VALDECILLA: Los infinitos problemas de una obra eterna

Las polémicas nunca han sido ajenas a un centro tan vivo como el Hospital Valdecilla pero en 1999, cuando se desmoronó un enorme lienzo de fachada sobre el edificio que enlazaba los dos grandes bloques del viejo Valdecilla la disponibilidad de espacio no formaba parte de los debates habituales. El hospital se había quedado viejo, por la insuficiencia de inversiones y mantenimiento durante un largo periodo, que se notaba en los desajustes de las ventanas, las vetustas camillas y los desportillados que estas habían provocado en los marcos de las puertas después de muchos años de uso, pero la situación era casi lujosa en comparación con la fiel y modestísima Residencia Cantabria, de la que se echaba mano una y otra vez y que sobrevivía como un auténtico collage de remiendos. Valdecilla tenía entonces 85.000 metros cuadrados de superficie construida, y aparentemente cabía todo. Década y media de obras después, tiene 180.000 metros y no caben algunas cosas, como Oftalmología.
Si la construcción de un edificio de ejecución relativamente sencilla, como es el Centro Botín, se puede envenenar por la falta de concreciones del proyecto entregado por Renzo Piano, la de un hospital nueve veces más grande y con muchas más complejidades es más comprensible que se salga de los raíles.

