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Nuevo santo

El miércoles 7 de abril, los trabajadores de la sanidad cántabra que no son funcionarios hicieron fiesta. Una fiesta que no tiene nombre, pero que podría pasar al calendaria laboral como Fiesta Charo Quintana, puesto que fue una concesión graciosa de la anterior consejera de sanidad y Quintana no tiene por qué ser menos que el ex ministro Moscoso, cuyo nombre ha quedado vinculado para siempre a unas fechas de libre disposición.
La gracia concedida por la ex consejera parece modesta dentro del calendario laboral anual, pero no lo es tanto a la vista de los resultados. Rosario Quintana, extraordinariamente concienzuda para otras cosas, no fue consciente de que su concesión no iba a granjearle ningún agradecimiento por parte de trabajadores y sindicatos que, por el contrario, fueron más beligerantes con ella que con ningún otro consejero.
El día de regalo de alguna forma venía a igualar a los trabajadores estatutarios (los que proceden del Insalud) con los funcionarios que ya tenían su Santa Rita, una santa predestinada por el latiguillo a convertirse en conquista inamovible, pero la consejera se dejó llevar por su vena de sindicalista y no calculó suficientemente que en la sanidad la interrupción del servicio es mucho más problemática que en los organismos burocráticos donde nunca ha causado males mayores y menos aún desde que los ciudadanos apenas tienen que acudir a las ventanillas.
Era problemático –porque la carga de trabajo de un médico se desplaza al día siguiente– y había que contar, además, con la picaresca. Cuando se accedió a que los sindicatos pudiesen establecer la fecha de este festivo variable estaba claro que el problema se complicaría mucho más. Como no podía ser menos, la fecha escogida ha acabado por ser la más propicia, pero no para el sistema sanitario, sino para el personal que quiere cogerse unas vacaciones sin consumirlas. Con la excusa del Día Mundial de la Sanidad (veremos si el año que viene se opta por este mismo), los sindicatos eligieron el 7 de abril, un martes que curiosamente hacía puente por la izquierda y por la derecha, gracias a que el Jueves Santo también es festivo en Cantabria desde hace años. De esta forma, con la ayuda de dos moscosos, la plantilla de la sanidad pública cántabra podía ausentarse desde el viernes 3 hasta el lunes 13. Y así hubiese sido de no haber reaccionado la jerarquía a lo que amenazaba con resultar un golazo por la escuadra, poniendo coto al uso del comodín de los moscosos para esos días.
El colapso asistencial ya es lo bastante grave como para que el Servicio Cántabro de Salud pueda quedar casi inactivo durante diez días en los que, obviamente, la ciudadanía sigue poniéndose enferma y requiriendo las mismas urgencias. Esas conquistas sociales a las que el Gobierno cántabro ha cedido con tanta facilidad ya salen bastante caras de por sí como para que además creen una grave perturbación del servicio, porque más social que conceder un día libre porque sí es atender con diligencia a la ciudadanía que se pone enferma.

Sobra dinero, falta confianza

Durante muchos años no se hicieron en Cantabria viviendas de VPO y no parecía importarle a nadie. Los promotores sólo tenían ojos para la vivienda libre donde se ganaba mucho más con el mismo esfuerzo. El Gobierno debía suplir este desajuste del mercado, pero miraba para otro lado, a la vista de que la Administración pública cuando se mete a promotora pierde mucho dinero y gana aún más problemas. Ahora, en cambio, cuando ha llegado la tan anhelada VPO nos hemos quedado sin compradores. Las listas de solicitantes están llenas, pero los sorteos se quedan sin adjudicatarios, porque los agraciados en esta tómbola del ladrillo y a la hora de pagar no encuentran financiación. El Gobierno presiona a los bancos para conseguirlo y puede que estos acaben por ceder porque será la única forma de vender hipotecas ahora que las clases instaladas ya no tienen ninguna prisa por cambiar de casa ni por acumular más propiedades inmobiliarias en la costa, en el campo o junto a una estación de esquí. Sólo quieren una casa los que realmente la necesitan y éstos se sienten como los sufridos ciudadanos del franquismo, que cuando por fin llegaban a la ventanilla correspondiente, tras varias colas, eran rechazados porque les faltaba una póliza.
Habrá pocas experiencias más desoladoras que la de quienes no encuentran un banco que les conceda la hipoteca después de haber conseguido en un sorteo muy incierto un piso nuevo y de calidad muy aceptable al único precio que pueden pagar. Pero hay esperanzas para estos afortunados-desafortunados, porque en realidad, esta crisis no es de liquidez, como piensa la mayoría, sino que, por el contrario, es la resaca de un gigantesco empacho de liquidez.
Como cualquier otro bien, el precio del dinero está determinado por su abundancia o por su escasez. Si hay mucho dinero en el mercado, el precio se abarata y cuando hay poco, se encarece. Esta lógica ha desaparecido ahora, cuando supuestamente hay muy poco dinero pero es más barato de nunca. O las autoridades monetarias han perdido los papeles o el sistema se ha descontrolado solo. Alguno de tantos teóricos como hay por el mundo debiera buscarle alguna explicación, pero cabe plantearse si en realidad hay escasez de dinero o se trata de un mito más. De hecho, la mayoría de los gobiernos están insuflando recursos al sistema financiero en cantidades ingentes y, por tanto, no parece que el motivo de que no se hagan más operaciones sea la carencia sino la desconfianza.
Como no es un secreto para nadie que durante años se concedió mucho más crédito del razonable y las empresas y familias gastaron mucho más de lo que correspondía a su capacidad real de consumo, se ha producido la reacción del gato escaldado y vamos camino del extremo contrario. Pero, antes o después, los bancos tendrán que soltar el dinero, porque sin préstamos no hay negocio. Eso sí, ya no lo harán a medio punto o un punto por encima del euribor. Ahora cobrarán también el diferencial del miedo.

