Malos augurios

En pocas semanas se ha oscurecido extraordinariamente el panorama industrial de la región. Ni siquiera hemos tenido que esperar a mayo, cuando la entrada de los pequeños países del Este en la Unión Europea iba a poner a prueba nuestra confianza en nosotros mismos al plantearnos si podremos seguir haciendo mejor lo que ellos van a hacer más barato.
El anuncio de cierre de Trefilerías Quijano nos ha cogido a todos por sorpresa, aunque era fácil intuir que la crisis de hace dos años se había cerrado en falso. Es la segunda gran empresa de toda la vida que desaparece en menos de un año. La anterior fue Asturiana de Zinc. Y como el censo es corto, la preocupación se multiplica. ¿Estamos ante dos casos puntuales, o ante el fin de nuestro modelo industrial, un modelo que se corresponde con la Europa de la primera mitad del siglo XX?
Nuestras grandes fábricas han pervivido a los avatares económicos de todo un siglo y siguen siendo tan importantes en la economía de hoy como lo fueron en la de hace cinco o seis décadas. La propia Trefilerías Quijano está a punto de alcanzar los 130 años. Y eso nos ha creado la sensación de que, mientras el resto de los negocios son pasajeros, las industrias son eternas. Pero hoy las cosas no son así. La multinacional Hasbro abrió en Valencia la mayor fábrica de juguetes del país hace cuatro años y ya la ha cerrado para trasladarla a China. Samsung o Lucent Tecnologies han hecho otro tanto. Fábricas que sin llegar a cumplir una década resultan obsoletas porque su producto, que un día fue estrella del mercado, quedó relegado muy poco tiempo después o, simplemente, porque en otro lugar pueden hacerlo más barato.

Pocas veces se tiene en cuenta que uno de los mayores avances de la última década ha sido la logística. Hasta ahora, el factor de localización de una fábrica era decisivo. Ahora, poco importa donde se ubique, porque su producto puede estar distribuido por todo el mundo en muy poco tiempo, con unos costes bajos y con absoluta seguridad en las entregas. Traerse un contenedor de productos chinos o paquistaníes está a punto de convertirse en un juego de niños y el precio de los portes se ha reducido tan sustancialmente que casi resulta indiferente contratar una semana de vacaciones en la Costa del Sol o en Santo Domingo. En estas condiciones, es obvio que el fabricante elegirá aquel país que ofrezca mejores costes de producción.

El desarrollo del transporte ha tenido para la industria los mismos efectos revolucionarios que la automatización o que Internet para los servicios. Queramos o no, el mundo ha cambiado tanto que ya no competimos con los países europeos. Competimos con todo el planeta, y para encontrar nuestro hueco, no sólo hay que ofrecer una alta productividad. Es imprescindible buscar el valor añadido, con marcas reconocidas o con innovación, dos ingredientes que no usamos en nuestro guiso económico. Por el camino actual, quizá podamos mantener durante algún tiempo una economía de invernadero, basada en la voluntariedad, la protección del sector público y en sectores, como la construcción, donde la competencia aún es muy limitada. Pero eso, difícilmente va a durar más de una década.
El Gobierno y los empresarios tendrán que echarle mucha imaginación, porque todo lo que tenemos en el sector industrial corre más peligros de lo que suponíamos, empezando por las plantas de componentes de automoción. Por sólidas y desafiantes que hoy parezcan sus chimeneas, casi ninguna de ellas puede ofrecer garantías a más de tres o cinco años. La economía se ha hecho demasiado cruel para nosotros y quienes deciden –siempre a muchos kilómetros de aquí– saben poco de nostalgias.

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