El primer error, el emplazamiento

Cuando cayó el muro de la torre de Traumatología, el ministro de Sanidad, José Manuel Romay Becaría, acudió de inmediato a Santander, y prácticamente dio el banderazo de salida a las obras de reconstrucción, la llamada Fase Cero. Es aceptable que, por precipitadas, resultaran un poco caóticas, ya que se trataba de restablecer lo antes posible la vida ordinaria del Hospital. Pero a partir de ahí empezaron a llegar otras fases, supuestamente más estudiadas y coordinadas (tres, según algunos, cuatro según otros), en las que nunca hubo un proyecto completo ni una dirección política capaz de pedir explicaciones a los técnicos, lo que a la postre ha dado como resultado un edificio mucho más caro de lo previsto, más grande y, en opinión de algunos sanitarios, menos satisfactorio de lo que debería.
El primer error fue el emplazamiento. La sociedad santanderina, liderada por los medios de comunicación con más predicamento, exigió que el nuevo hospital se reconstruyese sobre el existente, lo que supuestamente resultaría más barato, mantendría con más fidelidad el espíritu de la vieja Casa de Salud, y honraba la memoria de los fallecidos en el accidente. A esa tesis se apuntaron los sanitarios, los sindicatos y las fuerzas sociales, en general. Sólo el ingeniero Juan José Arenas insistió en que no representaba ninguna ventaja operativa salvar la estructura de hormigón del Edificio de Traumatología, lo único que se iba a respetar, y que acabó por resultar un regalo envenenado, porque la aparición de un enorme agujero en el subsuelo obligó a gastar en cimentación mucho más de lo que hubiese costado esa estructura.
Supuestamente, el nuevo hospital iba a costar 206 millones de euros y debía concluirse en 2007, con posibilidades de adelantarlo a 2006, pero la obra no empezó bien y pronto resultó evidente que los cálculos iniciales de costes se iban a quedar cortos. El Gobierno de Cantabria, en cualquier caso, no parecía muy preocupado, porque tenía un compromiso del Gobierno de José María Aznar para hacerse cargo de los gastos, a través de un concierto de inminente firma. Aún hoy, tres gobiernos y muchos años después, sigue sin firmarse.
El gasto evolucionó tan deprisa que los 206 acabaron por convertirse en 420 millones de euros, más del doble, una cuantía que nadie podía imaginar por entonces y que aún hoy parece difícil de justificar porque el nuevo Hospital La Fe, de Valencia, que se ha construido lejos del emplazamiento del original en solo seis años ha costado 293 millones y tiene 260.000 metros cuadrados de superficie construida –80.000 más que Valdecilla–, con mil habitaciones individuales.
Si los estudios técnicos de los suelos estaban bien hechos o no podría dar lugar a un debate interminable, pero lo cierto es que el mismo problema que se planteó con el asentamiento de lo que ahora es el Edificio 2 de Noviembre, se volvió a plantear, corregido y aumentado, con los cimientos del edificio de hospitalización, que popularmente se ha dado en llamar las Tres Torres. Las oquedades kársticas de ese suelo devoraron hormigón y pilotes suficientes como para construir un estadio hasta que por fin pudo conseguirse una base sólida sobre la que construir, un problema que casi con seguridad también se encontraron quienes tres décadas antes habían levantado el edificio precedente, en forma de aspa.
En los dieciséis años que han mediado desde el comienzo de la Fase Cero a la conclusión del hospital, el pasado mes de junio, se sucedieron varios arquitectos, otra de las circunstancias que han creado situaciones desconcertantes, como las disparatadas conexiones entre los edificios de las distintas fases.
Dado que en realidad Valdecilla siempre ha estado en obras, el derrumbe del muro en 1999 coincidió con la finalización del pabellón acristalado (el 21) que se encuentra en el sureste de la finca, un encargo que se demoró extraordinariamente por un problema económico de la adjudicataria. Eso permitió recurrir para la primeras actuaciones al mismo equipo del arquitecto Fernández Inglada que ya estaba a pie de obra. Se trataba, además, de un auténtico experto en arquitectura hospitalaria, porque es el padre de buena parte de los que componían el Sistema Nacional de Salud antes de la descentralización.
Básicamente, se trataba de volver a dar funcionalidad al edificio siniestrado, aunque totalmente replanteado. Un proyecto que empezó cojeando por los cimientos y que no pudo tener uso hasta la construcción de un anexo extraño, denominado pomposamente por los técnicos como ‘la Torre de Comunicaciones’, que en realidad eran los ascensores y las escaleras, sin los cuales el resto del edificio era, obviamente, inútil. Unas comunicaciones complejas, porque la diferencia de cota entre el terreno anterior y el posterior hacen que quien acceda por el Sur se encuentre en la planta –3 y quien entre por el Norte en la Baja. La confusión se acrecienta por la existencia de varios sótanos y especialmente para visitante ocasional, que no sabe muy bien a qué botón debe dar para salir.
Por qué en la Fase I (Gobierno PP) no se construyeron las escaleras y ascensores al mismo tiempo que el edificio es un asunto que nunca se aclaró y que retrasó sensiblemente su utilización, lo que obligó a retener a los pacientes mucho más tiempo del previsto en la Residencia Cantabria, a donde fueron desplazados.

‘Salvar los pabellones’

