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Contradictorios

Los estudios sociológicos cuando se hacen en varios países resultan reveladores de cómo somos cada uno. Y probablemente seamos los más eclécticos del Continente europeo y los más difíciles de comprender. Por ejemplo, el último macroinforme indica que somos los que menos confianza tenemos en todos los estamentos oficiales, pero también en los profesionales. No creemos en los políticos pero tampoco tenemos fe en los empresarios, en los funcionarios, en los periodistas ni en los militares. Cualquiera de estos grupos sociales tiene la menor valoración de Europa y sólo en Rusia son aún más críticos. Lo curioso es que en Rusia los religiosos están mucho mejor valorados que en España, donde también están en esta lista del descrédito, lo cual no deja de ser llamativo si se tiene en cuenta que tres generaciones de ciudadanos de aquel país se han formado en el ateísmo. Tampoco resulta fácil de entender que nosotros, tan coincidentes con los italianos en la tradición católica, tengamos opiniones tan diferentes de los religiosos –en aquel país tienen una buena valoración– o que el estamento clerical sea el más reconocido socialmente en Dinamarca y EE UU, dos países que consideramos el colmo del materialismo.
En España sólo se salvan los médicos, los maestros y los científicos, es decir aquellas profesiones que parecen estar por encima del bien y del mal, aunque luego las remuneremos bastante peor que el resto. Es otra de las paradojas, pero no la única. Por ejemplo, después de denostar a los políticos, en general, con la nota más baja de todos los países, los españoles declaramos tener más confianza en el Gobierno que el resto de los vecinos de Continente, lo cual no deja de resultar contradictorio.
Todo ello revela un notable desconcierto de una sociedad que no ha acabado por reajustar sus valores, después de tres décadas de cambios tan radicales que la España de hoy resultaría imposible de imaginar para cualquier español de mediados de los 60. Cada estamento ha tenido su protagonismo en este tiempo y cada uno de ellos su ocaso. Pasó con los políticos al comienzo de la transición, más tarde con los periodistas y luego con los empresarios rutilantes del pelotazo. La sociedad española ha consumido referentes al mismo ritmo que consumía personajes del corazón o formatos televisivos. A estas alturas, sólo le quedan las ONGs, los científicos y el concepto de Europa, una bandera que esgrimimos con más entusiasmo que nadie.
Pero quien sabe si todo esto es sólo una parte de la verdad, basada en el hecho de que parece más inteligente mostrarse escéptico; decir que los periodistas mienten y, sin embargo, creerse a pies juntillas todo lo que escriben; mostrarse hastiados de los políticos, pero acudir a votar en masa; denostar a los funcionarios al tiempo que aspiramos a convertirnos en uno de ellos y dirimir más pleitos que nadie, después de asegurar que no creemos en la justicia. Lo importante es que seguimos teniendo un buen concepto de nosotros mismos.

Anomalías políticas

Si los trucos de la política tuviesen la utilidad que se les supone, es probable que siempre gobernasen los mismos. Pero la realidad es otra. Lo ha comprobado Berlusconi, que además de sus muchos chanchullos para librarse de procesamientos y de tener que dar explicaciones por vulnerar la libre competencia televisiva, hizo una ley electoral a su medida para impedir que la izquierda pudiese llegar al poder. La estrategia era primar a quien sacase un voto más que su rival con un plus de varios escaños y dar participación a los italianos que se encuentran fuera del país. Ahora se ha sabido que, de haber mantenido la vieja ley electoral, él hubiera ganado las elecciones, porque los italianos que viven fuera, quizá por no sufrir los efectos de su monopolio televisivo, demostraron que le tienen mucho menos aprecio que los del interior y votaron mayoritariamente en su contra.
Las maniobras electorales para llevar los escaños al redil de quien gobierna tienen una vieja tradición. La sociología conoce como gerrimanderismo el diseño de los distritos electorales con el único criterio de promover la victoria de un candidato concreto. Eso es relativamente fácil en los países anglosajones donde se elige un solo representante por distrito, de forma que quien obtiene un solo voto más que su rival se lleva el escaño y el perdedor, la nada. El torticero gobernador de Massachussets Gerry se especializó en diseñar distritos extraordinariamente retorcidos para conseguir que su partido se llevase siempre el parlamentario en liza.
En España esa práctica sería imposible, porque el distrito es la provincia y en ese ámbito se eligen siempre varios diputados y senadores, que se reparten en proporción a los votos recibidos, aunque haya una pequeña corrección en favor de las fuerzas más votadas. Pero eso no impide sobrerrepresentar a las pequeñas provincias, de forma que un diputado por Cuenca o Soria puede resultar bastante más barato en votos que por Barcelona, por ejemplo, con lo que hay una cierta desproporción en favor de la España menos poblada y tradicional. Por otra parte, concentrar los votos en un solo distrito resulta mucho más rentable que obtenerlos dispersos, de forma que IU, por ejemplo, necesitará muchos más votos para conseguir un escaño que un partido nacionalista.
Cualquier mecánica electoral es perfeccionable, pero la italiana ha demostrado que puede crear un serio problema de gobernabilidad si cada cámara tiene una mayoría distinta. El sistema también ha puesto de relieve que un personaje populista –y aquí hemos sufrido varios ejemplos– puede tener un tirón extraordinario, incluso en el caso de que todo el mundo sea consciente de sus corruptelas. Ni siquiera la mala evolución de la economía italiana –que ha crecido en todo el periodo Berlusconi lo que España en un año– ha hecho mella en su tirón popular, que a punto ha estado de volver a llevarle a la presidencia. Como se ve, las anomalías del sistema democrático no se producen solo en Marbella, ni los electores son del todo ajenos a ellas.

