‘Santander ha perdido el glamour de sus comercios’

P.- ¿Qué recuerda de sus inicios?
R.- Empecé con 17 años y ahora tengo 52. Los estudios no eran lo mío pero sí tenía claro que quería trabajar. La tienda la fundó mi abuelo en 1927 y por ella han pasado mi padre, mis tíos, primos… Antes daba trabajo a varias familias pero ahora ya no da ni para una y no se disfruta como en el pasado. Antes se podían hacer muchas más cosas y te podías realizar trabajando, porque el negocio de la perfumería era de sueños, ilusión y fantasía. El trato con las marcas era muy familiar y te conocían por tu nombre, eras el señor Güezmes, no como ahora, que eres un número de cliente. El comercio estaba muy cerca del distribuidor pero ahora ha cambiado todo… Es un mundo materialista en el que vales por lo que vendes.

P.- Tiene una visión muy desencantada de la realidad…
R.- Sé que los tiempos tienen que mejorar, porque todo son rachas pero nunca volverá a ser lo que era. Hay que acordarse de que Santander era una de las ciudades comerciales más importantes de España. Ahora cada vez quedan menos tiendas y se ha perdido el glamour de sus comercios. Me da pena que haya dejado de tener atractivo comercial y que ahora, como todo son franquicias, puedas hacer las mismas compras en cualquier lugar de España. Y, sobre todo, lamento mucho que hayan desaparecido tantos comercios tradicionales de los que vivían muchas familias. Aquí todavía quedamos mi hermana y yo, pero ya no vivimos del negocio, lo mantenemos.

P.- ¿Y quién tiene la culpa de lo que ha sucedido con el pequeño comercio santanderino?
R.- Todo cambió cuando llegaron las grandes cadenas. Antes, las perfumerías de Santander se contaban con los dedos de una mano: Villafranca, Manso, Ribalaygua, Laínz, Java… Ahora hay veinte o treinta, algunas de más de 1.000 metros cuadrados. Nosotros llegamos a tener cinco tiendas pero con tantos gastos no se puede… ¡Es una barbaridad! El verdadero problema del comercio son los alquileres y los impuestos. La crisis nos ha golpeado y nosotros no hemos tenido la culpa. Curiosamente, los que nos metieron en esto son los primeros que están saliendo adelante.

P.- Da la sensación de que, como presidente de la Asociación de Comerciantes del Centro no se resigna a que las cosas sean así.
R.- Siempre he defendido al comercio y haría todo lo que estuviera en mi mano por sacarlo adelante, pero hay que tomar decisiones drásticas y faltan políticos con clase que puedan hacerlo. Lo más importante es conseguir una nueva ley de locales comerciales que impida que los arrendadores se sigan forrando a costa de los comerciantes, que están en la tienda de la mañana a la noche y no ven un duro. Ellos sí deberían pagar impuestos más altos y no nosotros. El local debe ser para el que lo trabaja. Así se crearían un millón de puestos de trabajo en toda España y los jóvenes tendrían ilusión por abrir su propio comercio.

P.- Ahora que menciona lo de pasarse el día en la tienda: ¿Se pondrá fin algún día a la polémica sobre los horarios comerciales?
R- Esa polémica es una tontería. Nosotros estamos dispuestos a abrir a cualquier hora pero ¿para qué queremos estar 12 horas al día, todos los días de la semana, si tenemos que pasarnos las horas mirándonos en el espejo? Estaríamos encantados si fuéramos a vender más pero ya trabajamos sesenta horas semanales y no vamos a abrir más para que la tienda esté vacía. Ahora, hasta las grandes cadenas están dando pérdidas y son como una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento.

P.- ¿Qué opina usted de que el Ayuntamiento quiera abrir un mercadillo los domingos para dar una salida a los comerciantes y animar el centro en los fines de semana?
R.- Lo que hay que hacer es salvar al comercio en vez de crear mercadillos por toda la ciudad. Y no estoy muy de acuerdo con el que se ha anunciado para los domingos, porque a los comerciantes del centro no nos ayuda mucho y no lo hemos propuesto nosotros, se le ha ocurrido al alcalde. El problema de las autoridades es que siempre nos dicen lo que tenemos que hacer en lugar de escuchar nuestras propuestas. Ya pasó con la tarjeta ‘Comercio Cantabria’ y después con ‘Santander Centro Abierto’. Siempre han hecho lo que han querido y se han ido millones de euros a la basura. Lo que deberían hacer es crear empleo, que llevan seis años sin intentarlo. Algo parecido a lo que se ha hecho con los planes de ayuda en el sector del automóvil.

P.- Su sector, el de la perfumería, pese a ser uno de los más clásicos, es también uno de los que más ha cambiado en los últimos años…
R.- La perfumería era un negocio de fantasía. Las marcas sacaban uno o dos perfumes al año y hacían fantásticas presentaciones a las que nos invitaban como incentivo por las ventas. Eso me permitió viajar a Madrid, Roma, París o la India, gracias a marcas como Chanel, Dior o Kanebo. Ahora, sin embargo, sacan 80 perfumes en un año porque, desde el punto de vista del marketing, solo interesa lo nuevo, lo que es tendencia, al igual que en el mundo de la moda. Todo está tan revolucionado que vamos más rápido de lo que se vende.

P.- ¿No quedan entonces esas clientas que llevan usando el mismo perfume toda la vida?
R.- Sí, y algunas no lo cambian por nada. Antes también eran muy fieles con la tienda porque la sentían como suya y nosotros a ellas como clientas. De hecho, solemos recordar juntos aquella época en la que Santander todavía era como un barrio.

P.- Le habrán ocurrido muchas anécdotas en estos años…
R.- Se podría escribir un libro con todas ellas. Recuerdo el primer curso de cosmética al que fui con mi padre. Era en un hotel de cuatro o cinco estrellas en Barcelona y después de llevar dos días y medio comiendo exquisiteces, que a mí me parecían cosas raras porque no estaba acostumbrado a tanto lujo, acabé pidiendo que me hicieran unos huevos fritos con patatas (ríe). Aquí, en la tienda, no creas que a todas las clientas les pareció muy bien que un niño empezara a vender cosmética. Algunas me decían que preferían que les atendiera mi madre o mi hermana y, luego, cuando comprobaban que sabía de lo que hablaba, me esperaban; y entonces yo, por amor propio, les decía que no, que mejor lo hiciera otro (ríe).

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