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El derecho a la duda
La futura supercentral eléctrica de Sniace está dando lugar a polémicas demasiado demagógicas. Todos queremos ayudar a Sniace, pero eso no puede impedirnos el uso del sentido común. La compañía de Torrelavega ha sobrevivido bajo condiciones excepcionales: por una parte, gracias a la tenacidad de sus directivos y de sus trabajadores y, por otra, al desprecio por el medio ambiente. Tan cierto es lo uno como lo otro. Y no porque no exista sensibilidad, sino porque la compañía no ha tenido los recursos técnicos y económicos necesarios para abordarlo. Si se preocupaba por la contaminación tenía que cerrar y para que no sucediese tal cosa, la sociedad cántabra ha hecho un ejercicio de solidaridad, aceptando unas condiciones que ya no pueden justificarse por más tiempo. Alguien dirá que, a cambio de la contaminación que ha provocado, la empresa tendrá que pagar más de 7.000 millones de pesetas en cánones, pero lo cierto es que la polución la hemos sufrido nosotros –sobre todo los habitantes de Suances y Torrelavega– y el dinero se lo llevará el Ministerio de Medio Ambiente, si es que llega a pagarse algún día.
La planta de ciclo combinado es la penúltima solución para la crisis. Hay que recordar que, antes, la empresa de Torrelavega había puesto todas sus expectativas en la cogeneración de 100 megavatios, la mayor del país. Supuestamente, iba a rendir lo suficiente para que la compañía no volviese a tener problemas económicos. Sin embargo, sólo dos años después de inaugurada, solicitaba otra planta ocho veces mayor, con el mismo fin. Aún en el caso de que esta vez sea la definitiva y realmente el negocio lo haga Sniace y no un tercero (Electrabel), hay que reconocer que los habitantes de Torrelavega bastante han tenido ya en los últimos cincuenta años, por lo que merecerían un mejor trato medioambiental.
La planta tiene una tecnología muy eficiente y al quemar gas, las emisiones al aire serán muy inferiores a las de una central de fuel o de carbón. Eso no quiere decir que no las haya. Quemar a unos pocos metros de las casas de Duález y Riaño un volumen de gas natural equivalente al que consumimos todos los vecinos de la región no va a ser gratis medioambientalmente.
Resulta sorprendente que cuando media comunidad autónoma se queda sin pobladores tanto la central que solicita Sniace, como la de Solvay o la que ahora ha pedido la irlandesa ESBI se vayan a situar en zonas densamente pobladas y mucho más, que suscite tantas reticencias el que alguien muestre algunas dudas sobre la idoneidad del emplazamiento antes de conceder las licencias, cuando la ley exige que las instalaciones insalubres, nocivas o peligrosas estén, al menos, a 2.000 metros de distancia de las zonas habitadas. Basta recordar la cantidad de sentencias dictadas por parecido motivo contra otras instalaciones industriales y canteras ya en explotación para recomendar menos apasionamiento y más sentido común. Hay que ayudar a resolver los problemas de Sniace, pero sin crear otros nuevos.
Hace diez años, en el último apuro de Nueva Montaña Quijano, la empresa y los sindicatos forzaron a las autoridades públicas a cambiar el planeamiento para posibilitar la construcción de El Corte Inglés y un buen número de viviendas. Era la forma de que la compañía obtuviese los 9.000 millones de pesetas que necesitaba para sanear sus cuentas. Sin embargo, la precipitación provocó una sentencia contraria a la recalificación del suelo que tuvo consecuencias multimillonarias para la propia compañía, para la ciudad, para la constructora que compró parte de los terrenos y para El Corte Inglés, que tuvo que esperar cuatro años más para asentarse. Por supuesto, la responsabilidad no fue de nadie. Como tampoco nadie se responsabilizará de la sentencia de derribo contra la central lechera construida en Meruelo. Hagamos las cosas bien, y a ser posible, desde el principio.

