Editorial

Ninguna administración pública está en condiciones de sacar pecho por lo que resulta un poco ridículo hacer juegos de buenos y malos cuando en Madrid se mantienen ministerios sin competencias y hay empresas estatales, como Hunosa, de las que desaparecen 560.000 toneladas de carbón sin que nadie se dé cuenta. En cambio, la ambiciosísima reforma de la administración local se queda en poco más que dejar sin sueldo a un puñado de alcaldes que cobran 17.000 euros de media al año, un enorme ahorro con el que al parecer se van a arreglar todos los males de la financiación municipal. No desaparecen las diputaciones provinciales, que a los españoles nos cuestan 5.000 millones de euros al año y sólo sirven para contratar a los parientes, pero pretendemos dejar sin gobierno local a una enorme porción del territorio rural donde hacer política más que una forma de medrar es un ejercicio de heroísmo. Quizá alguien haya pensado en ONGs para gobernar los pueblos, pero no parece que por ese camino vayamos a ahorrar mucho más de lo que se ahorraría la Iglesia quitando monaguillos. En el caso de Cantabria es especialmente injusto, porque hay pequeños ayuntamientos, como el de San Miguel de Aguayo, que tiene dinero incluso para llevar a los vecinos de vacaciones y, en cambio, no podrán pagar al alcalde, mientras que otros de mayor tamaño y con muchas más penurias podrán liberar más concejales que ahora, lo que dice muy poco a favor de la calculadora de Montoro.

Lo que plantea el Gobierno, además de ser una torpeza, es imposible. Cualquiera que tenga experiencia política conoce el equilibrio inestable que mantienen los alcaldes con sus respectivos partidos. Se sienten dueños de los votos que consiguen y la relación es tan complicada que al PP no le resultará nada fácil convencer a sus alcaldes rurales de que no merecen un sueldo. Si no lo consigue, el consiguiente revuelo interno será el ingrediente que faltaba para acabar de desestabilizar la Federación Cántabra de Municipios a dos años de las elecciones.
En condiciones normales, a estas alturas ya se habrían pasado a las filas del PP varios de los alcaldes que consiguió el PRC en las últimas elecciones, porque ideología y disciplina son conceptos muy etéreos para un regidor municipal mientras que obras y partidas presupuestarias son términos muy tangibles. Tan concretos que la inercia les lleva a acercarse al poder. Si no se han movido, es por los riesgos tácticos. No ven que el PP pueda mantener la mayoría absoluta en Cantabria en la próxima legislatura y, si no gobierna, el viaje no solo no les sale a cuenta sino que les haría perder la alcaldía.
Eso frena a los ajenos y la reforma local puede ahuyentar a los propios. Como se ve, a todas luces será un mal negocio para el Partido Popular, y tendrá que pensarse muy seriamente en enmendarse a sí mismo, porque los votos que se pierden en los pueblos, repercuten, río abajo, en las listas regionales, donde resultarán decisivos.
Al margen de intereses políticos, la medida es injusta. Pensar que toda la Cantabria del interior (la España rural en general) no merece tener ni un alcalde con una modestísima remuneración o suprimir las juntas vecinales es contribuir aún más al abandono de territorios amplísimos a cambio de un plato de lentejas. Unas lentejas que a algunos se les van a atragantar.

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