país mediterráneo o incluso del Caribe, y más barato. Pero que nadie piense que reconvertir un sector que ha alcanzado las dimensiones del sector turístico español es fácil. Es muy difícil y muy costoso. Incluso en el caso de conseguirlo, se tardarán muchos años en cambiar la idea prototípica que el turista extranjero tiene de España porque, como ocurre con cualquiera de nosotros, a cada país lo relacionamos con una o dos ideas, a lo sumo tres. Y de España ya tienen el cupo completo: sol, fiesta y paella. Nunca en la historia hemos sacado más rendimiento a tres palabras y probablemente nunca más se los volvamos a sacar. Quien ahora pretende denostarlas no tiene una idea exacta de hasta qué punto han contribuido a que nuestro país sea como ahora es, en bienestar económico y en liberalismo de costumbres. Por muy imaginativos que seamos, nunca encontraremos una piedra filosofal tan rentable como el haber conseguido trasmitir a millones de europeos que este es un paraíso del cachondeo y de la felicidad a bajo precio. Ojalá que podamos exprimirlo aún mucho más.