Inventario
Fieles infieles
La Iglesia ha conseguido lo que pretendía desde hace años, un aumento del porcentaje del IRPF que le concede el Estado, con el cual podrá compensar la caída permanente del número de contribuyentes que marcan su casilla y dejará de depender de esa cantidad que el Gobierno de turno le concede fuera de valija. Lo llamativo no es que lo haya conseguido con un ejecutivo socialista con el que mantiene una tensión permanente, sino la escasa memoria de la Iglesia y su entorno al creer que con esta mejora se arreglan sus problemas económicos. También acogió con satisfacción el acuerdo de 1988 con otro gobierno socialista y todo hubiese ido sobre ruedas si el porcentaje de declarantes del IRPF que marcan su casilla se hubiese mantenido estable, pero lo cierto es que no ha hecho más que caer desde entonces y los resultados hubiesen sido catastróficos para la Iglesia de no haberse producido un fuerte aumento en la recaudación española por renta, que ha dado lugar a una cosecha parecida con muchos menos donantes.
Con el nuevo porcentaje del IRPF, casi un 60% superior al anterior, la Iglesia española va a ingresar mucho más, aunque desaparezca la aportación graciable del Gobierno, pero ese éxito se diluirá, igual que el anterior, si no consigue convencer a sus fieles de que se tomen el mínimo esfuerzo de marcar una cruz en su casilla. Es cierto que los católicos españoles son los más tacaños del orbe con su Iglesia, pero su reticencia a poner la dichosa cruz, que no les cuesta nada, sólo cabe interpretarla como una cierta rebeldía. Si el 77,3% de los españoles se declara católico, la jerarquía debería preguntarse muy seriamente las razones por las que sólo un 33% opta por destinar una fracción de su IRPF al sostenimiento de la fe y el 44% restante ni siquiera se toma la molestia de hacer algo tan irrelevante para su bolsillo y poco trabajoso como poner la cruz en su declaración.
Que en los últimos diez años el porcentaje de españoles asistentes a misas haya caído del 25% al 15% es otro reflejo del mismo problema. Y resultaría una simpleza achacar esta evolución tan negativa a una actitud hostil o una sibilina influencia del Gobierno, porque la mayor parte de este periodo estuvo el PP al frente del país.
La Iglesia tendrá que venderse mejor, porque en una sociedad tan materializada no puede competir en imagen con los becerros de oro modernos, mucho más seductores para los jóvenes, y no tiene demasiado tiempo para reconducir su estrategia. Su clientela se escapa al galope, como se escapa de los libros, de los compromisos o del sistema de solidaridad generacional, que hasta ahora obligaba a guardar para los descendientes.
El enemigo de la Iglesia no es la izquierda, sino el sentido consumista de la vida y para eso no hace falta demasiado análisis. Pero también se enfrenta con una cultura que deja todas las responsabilidades en manos de la Administración. Por el motivo que fuere, los españoles –y en esto no hay diferencias de credos– están convencidos de que todo lo debe mantener el Estado. Ni los trabajadores financian los sindicatos con las cuotas que pagan, ni los militantes de los partidos aportan más que una parte mínima del dinero que éstos necesitan para su funcionamiento, ni los católicos están dispuestos a rascarse el bolsillo para cubrir los gastos de su Iglesia. Ni siquiera cuando su contribución no les cuesta nada, como en este caso. Esa es la auténtica realidad y las cifras son irrebatibles.
Juntos o arrimados
Una encuesta del semanario lisboeta ‘El Sol’ indica que un 28% de los portugueses estaría dispuesto a unirse con España. El asunto no es baladí, porque, si hay algo realmente asentado en la cultura de nuestros vecinos peninsulares es una vocación irredenta de diferenciarse, alimentada por siglos de rivalidad. Un sentido que ha llevado a ambos pueblos a desentenderse el uno del otro y vivir como si su fronterizo no existiera.
La aparición de un grupo social de tamaño significativo dispuesto a desprenderse de un chauvinismo tan acendrado no es casual, ni es producto de un acercamiento sentimental, ni siquiera de una reflexión sobre la globalización del mundo. Es, simplemente, una cuestión económica. Portugal no consigue despegar y la paciencia de sus ciudadanos comienza a resentirse ante la diferencia entre la velocidad de crucero que observan en España y la lentitud con la que van las cosas en su país. Por eso, los unionistas responden claramente que su opción está motivada por la convicción de que si estuviesen dentro de España avanzarían más deprisa.
