Un aparcamiento a precio de oro

En septiembre de 1991, recién recuperada la presidencia, Hormaechea arrancaba la placa del palacio de Festivales que dejaba constancia de su inauguración bajo el mandato de Jaime Blanco, y declaraba que el Palacio no estaba concluido. Según él, faltaba la urbanización exterior y sólo entonces se repondría la placa, obviamente con su nombre.
El Palacio había quedado encajonado en una finca claramente insuficiente, que reforzaba la sensación de que el proyecto era inapropiado para el lugar donde se había emplazado. Y Hormaechea, ducho en expropiaciones inmediatas no lo dudó ni un momento: la solución era conseguir la finca anexa, de 8.400 metros, propiedad de los Astilleros del Atlántico, una empresa que estaba en manos de los acreedores. Una presa aparentemente muy fácil.
El presidente tasó la finca en 80 millones de pesetas (a 10.000 pesetas el metro cuadrado), de los cuales nunca llegaría a entregar más de 30, pero los representantes de la empresa no se sintieron satisfechos. Su pretensión era recibir 4.500, una cuantía que no sólo cubriría los 2.000 millones de deudas, sino que dejaba un notabilísimo saldo neto en una compañía que ya no tenía actividad.
Diez años después, los tribunales han dado la razón a los propietarios y han fijado el valor a pagar por el Gobierno regional en 4.497 millones de pesetas que, con los intereses devengados desde 1991 se convierten en casi 8.000 millones de pesetas. Dado que el Ejecutivo cántabro ha recurrido al Supremo, los intereses seguirán corriendo y la cifra a pagar por la autonomía se situará en el entorno de los 10.000 millones de pesetas si, como parece probable, el Gobierno regional vuelve a perder.

Preocupación

La cifra ha causado tanta sorpresa como preocupación, dado que es poco menos que imposible encajar una sentencia de tal magnitud en los presupuestos regionales sin acudir a un crédito extraordinario. La Consejería de Cultura había dotado una cuantía de 1.400 millones de pesetas para hacer frente a esta sentencia en la que nunca imaginó que se estimase la totalidad de la cifra reclamada por los abogados de la empresa (Marino Fernández Fontecha hasta su fallecimiento y ahora Jesús Fernández Pellón).
El Tribunal ha aceptado la tesis de los propietarios de que el solar no perdía su valor por haber sido declarado como equipamiento del Palacio, puesto que la legislación trata de repartir las cargas entre todos los propietarios de una zona, para evitar el perjuicio manifiesto de unos en beneficio de otros cuando una finca es declarada zona verde o de equipamientos. De esta forma, el TSJC estima que la valoración a efectos expropiatorios debe hacerse en función de la edificabilidad de la calle Reina Victoria, y acepta el cálculo de los reclamantes (4,2 metros por metro cuadrado) que al aplicarse las 120.132 pesetas del Valor de Repercusión de Calle que por aquellas fechas utilizaba la ponencia de valores catastrales para la zona, da como resultado los casi 4.500 millones pedidos por los recurrentes.
La cifra ha sido considerada desproporcionada por el Gobierno regional y de hecho, sus servicios jurídicos ni siquiera llegaron a discutir el procedimiento de cálculo durante la vista del recurso, más interesados en defender el criterio del Jurado Provincial de Expropiación Forzosa, que dio como buena la calificación de zona verde del Plan de Ordenación Urbana Vigente en 1991, donde el suelo sin ningún aprovechamiento se valoraba a 15.000 pesetas el metro cuadrado. Con este criterio, al día de hoy, la Administración regional hubiese tenido que pagar alrededor de 600 millones de pesetas.
La decisión del Tribunal Superior de Justicia de Cantabria de cambiar el criterio del Jurado de Expropiaciones aún podría haber tenido resultados más demoledores para las arcas regionales, dado que los recurrentes han hecho el cálculo del aprovechamiento sobre el tramo de Reina Victoria que se encuentra al este del edificio (entre los números 12 y 16), donde la edificabilidad es de 4,2 metros por metro cuadrado, y no en el tramo oeste, donde alcanza los 6,6.
Para el Gobierno regional no será fácil evitar que el Tribunal Supremo ratifique lo que puede calificarse como una auténtica catástrofe financiera, aunque tratará de valerse de dos argumentos: que las 505.000 pesetas por metro que fija la sentencia escapan al sentido común, y que sólo una mínima parte del perímetro de la finca linda con Reina Victoria, cuya edificabilidad se ha empleado para el cálculo.
Como resultado de la sentencia, el Gobierno regional tendrá que pagar por el aparcamiento casi el doble de lo que en su día le costó la construcción del Palacio de Festivales, que fue objeto de todo tipo de críticas por haberse disparado el presupuesto inicial.

