Administraciones ricas y administraciones pobres

Cuando Hormaechea saltó a la política regional no se sentía excesivamente cómodo. Pronto comprobó que en el Ayuntamiento de Santander tenía un margen de maniobra que en la Diputación parecía imposible. Un alcalde dispone de un gran poder ejecutivo y algunas de sus decisiones pueden modificar la vida ciudadana, algo que no resulta tan fácil ni inmediato desde la presidencia regional. Hormaechea consiguió encontrar vericuetos para disponer en la Diputación de la misma capacidad decisoria que tenía en el Ayuntamiento, pero resultaron ser poco legales y le depararon varias condenas.
Entonces cabía la duda de quién tenía más poder, si el alcalde de la capital o el presidente de la autonomía. Ahora ya no hay cuestión. La diferencia está en el presupuesto. Si en aquellos momentos la proporción era de aproximadamente dos a uno (25.500 millones de pesetas frente a 12.500) hoy hay una diferencia de trece a uno en favor del Gobierno regional.
Es cierto que entre medio se ha producido la transferencia de la sanidad, de la educación y del antiguo Inserso, pero incluso restando su aportación presupuestaria se observa que la disponibilidad del Gobierno autonómico ha crecido mucho más deprisa, sobre todo en el último decenio. En cambio, desde el 2000, el presupuesto santanderino ha entrado en una fase absolutamente plana. Año tras año permanece estancado en los 200 millones de euros, salvo un pequeño repunte en 2006, como consecuencia de la privatización del Servicio de Aguas, que sirvió para financiar la aportación del municipio al Parque de las Llamas. De hecho, la disponibilidad para el actual ejercicio no llega a los 190 millones.
Si se aplica el efecto de la inflación a lo largo de este periodo se podría constatar que el municipio se tiene que defender con apenas la mitad del presupuesto real que tenía en el año 2000, algo que resulta muy complicado cuando la mayor parte del gasto se emplea en el pago del personal y en la Administración no hay despidos ni regulaciones de empleo.

Un problema crónico

Todos los ayuntamientos tienen problemas financieros, pero los del Ayuntamiento santanderino no son de esta legislatura ni de la anterior. Son crónicos. En realidad, empezaron en el mismo momento en que se constituyeron los ayuntamientos democráticos. La política de gasto del primer alcalde electo, Juan Hormaechea, dio lugar a una situación de bancarrota que resolvió la fortuna, dado que circunstancias parecidas afectaban a las dos grandes capitales españolas, Madrid y Barcelona, penalizadas por las fuertes inversiones que necesita la ampliación del Metro, y el Ministerio de Hacienda acabó por acudir en socorro de los municipios.
La llegada de Manuel Huerta a la alcaldía en 1987 parecía que iba a restablecer el equilibrio pero la expectativa se disipó en su segundo mandato, cuando el Ayuntamiento contrató dos obras que se dispararon de precio: la rehabilitación del Palacio de La Magdalena y el Túnel de la calle Burgos. La Magdalena empezó con un presupuesto de mil millones de pesetas y acabó costando 5.500. La primera referencia en prensa de los dos túneles que contrató Huerta mencionaba que podrían costar 200 millones de pesetas. El precio real de contratación probablemente superó los 2.000 millones, porque la propia constructora financió la obra por el método alemán, y el Ayuntamiento pagó durante largos años una carga de intereses muy gravosa.
Gonzalo Piñeiro, aunque había sido concejal, probablemente no tenía una constancia de cuál era el estado real de las cuentas y pronto pudo constatarlo. Aunque dispuso de tres legislaturas como alcalde, en las tres estuvo pagando las obras de sus predecesores, que le dejaron un regalo envenenado. Para colmo, unos 5.000 millones de pesetas que a su llegada aparecían en la contabilidad municipal como derechos de cobro (muchos de ellos por licencias de obras) nunca pudieron ejecutarse, porque alguien había dejado transcurrir los plazos legales para reclamarlas.
A Iñigo de la Serna le ha ocurrido algo muy parecido. Se ha visto obligado a lidiar con una situación de absoluta precariedad y sin la posibilidad que tuvo su predecesor de privatizar algo realmente jugoso, dado que el único servicio rentable –y, por tanto, interesante para la iniciativa privada– era el de Aguas.
Las disputas para que el Estado asfalte el solar de la antigua Prisión Provincial, una obra de sólo 200.000 euros, o la intención de pedir la declaración de zona catastrófica para el Sardinero por los daños que causó el temporal de noviembre (apenas 400.000 euros) dan una buena idea del estado real de las arcas municipales. En un año electoral como este, De la Serna va a contar con unos modestísimos 21 millones de euros para inversiones, menos de la mitad de los 53,8 millones que tenía el Ayuntamiento en el año 2000, hace más de una década, a pesar de todo lo llovido desde entonces y de que el efecto de la inflación hace aún más insignificante la cifra.

La brecha se agiganta

Para los sucesivos presidentes del Gobierno las cosas han sido muy distintas. A excepción de la legislatura negra de 1991 a 1995, que transcurrió sin dinero ni actividad, el volumen de gasto ha sido siempre creciente y, en algunos casos, acelerado. Desde la asunción de la sanidad en 2002, la última transferencia, el presupuesto ha crecido un 50%, mientras que el de la capital apenas lo ha hecho un 4%. La brecha entre uno y otro se agiganta aún más si se añade la financiación extrapresupuestaria, que el Gobierno regional ha usado profusamente en el último quinquenio, a través de su entramado de empresas.
Como resultado de esta distinta evolución en las dos instituciones, la trascendencia económica del Gobierno se ha agigantado y la del Ayuntamiento se reducido. A día de hoy, el Presupuesto del Ayuntamiento de Santander no es muy superior al de la Consejería de Medio Ambiente y su capacidad de inversión (su auténtico margen de maniobra) ni siquiera alcanza al que tienen algunas dirección generales de la autonomía, aunque eso no significa que su trascendencia política sea equiparable. De hecho, el Ayuntamiento de la capital sigue siendo una plataforma política de primer orden.

Ingresos raquíticos

Las limitaciones al endeudamiento que han marcado la trayectoria del Ayuntamiento de Santander pueden justificar este crecimiento raquítico de sus presupuestos pero no ha propiciado un ahorro real con el que reducir sustancialmente la deuda que, después de década y media de sacrificios, sigue siendo una de las más elevadas del país. Una evidencia de que el problema hace tiempo que dejó de ser el resultado de una política alocada de gasto y se encuentra en la insuficiencia de los ingresos.
Una precariedad que, además, ha de ser ocultada, como la de los viejos hidalgos. Año tras año y alcalde tras alcalde se han presentado unos presupuestos de ingresos absolutamente irreales, en los que se han incluido deudas incobrables, enajenaciones imposibles o ingresos de otras administraciones sin confirmar con el único fin de maquillar el ratio de endeudamiento o simular un crecimiento de las partidas disponibles para el gasto. Vana ilusión.

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