Inventario
Ni públicas ni privadas
La amenaza de que la gigantesca eléctrica pública francesa EDF se haga con Iberdrola es preocupante. En pocos meses, nuestro país puede perder el control de las dos grandes compañías del sector eléctrico, algo que para los que se declaran liberales puede ser un comprensible efecto del libre mercado pero que, para todos los demás, es una mala noticia. Por mucho que llegasen a ganar los accionistas de Iberdrola si se produce una OPA sobre su empresa, como por mucho que hayan ganado los de Endesa con la guerra de ofertas, perder dos centros de decisión semejantes no es bueno para el país. Quienes piensan que hay que dejar fluir el mercado, que le planteen una posibilidad semejante a un liberal como Sarkozy o, incluso, a Angela Merkel, que tiene el temor en el cuerpo ante la posibilidad de que los gigantes energéticos rusos se queden con las compañías germanas de referencia.
El PP culminó la privatización de Endesa y la apertura del sector energético español, que siempre había sido considerado estratégico, como en casi todos los países. Pero pronto se dio cuenta de que todo el mapa eléctrico podía caer en manos de las compañías extranjeras más próximas y puso una traba que parecía salvar los muebles, al impedir que el comprador fuese una compañía foránea paraestatal. Así alejaba a las portuguesas, francesas e italianas que podían tener tentaciones, ya que son todas públicas. Pero decidir quién puede pertenecer al club de compradores y quién no, es demasiado artificioso y su eficacia ya se ha visto. Endesa ha pasado a manos de una empresa pública italiana –Enel–, Hidrocantábrico a la estatal portuguesa EDP e Iberdrola puede quedar en manos del monopolio público francés EDF, después de trocearla convenientemente.
Eso sí, nos quedará el recurso al pataleo, por la ingenuidad de haber tratado de dar lecciones de liberalismo a quienes ya, supuestamente, lo eran. Ellos han continuado teniendo sus empresas públicas energéticas y nosotros, ni públicas ni privadas, porque incluso Viesgo pasará a E.On y con ello, el interruptor de las cuatro quintas partes del sector podrá manejarse desde otros países. Nosotros tendremos el derecho a pagar el recibo de la luz.
De la política al cielo
Botín ficha a Rato, Rajoy ficha al ex presidente de Endesa que tantos favores le ha hecho en la última legislatura, los poderosos gasistas rusos ficharon a Schroeder, a Aznar lo ficha un fondo de inversiones y a Tony Blair, otro.
Salir de la política siempre ha sido más difícil que entrar, porque las puertas se estrechan demasiado. Casi nadie que haya vivido diez o veinte años de pompa y circunstancia está en condiciones mentales de volver a su antiguo puesto de trabajo, donde sus responsabilidades son tan sustancialmente menores que, si motivan algo, sólo puede ser el hastío. Incluso para el resto de los mortales resultaría chocante volver a ver de compañero de mesa a un ex ministro, al ex presidente de una gran empresa o al ex secretario general de un sindicato.
A pesar del menosprecio que parece envolver a la clase política, las grandes compañías saben perfectamente el valor intrínseco que puede tener un político bregado en mil batallas y cada vez están más dispuestas a pagarlo. Quien ha contratado a Schroeder no espera que haga sesudos informes sobre el mercado gasista; ni Murdoch le va a pagar a Aznar para que analice cómo se pueden vender más periódicos aprovechando la coyuntura política internacional. El ex presidente español o el alemán tienen valor por su agenda de contactos de alto nivel y para eso les fichan. Para que abran las puertas a quienes luego van a ir a negociar suculentos contratos o para conseguir que el presidente de otro país se ponga al teléfono cuando la compañía tiene algún problema en el lugar.
Si esto se tipificase, se trataría de un claro tráfico de influencias, pero, en el fondo, todo el mundo es consciente de que hay que dar una salida a los políticos. No tendría sentido que Felipe González volviese a defender pleitos laborales y ningún empresario se imaginaría a Aznar entrando hoy por la puerta para hacerle una inspección fiscal o a Tony Blair resignado a vivir del trabajo de Cherie.
Eso no obsta para que el problema exista, porque la línea entre lo aceptable y lo inaceptable es muy zigzagueante. Villalonga, el ex presidente de Telefónica, sufrió un sonoro zapatazo de Bruselas cuando fichó a Bertelsmann, a precio de Ronaldo, al día siguiente de que este cesase en Bruselas como Comisario de Telecomunicaciones, cargo desde el que había tomado decisiones muy importantes que afectaban a la compañía española y que pasaban a estar manchadas por la sombra de la duda: ¿El fichaje era un pago de favores? ¿Estaba ya pactado cuando Bertelsmann las dictó?
En Alemania, la contratación de Schroeder por Gazprom suscitó las mismas dudas y, como poco, fue considerado como una enorme falta de tacto por parte del ex presidente.
En Cantabria también hay ejemplos llamativos, como el de un consejero de Sanidad que fue fichado por una multinacional farmacéutica a la que el Gobierno regional le adquiría grandes cantidades de vacunas.