Una empresa en quiebra que se hace rica

El beneficiario de esta sorprendente evolución del problema es una empresa en liquidación, que hace doce años dejó de tener actividad alguna. En 1989, Astilleros del Atlántico no podía hacerse cargo de los 2.000 millones de pesetas que adeudaba a la Seguridad Social, a Hacienda, a los trabajadores y a algunos proveedores y pedía una suspensión de pagos que sólo podía preludiar una quiebra. El único activo de la sociedad era la finca sobre la que se asentaban sus instalaciones, que no tenía utilidad inmobiliaria alguna por tener la calificación de zona verde.
Ahora, la situación se ha vuelto como un calcetín. Los casi 8.000 millones de pesetas no sólo permiten cubrir la deuda histórica de 2.000 millones que los acreedores nunca pudieron imaginar que llegarían a cobrar, sino que da lugar a un neto espectacular que convierte en objeto de deseo unas acciones que no tenían valor alguno. De hecho, los trabajadores que hace ya doce años recibieron un 20% del capital como pago de salarios atrasados, ni siquiera volvieron a las juntas generales, convencidos de que aquellos papeles no tenían ningún valor. Hoy las cosas han cambiado radicalmente, aunque ellos no acaban de creérselo y su participación se ha reducido sensiblemente como resultado de algunas ampliaciones.
La mayoría de las acciones está en manos de antiguos directivos del astillero o de sus familias, ya que varios han fallecido. Unos propietarios que ahora se replantean aprovechar la abultada cantidad de dinero excedente para iniciar una nueva actividad industrial en la región, aunque totalmente ajena a la construcción naval.
Lo cierto es que nadie quier construir castillos en el aire mientras el dinero no sea efectivo. Y el recurso al Supremo conlleva riesgos para todas las partes. Por eso, los accionistas prefieren negociar con el Gobierno regional. Según ha podido saber esta revista, aceptarían una cantidad inferior, o incluso, un sistema de compensaciones urbanísticas, algo que no resulta tan sencillo dado que aunque el Ejecutivo tiene el control de la Comisión Regional de Urbanismo, los auténticos gerentes urbanísticos son los ayuntamientos.
Los propietarios son conscientes de que en el peor de los casos, si el Supremo cambia el sentido de la sentencia del TSJ cántabro recibirán la cuantía que fijó el Jurado Provincial de Expropiaciones, unos 600 millones, con los intereses. Si, como suele suceder, la ratifica, cobrarán casi 10.000 millones a una Administración autonómica que no tiene muy claro de dónde podrá sacar semejante cantidad.