En el fondo casi todos nos comportamos de parecida manera. En Cantabria durante mucho tiempo se ha mantenido larvada la polémica sobre si hubiese sido más razonable el haber formado parte de Castilla que navegar por la historia como una pequeña región uniprovincial. Los argumentos a favor y en contra casi nunca han sido históricos ni sentimentales, sino económicos. Y, de hecho, se llegó a crear una asociación para replantearse la unión con Castilla, que mientras la situación de Cantabria fue notoriamente mala, defendió la integración y ahora, cuando la región avanza a un ritmo muy razonable, ha rebajado sus planteamientos hasta dejarlos en meros acuerdos de colaboración entre ambas comunidades.
El ejemplo de Gibraltar también hubiese servido. En sus negociaciones con Gran Bretaña, España intentó evitar, en todo momento, que se plantease un referéndum entre la población de la Roca, porque el resultado era perfectamente predecible. Mientras su renta media fuese el doble de la española y varias veces superior a la de sus vecinos gaditanos, estaba claro que nadie votaría por la adhesión. El referéndum no se pudo evitar y el 98,9% de los gibraltareños votaron en contra de la integración en España, algo que no resulta políticamente vinculante –es Gran Bretaña la que decide– pero sí supone un serio condicionante en cualquier negociación.
Si los gibraltareños hubiesen pensado que resultaba rentable la adhesión, el referéndum hubiese sido muy distinto, porque desengañémonos, los pobres no son nacionalistas. Naciones enteras de Africa votarían en masa ser absorbidas por un país del Primer Mundo, aunque ninguno de éstos va a realizar tal invitación ni sus clanes locales de poder iban a admitirlo. Lo que está claro es que frente a la estrategia del siglo XIX de conquistar países, ahora bastaría con seducirlos. Resulta tan sencillo como enseñarles a través de su propia televisión lo bien que se vive en otros sitios.
El populismo que fabricamos
Bolivia es uno de los países más pequeños y pobres de América y cuanto ocurría en aquel país rara vez encontraba hueco en ningún periódico ni televisión, con la excepción de sus reiterados golpes de estado, quizá por el morbo de saber hasta dónde podía llevar su récord Guinnes de la materia. Pero eso era antes. Ahora, con un líder revolucionario, Bolivia ha pasado del olvido a una presencia permanente en los medios de comunicación de todo el mundo y eso es algo que Evo Morales, su presidente, tendrá que agradecer a las agencias de prensa occidentales y a los dirigentes de los países desarrollados, que han hecho más por su mitificación como líder internacional que él mismo.
Lo que Morales haga u opine se ha convertido en más relevante que lo que pueda hacer o decir el primer ministro de Suecia, el presidente de Dinamarca, el máximo responsable de la Comisión Europea o la reina de Inglaterra, países e instituciones infinitamente más importantes. Simplemente, porque se sale del patrón y eso vende. De lo contrario, su opinión como presidente de Bolivia sería irrelevante. Y de esa misma atención mediática se ha valido Hugo Chávez, para convertirse en el Simón Bolívar de nuestros tiempos o Fidel Castro, para eclipsar a todos los demás mandatarios juntos cuando se presenta en cualquier cumbre.
El motivo por el cual los medios de comunicación occidentales y los dirigentes más rabiosamente contrarios a estos personajes acaban por entronizarlos, sólo puede entenderse desde sus propias necesidades comerciales o de reelección, pero no desde el sentido común. Desde que hace más de un siglo Hearst multiplicó la difusión de sus periódicos buscándose enemigos, es bien sabida la afición de la clientela por las simplificaciones y, sobre todo, por aquella que divide el mundo en buenos y malos. El problema es que a veces el banquillo de los malos está enflaquecido y hay que crearlos o dar un relieve a personajes que nunca lo hubiesen merecido. De esta forma, el presidente de Bolivia o el de Corea del Norte gozan de una notoriedad disparatada para lo que realmente representan, dos de los países más atrasados del mundo, como en su día la tuvo Gadafi, señor de un desierto y poco más.
Todo ello se hubiese quedado en un mero juego para vender periodismo o ideología de no producirse un efecto de rebote. Cuanto más atención reciben, más necesidad sienten estos personajes de satisfacer las expectativas y generar nuevos conflictos, hasta acabar por convencerse a sí mismos y convencernos a todos de que son capaces de crear un pequeño cataclismo político si se lo proponen. Y efectivamente lo consiguen, con lo cual sus países no tardan en sacar la conclusión de que con un líder temido suben muchos puestos en el ranking internacional. Así, entre todos, acabamos por fomentar el populismo, un fenómeno para el cual resulta indiferente la consideración moral o intelectual del personaje. Hasta Julián Muñoz ha podido comprobar lo importante que es el que hablen de uno, aunque sea para mal, al verse encabezando las encuestas de popularidad ahora que está en la cárcel. Es curioso que nos quejemos de lo que nosotros mismos fabricamos.