Pagar las autopistas dos veces

Es curioso que los mismos medios de comunicación que tan beligerantes se han mostrado frente al pago de una ‘deuda histórica’ a Cataluña o al ya realizado a Andalucía, reclamen ahora que el Ministerio de Fomento se haga cargo de las deudas que acumulan las concesionarias de autopistas, que están en la ruina. Según algunos cálculos, deben 2.000 millones de euros y según otros 3.000. Es decir, bastante más de lo que reclaman las autonomías.
Fomento tampoco tiene muchas alternativas y probablemente va a pagar gran parte de estas cantidades para evitar la desaparición unas empresas que, no lo olvidemos, suelen ser filiales de las grandes constructoras. Si eso ocurre, por segunda vez en la historia reciente de España acabaremos pagando las carreteras privadas dos veces. La primera, a través de los peajes que se están aplicando a los usuarios y la segunda por la vía del rescate con dinero público, algo que ya ocurrió al final del franquismo cuando los concesionarios de las primeras autopistas del país se arruinaron al devaluarse la peseta frente al dólar. Las carreteras privadas españolas se habían construido gracias a los créditos que estos adjudicatarios pidieron en dólares en los mercados internacionales, para beneficiarse de la valoración artificialmente alta que tenía la peseta por entonces, pero decidieron ahorrarse los seguros frente al riesgo de cambio y cuando la peseta bajó no pudieron devolver los créditos. Las arcas del Estado acabaron –cómo no– por asumir el problema y eso dejó maniatada a UCD durante todo su mandato, hasta el punto que no pudo afrontar ninguna obra de relieve.
Las circunstancias han sido ahora distintas, pero los resultados pueden ser parecidos. Unas sentencias de Tribunal Supremo han multiplicado el precio al que se hicieron las expropiaciones en las autopistas radiales de Madrid y las empresas adjudicatarias exigen que el sobreprecio lo pague el Ministerio de Fomento. Pero el auténtico problema no es ese, sino el desastroso resultado de explotación. Ninguna de las radiales, ni tampoco la autopista de pago que construyó OHL hasta el aeropuerto de Barajas tienen la clientela esperada, ni mucho menos. Por qué los madrileños prefieren las carreteras saturadas a pagar pequeñas cantidades por evitar los atascos es algo que habrá que estudiar mejor, porque quienes realizaron los análisis previos de demanda obviamente se equivocaron. Y la auténtica cuestión es si hay que compensar a una empresa por no obtener el rendimiento esperado. En teoría, en un mercado libre, no, porque la empresa tampoco hubiese repartido sus beneficios con el Estado en caso de que hubiesen superado sus expectativas.
Hay otros concesionarios que no dudan en utilizar explícitamente este argumento de pérdida de negocio para reclamar compensaciones multimillonarias. Son los titulares de la Autopista de Levante y de la que une Madrid con Toledo, que han padecido la huida de buena parte de su clientela al construir el Estado tramos de autovía coincidentes. Según ellos, entre las condiciones de adjudicación de las autopistas en ningún momento se explicitó que, con los años, la Administración pudiera llegar a hacer nuevas carreteras gratuitas que menoscabasen su negocio. Pero es obvio –lo digan los pliegos del concurso o no– que el Estado no puede dejar de actuar en aquellas zonas donde una vez se construyó una autopista privada, porque resultaría doblemente injusto para ese territorio, cuya red de carreteras no mejoraría durante décadas, cuando en todos los demás se ha trazado una trama cada vez más tupida, y, para más enfado, sería sólo de pago.

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