Un astillero con más de un siglo

Astilleros del Atlántico nació en 1878 como Astilleros de San Martín por iniciativa del ingeniero Eduardo López-Dóriga. A pesar de los modestos medios con que contaba, tuvo la osadía de atreverse con la construcción del primer barco español de casco metálico, que dos años después botaba con el nombre de ‘Fernández y Gutiérrez’. Los buques de acero tampoco eran habituales por entonces en otros países, como lo demuestra que hasta diez años después el Lloyd´s Register ni siquiera estableció las primeras reglas para este tipo de embarcaciones.
En 1913 los talleres metálicos Corcho, que hasta entonces estaban ubicados en la Rampa de Sotileza, se hicieron con el control de la sociedad. Corcho conseguía de esta forma una superficie más holgada donde desarrollarse y reforzaba una actividad en la que ya tenía alguna experiencia, puesto que había construido varias gabarras y había adaptado los trasatlánticos que se emplearon para el transporte de tropas a Cuba, además de reparar a la vuelta, los 34 barcos que el Marqués de Comillas puso al servicio de la Corona.
Con Corcho, el astillero se especializó en reparaciones, un negocio especialmente rentable durante la Primera Guerra Mundial y en 1928 sus instalaciones mejoraron sustancialmente con la puesta en servicio del Dique de Gamazo, una obra faraónica que se había iniciado en 1895 con un presupuesto de un millón de pesetas y que atravesó todo tipo de vicisitudes.
Sin embargo, no fue la mejor época. Tras la guerra, la flota mundial estaba claramente sobredimensionada y la larga crisis del sector enlazó en España con nuestra posguerra donde la carencia de chapa hacía prácticamente imposibles las construcciones.
En 1948 el astillero pasó a manos de la Compañía Trasatlántica, que aprovechó las instalaciones para la revisión anual de lo que quedaba de su imponente flota. En 1962 la participación de la Trasatlántica fue vendida casi en su totalidad a la sociedad belga Basse Sambre, pero el negocio naval es cíclico y en 1971 la empresa volvió a tener dificultades y presentó una suspensión de pagos. El grupo belga se vio obligado a convenir con los acreedores un alivio de la deuda y dejó el astillero en manos de un grupo cántabro encabezado por el armador Jaime Pérez-Maura, que cambió la denominación por Astilleros del Atlántico.
Un ingeniero argentino de la compañía, llamado Roberto J. Slinin se hizo cargo de la dirección y, más tarde, con el control de la empresa. Slinin aprovechó sus negocios navieros colaterales y el plan que UCD diseñó para financiar con dinero público una renovación de la flota española, y colocó el astillero en unos niveles de actividad históricos. Tanto que intentó adquirir Astander, y al no conseguirlo optó por solicitar la concesión de unos terrenos en Pontejos para hacer unas nuevas instalaciones capaces de construir barcos de 15.000 toneladas.
Los recursos judiciales de la familia García-Lomas y de Astander para impedirle sus propósitos en realidad se convirtieron en un favor, puesto que el esplendor de la construcción naval duró lo que duró el dinero público. Los barcos que salían en tropel de las gradas españolas no tenían fletes, en un momento de absoluta retracción del mercado mundial, y las construcciones se detuvieron en seco.
Los negocios de Slinin comenzaron a derrumbarse como un castillo de naipes. En 1982 intentó, sin conseguirlo, el cierre de Ascón y de Euroflot. El comité de empresa de Astilleros del Atlántico reaccionó pidiendo al Estado la incautación de su empresa, a cambio de las deudas contraídas, pero el INI tenía ya bastantes problemas con su propia División Naval. Los trabajadores no consiguieron su propósito, pero en la junta de accionistas del 25 de octubre de ese año, Slinin puso el 99% de las acciones en manos del equipo directivo del astillero y desapareció para siempre en uno de los dos aviones que estaban a su disposición. El controvertido ingeniero todavía tuvo tiempo para intentar otros negocios en Sudamérica y en los EE UU donde se quitó la vida en 1990.
Felipe Font de Querol, director del astillero, pasó a ser el nuevo presidente, pero fallece al año siguiente en accidente aéreo. La empresa aún llegó hasta 1988 con algunos pequeños encargos de pesqueros subvencionados pero finalmente se acogió a los planes de reconversión del sector, y el Estado tuvo que hacerse cargo de la plantilla. De los 203 trabajadores, la mayoría optó por una indemnización generosa a cambio de la rescisión del contrato (a partir de 7 millones de pesetas) y el Gobierno regional se comprometió a recolocar a 50 pero sólo cuatro aceptaron su oferta. No obstante, su auténtica contribución se produjo al aceptar complementar las percepciones de 21 trabajadores que no alcanzaban la edad de prejubilación. Una carga que poco después se revelaría demasiado gravosa para el Ejecutivo cántabro que, ahora, además, habrá de pagar a precio de oro la finca de la empresa quebrada.

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