Sniace, sin esperas

La Confederación Hidrográfica ha puesto a Sniace entre la espada y la pared. No es la primera vez, porque las reclamaciones de varios cánones de saneamiento de los años 90 ya suponen una losa muy pesada que la compañía sobrelleva gracias a los aplazamientos que propician los recursos. Esta vez, la Confederación ni siquiera está dispuesta a seguir aceptando dinero a cambio del derecho a contaminar; quiere resultados en la depuración de las aguas, después de varios ultimátums y cuatro prórrogas. Y eso es fácilmente entendible, por muy de parte de la empresa que todos nos pongamos, porque el problema de los vertidos se ha cronificado, algo que ni es bueno para Sniace (que ha de pagar cada año un canon de más de 500 millones de pesetas por contaminar); ni es bueno para la población de la cuenca del Besaya, que soporta una carga orgánica contaminante equivalente a la que generaría una población de 540.000 habitantes; ni es buena para la economía en general, ya que perjudica severamente a otras actividades, como la hostelera.
Es cierto que, en estos años, Sniace bastante ha tenido con sobrevivir y buscar nuevos negocios para sustituir los que estaban ya agotados. Y lo urgente muchas veces impide afrontar lo imprescindible, como era la reducción de las emisiones de acuerdo con el plan al que se había comprometido. Han sido años de agobios y de estrés pero, en la última ampliación de capital, la compañía ha demostrado tener la confianza de los mercados al recabar el dinero necesario para poner en marcha los proyectos de diversificación. Por eso, ha llegado el momento de abordar sin más dilación el problema medioambiental que, además, resulta imprescindible para dar credibilidad al proyecto inmobiliario que ha presentado para los terrenos que posee junto a la fábrica. Las plusvalías que va a generar la recalificación son muy importantes y no cabría entender que no conllevasen, al menos, la contrapartida de una reducción de la carga contaminante por parte de la factoría.
Si lo que sigue impidiendo afrontar el plan de regularización de vertidos es la situación de tesorería de la empresa, la Administración regional podría anticipar la inversión con una fórmula no muy distinta a la que la CEP ha empleado para sacar al Racing del atolladero financiero en que se encontraba. Sniace no tendría que pagarle anualmente a la CEP más de lo que ahora paga por el canon por contaminar. Y nadie puede poner en duda que garantizar la continuidad de la empresa y resolver de una vez el problema de la contaminación que genera es una actuación con tanto interés social como salvar al Racing.
La nueva Sniace tiene que ser una empresa distinta a lo que hemos conocido hasta ahora o no será nada, por muchos parches calientes que nos empeñemos en ponerla. Ya ni siquiera basta con apelar a la solidaridad o a la paciencia de quienes sufren el problema, entre otras cosas, porque la mejoría económica general ha provocado que la opinión pública de Torrelavega se haya distanciado mucho de los aconteceres de la fábrica, de la que ahora se siente mucho menos dependiente que hace diez años. Son muchas las razones para afrontar el problema de una vez.

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