La huida del tiempo

En el limitado mundo que vivimos, la mayoría de las personas aspira a la seguridad. A una siempre relativa seguridad. La gente, por lo general, no pretende más que cobrar un sueldo mensual, mirar la televisión, hacer el amor de cuando en cuando, no aburrirse demasiado y tener la farmacia, el médico y las vacaciones pagadas. El ideal consiste en ser ni absolutamente pobre ni absolutamente rico, sino tener un estipendio, estar en una nómina indestructible, tener agua corriente, electricidad, frigorífico, microondas, ordenador, videoconsola, reproductor de dvds y un gigantesco home cinema. Además, claro está, de acudir al centro comercial de cuando en cuando y poseer un coche con el que pasear a la familia y hacer la compra semanal en alguno de estos abarrotados centros. Eso es todo.
El ciudadano medio de nuestro país cada vez que tiene que acudir a las urnas concurre con este propósito. Con ningún otro. En realidad, la mayoría de la gente deposita la papeleta con la esperanza de que los dirigentes que finalmente salgan elegidos –municipales, autonómicos, estatales o europeos, lo mismo da– dispongan de un mínimo de capacidad para proporcionarles una estabilidad política, social y económica que les procure cierta cantidad de dinero, un techo donde cobijarse, centros de salud que les atiendan, bares donde emborracharse los fines de semana, unos cuántos partidos de fútbol que contemplar en la televisión y la posibilidad de ilusionarse con unos días de vacaciones en alguna aseada capital centroeuropea, en algún pueblo de la arrasada costa mediterránea, en los camarotes de un crucero que los traslade a otra orilla o en la ladera de alguna montaña solitaria, boscosa y benévola.
El entusiasmo ideológico del pasado, todo ese fervor dogmático, casi religioso, que tanto nos entretuvo durante los últimos años del franquismo y los primeros años de la transición democrática, ha sido sustituido por el dinero, que nos da tantos o más quebraderos de cabeza, pero que nos procura unos entretenimientos más tangibles, menos espirituales.
Ya nadie cree en las ideologías del pasado, se llamen como se llamen, socialismo, marxismo, liberalismo, comunismo o fascismo porque, en realidad, ya nadie cree en nada –salvo en el dinero, claro–. Sin embargo, el que más y el que menos trata de encontrar algo a lo que aferrarse, cualquier cosa, lo que sea, el fútbol, las telenovelas, el matrimonio, los libros de autoayuda, el vodka con tónica, el espíritu santo o las tarjetas de crédito. No es que lo diga yo, lo dijo Woody Allen durante el ultimo Festival de Cine celebrado en San Sebastián: «Yo creo firmemente que la vida es algo terrorífico e inestable y que la única manera que tiene el hombre de sobrevivir es engañándose a si mismo. La gente está desesperada por encontrar algo en lo que creer».
Las campañas electorales, como las que se iniciarán en varias comunidades de nuestro desconcertante país dentro de unas pocas semanas, están muy bien para justificar el salario de los políticos, si es que tiene justificación alguna, para dar de comer a los periodistas, para gastar ingentes cantidades de dinero en propaganda y para inquietar –muy levemente, eso sí– el placentero discurrir por este valle de lágrimas de los banqueros, que en realidad son los que mandan; pero no tienen más trascendencia que el chasquido de un relámpago en un cielo de verano o que una procesión de caracoles babeando.
Yo no hago mucho caso a las campañas electorales. No por arrogancia, sino porque el disco rayado de los mítines electorales me lo sé de memoria; porque los políticos que suelen presentarse no me descubren, por lo general, más que alguno de sus muchos disfraces y porque, aún ejerciendo de periodista, no me considero más lerdo que el común de los mortales y hace ya muchos años que descubrí que la edad de las ideologías ha quedado tan atrás en el tiempo como la edad de piedra.
Esta es la edad del poder puro y simple. Los políticos que finalmente salgan elegidos trabajaran, como sus antecesores y como sus sucesores, para el Poder –con mayúsculas– hayan dicho lo que hayan dicho durante la campaña electoral. Aunque, claro, siempre habrá quienes amplíen el negocio para trapichear con Dios o con el diablo y conseguir, así, lo que realmente buscan, el mejor coche, el mejor chalet, los mejores lomos de merluza, el mejor whisky, las mejores vacaciones y las mejores relaciones sociales que haya en el mercado. Lógico, que para cuatro días que vamos a estar en este desquiciado mundo tampoco es cuestión de complicarse la vida con principios éticos, derechos sociales, respeto a los demás, protección del medio ambiente, solidaridad con los desfavorecidos y gilipolleces de ese estilo.

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