La Fase II, ya durante el Gobierno del PRC y PSOE) empezaba con los desajustes provocados por los sobrecostes de la primera y con el personal ya incómodo por lo que empezaban a demorarse las obras. Aparentemente resultaría más sencilla, pero la realidad fue parecida o peor. Para afrontarla hubo que derribar el búnker que se había construido recientemente para el acelerador lineal, además del importante entramado de servicios básicos y comunicaciones internas que había por debajo de los pabellones.
La intención era hacer el enorme complejo subterráneo sin tocar los pabellones, que estaban ocupados por enfermos, pero la realidad fue muy distinta. A poco de empezar se comprobó que los pabellones se derrumbaban como castillos de arena, por lo que se tomó la decisión drástica de derribarlos. Al fin y al cabo, su utilidad era pequeña en el esquema final del Hospital, y menor aún la superficie que aportaban.
Después de derribados se produjo una polémica política alentada por quienes consideraban que los pabellones eran una referencia histórica y representaban lo poco que quedaba de la Casa de Salud. El entonces alcalde de Santander, Gonzalo Piñeiro, amparó esta corriente de opinión y consiguió que los redactores del proyecto incluyesen la reconstrucción de los pabellones derribados. Así se hizo, lo que supuso un gasto añadido. Lo peor es que la utilidad de los pabellones en el nuevo esquema del Hospital es muy discutible.
A pesar de que en 2005 la entonces diputada popular Sáenz de Buruaga acusaba al PSOE y PRC de estar dilapidando “la herencia de lujo” que les había dejado el PP en Valdecilla, con un presupuesto de 206 millones, lo cierto es que el propio PP dejó consumidos buena parte de ellos y seguían surgiendo gastos de procesos previos, Todavía en ese momento hubo que aprobar 4,7 millones para resolver “problemas técnicos en el desarrollo del plan director de la Fase I, que llevaba dos años inaugurada. Otro tanto ocurriría, a los pocos meses con la Fase III, en la que nada más comenzar hubo que consignar otros cinco millones para obras complementarias, entre ellas el desvío de un colector que atraviesa la finca del Hospital de Norte a Sur y del que nadie se había acordado.
No fue fácil convivir con las obras de la Fase II, que extendieron los espacios construidos hasta el extremo sur de la finca, mucho más de lo que inicialmente parecía necesario, con la edificación de un nuevo bloque de consultas (Valdecilla Sur), una plaza y un aparcamiento subterráneo.
Lo que ya había ocurrido con la Torre de Comunicaciones volvió a suceder en la fase II: En la monumentalidad de la obra, no se había tenido en cuenta la racionalidad de los enlaces. De hecho, una importante diferencia de cota impedía el paso de vehículos de la zona Sur hacia la Norte, por no hablar del laberinto de pasillos que ha de superar quien deje aparcado el coche en ese subterráneo y quiera acceder al Edificio 2 de Noviembre o al más reciente de las Tres Torres.
La comprobación de esas deficiencias obligó a una contrata no prevista, con un gasto de doce millones de euros, a través de la cual el arquitecto Luis Castillo trató de mejorar un poco la racionalidad de esas conexiones y la plaza que limita la finca por el Sur con La Marga.
Eso no impidió que con la última fase, la III, volviesen a suscitarse unos problemas parecidos. El Hospital nunca tuvo un proyecto completo bien definido, se fue haciendo a trozos, y su sistema de conexiones acabó por resultar improvisado e irracional. Tanto que para atravesar el centro de Norte a Sur hay que ser un avezado conocedor de los atajos para no dar una enorme vuelta. Más desconcertante aún es que, después de haberse detectado tantos problemas, el aparcamiento subterráneo del norte (que estuvo cerrado durante años y que ha sido recrecido) no tenga un acceso directo al edificio hospitalario, como tenía el anterior a la galería comercial. Los usuarios del parking se ven obligados a salir en mitad de la plaza para dirigirse por el exterior a la puerta del Hospital.
La Fase III resultó la más polémica. Desde el desalojo del antiguo centro comercial (que ha de ser recolocado en el nuevo edificio, aunque tampoco los diseñadores han decidido dónde) hasta el colapso financiero cuando la UTE adjudicataria no se conformó con las dos modificaciones aprobadas sobre el precio inicial y reclamó mucho más por los sobrecostes surgidos.