Todo el mundo tiene derecho a rentabilizar las nuevas habilidades que le ha proporcionado su vida política, sobre todo porque en la política los salarios son hipócritamente bajos. En Cantabria hay no menos de 500 médicos y altos funcionarios que cobran más que el presidente regional, lo cual no tiene justificación alguna y resulta disparatado que quien está al frente de una sociedad pública cobre el doble, en algunos casos, que el consejero de cuyas órdenes depende. Puede que esto haga que, cuando deja de serlo, el político crea llegado el momento de resarcirse y tome decisiones poco respetables, para conservar un estatus social o seducido por una buena oferta económica.
Las compensaciones que se han establecido en las últimas legislaturas para quienes han tenido los cargos del Estado más relevantes debieran haber sido una buena solución para evitar estas situaciones resbaladizas, pero en el mundo actual, donde cualquier multinacional puede ofrecer grandes cantidades de dinero para que un ex presidente ponga imagen a sus hamburguesas, como Gorbachov, o haga valer sus contactos, como Schroeder y Aznar, es una ingenuidad pensar que esa pequeña trinchera pueda cortar semejante incendio.
¿Mejor preparados?
Felipe González procuraba ser original en sus planteamientos intelectuales y en lugar de jactarse de hacer obras públicas, el argumento recurrente de cualquier político ya sea concejal o presidente del Gobierno, se limitó a decir que dejaba a sus sucesores la generación mejor preparada de la historia de España. Era una idea estimulante, porque al fin y al cabo, un país es lo que son quienes lo habitan. Pero quizá hubiese sido mejor recurrir al tópico de las carreteras. Es verdad que hemos fabricado más universitarios que nunca, que los colegios y los institutos tienen más medios de los que tuvieron jamás y que hoy suena a medieval el aforismo de tener más hambre que un maestro de escuela. Sin embargo, cada vez es más dudoso que nuestros estudiantes estén mejor formados que las generaciones anteriores.
En el fondo, el Informe PISA ha sido un revulsivo para pisar tierra después de tanta complacencia de las autoridades y debiera hacer reflexionar algo más al estamento profesoral que en el pasado podía achacar cualquier deficiencia a la falta de medios, y a quienes tratan de convencernos de que el problema educativo estaría resuelto con un mero cambio de las leyes que lo regulan.
Desgraciadamente, no es un problema de leyes, ni tampoco de dinero. El Informe PISA deja bien claro que hay más financiación que nunca y los resultados en lugar de mejorar, empeoran, lo cual no permite sacar la conclusión de que el dinero sea perjudicial para la enseñanza, pero sí que no es la panacea que todos señalaban. Las autonomías se han comprometido a fondo con la educación, han mejorado sustancialmente las remuneraciones de los profesores, han construido nuevos centros escolares y han añadido una oferta casi infinita de enseñanzas para que el alumno pueda elegir sin salir de casa.
Todo ello cuesta mucho más dinero del que gastaba el Estado en esta tarea y del que se pactó en las transferencias, pero este esfuerzo podría considerarse una inversión si los jóvenes saliesen mejor formados. Lo que ocurre es que no salen. Desde que el Gobierno cántabro se hizo cargo de la Universidad de Cantabria, el presupuesto se ha triplicado y el número de alumnos ha bajado de casi 15.000 a pocos más de 10.000, como consecuencia del descenso de la natalidad de los años 80 y de que, sorprendentemente, muchos universitarios sigan marchándose fuera a estudiar ahora que en la región se imparten medio centenar de titulaciones. Todo ello da como resultado aulas casi vacías y un gasto por alumno disparatado en muchas licenciaturas que han dejado de justificarse, por falta de clientela.
En los colegios e institutos pasa lo mismo y tampoco podremos consolarnos con la suposición de que la enseñanza a grupos tan reducidos es una garantía de calidad. Los expertos internacionales del informe PISA no sólo no lo valoran así sino que consideran un demoledor “despilfarro de recursos” lo que ocurre en nuestro país. Así que vamos tres veces servidos: Los alumnos no aprenden porque a duras penas comprenden lo que leen, el profesorado consigue menos resultados que cuando las aulas estaban masificadas y las autoridades se comportan como nuevos ricos.
Estamos tan acostumbrados a suponer que todo lo que ocurre es consecuencia de la política que hasta los obispos creen que las iglesias se vacían por culpa del Gobierno. Con la educación ya se han empleado muchas fórmulas, todas ellas con parecidos resultados, y se han acabado las racanerías financieras, por lo que hay que convenir que quizá haya otras responsabilidades ocultas: los padres, que han adoptado una actitud absentista; una didáctica poco motivadora y un profesorado al que una mejor remuneración no ha dado una mayor disposición, sino que busca todos los mecanismos posibles para dar cada vez menos clases y dedicar su tiempo lectivo a otras actividades más nobles, como si el contacto directo con el alumno fuese una fastidiosa rémora para su carrera profesional, que luce más con las investigaciones, con los libros o con tareas remuneradas por otras vías.