Un poco de cariño
Citibank acaba de advertir al BBVA y al Santander que tienen el aliento de La Caixa en la nuca. Si se descuidan, la entidad catalana puede crearles una seria avería en el mercado interno, en el que se han refugiado para capear el temporal iberoamericano.
No es que se trate de un descubrimiento. Cualquiera que observe las estadísticas de negocio de bancos y cajas puede percibir esta circunstancia, pero es la primera vez que los grandes santones de la economía, que siempre consideraron las cajas unas entidades financieras de segunda, reconocen que pueden resultar más exitosas que los bancos, aunque trabajen con ratios de productividad peores.
La razón es que no han sufrido los varapalos del mercado externo, donde los bancarios se han dejado algunas plumas, y demuestran tener mucho más fidelizados a los clientes. Esa pizca de cariño que los bancos hace mucho que consideraron inútil para el negocio y que ahora se ha demostrado que también da rendimientos. Casi un tercio de los clientes bancarios no tendría inconveniente alguno en cambiar de entidad, porque no se siente vinculado a la marca. Su relación es absolutamente impersonal y basta con que otro banco le ofrezca alguna mínima ventaja o tenga una oficina más cerca para cambiarse. Por el contrario, en las cajas, el porcentaje de clientela dispuesta a marcharse es muy inferior, a pesar de que en los últimos tiempos, el establecimiento de comisiones por servicios que anteriormente eran gratuitos ha empeorado este ratio.
En estas circunstancias, los bancos se ven obligados a ofrecer precios más agresivos para retener a su clientela, por lo que todos los esfuerzos internos para incrementar la productividad, incluidos el cierre de oficinas y la reducción de plantillas, no amplía los márgenes tanto como cabía imaginar.
El tiempo ha demostrado que nadie tiene el secreto absoluto del éxito, y aunque los modelos de negocio de bancos y cajas probablemente nunca podrán ser idénticos, no estaría de más una pequeña rectificación por parte de los bancos para comprender que la clientela también compra afecto.

La paradoja fiscal
Cuando Hacienda se convierte en el más político de los ministerios, se corre el riesgo de que el rigor tradicional de este departamento se convierta en una algarabía sin más normas que el congraciarse permanentemente con la opinión pública, aunque sea a costa de anuncios engañosos.
La situación hace ya algún tiempo que se había convertido en preocupante, pero ahora resulta disparatada. Todo el mundo reclama la paternidad de ser quien rebaja los impuestos y nadie quiere asumir las subidas. Rato y Montoro venden cada dos años un nuevo recorte del IRPF, sin reconocer que lo único que hacen es ajustar los tipos a la inflación, porque ellos decidieron olvidarse de deflactar las tarifas cada año, como se hacía anteriormente. Los alcaldes anuncian que “sólo” van a subir los tipos un 3%, y se apresuran a señalar que es “lo mismo que el IPC”, cuando en realidad, una subida del 3% sobre bienes que se revalorizan con la inflación, como las viviendas, lo que hace es multiplicar el efecto recaudatorio.
Otro tanto ocurre con la práctica supresión del Impuesto de Sucesiones. Nadie de los muchos que se han apuntado el éxito ha tenido a bien reconocer que para compensar los ingresos perdidos han elevado la fiscalidad sobre la vivienda y sobre las escrituras, agravando un problema ya de por sí grave, como era el de la compra de una casa.
Las “rebajas” se han publicitado una y otra vez, mientras que las subidas se han guardado debajo de la alfombra. Pero antes o después, afloran. CEOE se ha quejado amargamente de que el primer recibo de IAE de la nueva era (que ahora sólo afecta a las grandes compañías) ha aumentado entre un 40% y un 70%. Obviamente, de algún sitio tenía que salir el dinero que perdieron los ayuntamientos, porque hay que recordar que el Gobierno decidió no compensarlos por haber hecho desaparecer este impuesto para el 90% de las empresas. El argumento fue que las entidades locales aún tenían mucho margen de maniobra para sacar dinero del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (una vez más, la vivienda como víctima propiciatoria).
Pero curiosamente, cuando los ayuntamientos se han visto forzados a retocar el IBI para insuflar un poco de aire en la asfixia financiera que sufren, el Gobierno ha arremetido sin contemplaciones, incluso cuando ha sido Gallardón, destacado militante de su partido. Algo así como si quien construye una fuente en mitad del pueblo, luego impidiese beber en ella.
Poco puede asombrarnos, porque esa política se ha convertido en habitual en el terreno de los impuestos. Recordemos que algo parecido ha ocurrido con el impuesto sobre algunos hidrocarburos, el céntimo de euro que autorizó el Gobierno a las comunidades autónomas para que financiasen su sanidad y que los automovilistas pagan sin ser conscientes de si se trata de otro impuesto más o del costo real del combustible. Que se recurra a recargar la gasolina para equilibrar las cuentas sanitarias resulta una ocurrencia difícil de entender pero mucho más que el mismo Gobierno que abrió esa posibilidad criticase más tarde a las comunidades que la han utilizado y –otra vez más– a Gallardón.
Como no cabe otra explicación a estas actitudes, hay que suponer que la política fiscal del Gobierno para ayuntamientos y comunidades autónomas es una sutil prueba de entereza. El Ejecutivo establece nuevos impuestos y le pone a unos y otras el caramelo delante, pero únicamente para comprobar su fortaleza de espíritu, no para que lo coman. Sólo quienes superen la prueba sin echar mano del impuesto entrarán en el reino de los cielos.
El profesor Fuentes Quintana se verá obligado a actualizar sus manuales de hacienda, porque este sistema fiscal del PP hasta ahora era inédito.

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