Entrega a la iniciativa privada

A pesar de que en la tercera fase volvía a estar, junto con Eduardo Herráez y Juan José Arévalo el arquitecto Fernández Inglada, que para esas alturas ya debía ser un buen conocedor de los suelos de Valdecilla, la construcción volvió a ser un rosario de incidencias, empezando por otro atascamiento más en los cimientos. Era el año 2005 y el nuevo edificio de hospitalización iba a tener 616 camas (se pensaba en habitaciones dobles), frente a las 400 del anterior, y se iba a construir en 36 meses. Pero el presupuesto se coló por el enorme agujero que surgió debajo.
A partir de ese gran parón inicial, el Gobierno PRC-PSOE empujó para que la obra pudiese estar concluida para las elecciones regionales de mayo de 2011 y no dejó de meter dinero (incluso declaró las obras de emergencia), anticipando una liquidez que nunca estuvo claro si algún día recuperaría. Con la primera fase, la entonces ministra de Sanidad del PP, Celia Villalobos, aseguró al Gabinete de Martínez Sieso que el Estado financiaría las obras de las dos primeras fases, sin referirse a la tercera. Tampoco lo hizo otra ministra de Sanidad del PP, Celia Villalobos. Con el cambio de gobierno en Cantabria y Madrid, hubo al menos dos ocasiones en que se dio por seguro que la ministra socialistas Salgado firmaría el convenio para financiar las tres fases y el exceso de gasto que había anticipado el Gobierno de Cantabria. Pero esa firma nunca se produjo.
Al llegar Ignacio Diego al Gobierno de Cantabria le envió una carta muy dura al presidente Zapatero exigiéndole esos pagos y otros más de una supuesta deuda histórica (casi 600 millones de euros, en total) pero solo unos meses después Zapatero fue sustituido por Rajoy, y el PP cántabro no volvió a mencionar el asunto.
Diego sí se mostró más duro con las constructoras que estaban ejecutando la Fase III. Cuando se plantaron pidiendo más dinero, directamente anuló la contrata, lo que provocó un enorme enfado de Ascan y el resto de adjudicatarias, pero el Consejo de Estado acabó por darle la razón a la comunidad autónoma y rechazó las importantes cantidades que pedían las empresas.
Las obras se pararon entonces y no con el Gobierno anterior como le gusta repetir al PP, si bien es cierto que desde hacía meses apenas trabajaban medio centenar de operarios y apenas avanzaba. Transcurriría más de un año hasta que se reanudó la construcción y esta vez bajo un modelo absolutamente distinto.
Después de una convocatoria para aprovechar el nuevo modelo de contratos de colaboración público privada que introdujo Zapatero, salía a concurso la mayor licitación de la historia de Cantabria (unos 760 millones de euros en 20 años) y sorprendentemente solo un consorcio demostró solvencia para llegar hasta el final, la UTE formada por Ferrovial y la cántabra SIEC.
El edificio dejaba de ser público. Los nuevos adjudicatarios se comprometían a financiar los 101 millones de euros que quedaban de obra y el equipamiento, a cambio de lo cual el Gobierno pagaría un canon anual durante veinte años como arrendatario. Luego asumiría la propiedad.
Para que el contrato fuese más atractivo, se le añadieron una docena de servicios no sanitarios ya externalizados, de forma que el importe total del contrato alcanzaba los 760 millones de euros. La UTE, sin competidores, se limitó a pujar por 759 y el Gobierno ahora ha de pagar por todo ello 44,9 millones al año (unos 37 sin el IVA), de los cuales 5 son para sufragar la obra y el resto para sufragar el coste de los servicios asumidos. Una filosofía polémica, pero que no ha suscitado problemas funcionales.

Deficiencias de diseño en el nuevo edificio

Lo que no es tan evidente es la racionalidad del edificio. Aunque en su diseño final se ha mejorado sensiblemente la comunicación entre las torres (el inicial obligaba a bajar hasta el vestíbulo para volver a subir a cualquiera de las otras) las nuevas dependencias, de dimensiones faraónicas obligan a las enfermeras a controlar 42 habitaciones por planta, de las que solo tienen siete a la vista desde su puesto de control. Un problema irresoluble. Tampoco es fácil de entender la insuficiencia de espacios para el trabajo médico en las plantas, el diseño de área ginecológica, que habrá que reformar, o la disposición de la cuatro habitaciones dobles que hay por planta, ya que los enfermos no están en paralelo sino enfrentados, lo que complica su intimidad, el acceso de uno de los dos a las conexiones, la televisión, etc.

La responsabilidad política

Los políticos no decidían la forma y tamaño de las habitaciones, ni las comunicaciones entre edificios, ni realizaron las calicatas para conocer las condiciones del suelo y, por tanto, no parece que puedan achacárseles esas deficiencias de las obras pero sí son responsables de haberse dejado llevar por los sucesivos equipos técnicos sin haber exigido un diseño más compacto y racional desde el principio. La explicación de uno de los responsables es que ‘la obra se fue haciendo con el dinero que había en cada momento, y siempre era insuficiente”. Sin embargo, el precio por metro cuadrado ha resultado bastante más caro que el del Hospital La Fe, de Valencia, sin que pueda achacarse a unos mejores equipamientos técnicos.
En realidad, los políticos se han visto envueltos por los problemas surgidos desde el principio en la ejecución y ya desde la Fase II se trabajaba con una financiación en precario. El Gobierno confió durante mucho tiempo en que el Estado, que financiaba la obra, se haría cargo también del sobreprecio, y estuvo anticipando el dinero para evitar que la obra se parase, incurriendo en gastos financieros muy importantes. A partir de ahí empezó a arrastrarse un desfase de alrededor de más de cien millones de euros, que junto con los cien del final de la obra, financiados por los inversores privados que la han llevado a cabo, se convirtieron en una losa económica para la autonomía.
Todos los gobiernos habían supuesto que el tiempo acabaría por arreglar el problema y un Gobierno de la nación condescendiente aceptaría pagar no solo los sobrecostes de las primeras fases sino también la III completa.
Ignacio Diego llegó a hacer tanta presión sobre los socialistas sobre este tema, asegurando que un gobierno del PP lo hubiese pagado que cuando llegó al poder y se vio obligado a recurrir a inversores privados para acabar la III Fase no tuvo más remedio que forzar a Rajoy a hacer un gesto en este sentido. Y el hoy presidente en funciones lo hizo, a medias y con algún retraso. Dejó entender que lo pagaría en anualidades y de hecho consignó las dos primeras (57 millones) un dinero que le vino muy bien al Gobierno de Cantabria para pagar los dos primeros años del alquiler a las concesionarias, pero el compromiso se interrumpió y no ha tenido continuidad.
El actual Gobierno PRC-PSOE no ha encontrado resquicio legal para tumbar el contrato de colaboración público-privado, una postura más de cara a la galería que real, porque en caso de haberlo conseguido no hubiese tenido dinero para indemnizar a las adjudicatarias. No obstante, se encontraba con otro problema heredado que no esperaba. El Estado ha obligado a computar toda la inversión en la obra de la III Fase en los años de ejecución y no prorrateada a lo largo de la vigencia del contrato con la UTE, como estaba haciendo el PP. Ese reajuste contable ha provocado que Valdecilla se comiese el pasado año gran parte del déficit autorizado para la autonomía.

Comisión de investigación

Lo mejor es que la obra se ha acabado al fin y ha deparado un gran hospital, a pesar de sus deficiencias funcionales, y lo peor es que ha salido muy cara y ha agotado las posibilidades de la autonomía para meterse en gastos en mucho tiempo, porque de los más de 400 millones que ha costado el hospital, el Estado solo ha puesto 263.
La comisión de investigación impulsada por Podemos y Ciudadanos, y a la que a última hora se sumaron PSOE y PRC, desgranará ahora esta historia de dieciséis años y comparecerán muchos de sus protagonistas, pero no es probable que aporten más claridad sobre lo acontecido­.
Es muy difícil encontrar, a día de hoy, alguien que se atribuya las responsabilidad del nuevo hospital. Está tan repartida que cada vez hay más certezas de que nadie tuvo alguna vez todo el proyecto en la cabeza. Simplemente, cada arquitecto y cada consejero resolvió como mejor pudo la parte que le tocaba. Y ese es básicamente, el problema del nuevo Valdecilla: el dilatado tiempo de ejecución y la inexistencia de un liderazgo único sobre el proyecto.

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