La huida del tiempo

La estación ha terminado convirtiéndose en un anuncio publicitario de cuerpos moldeados, plastificados, cortados por la línea de puntos en las cada vez más abundantes clínicas de cirugía estética o planificados hasta el delirio en los gimnasios. Pero el verano, en realidad, es un lugar en la memoria. Nada más. Un lugar distante donde aún quedan dunas, peces, inmensos arenales; un sitio más o menos remoto, donde aún zumban las moscas, el tedio tiene un penetrante aroma a melocotón maduro; las cerezas de carne apretada, dura, granate, son levemente tocadas por el pico de un gorrión y donde, a través de la pequeña pantalla, a la hora de la siesta, contemplas como legendarios ciclistas de rostro sudoroso, enjuto, esforzado, pedalean trabajosamente por las laderas del Galibier, el Alpe d’Huez o el Mont Ventoux…
El mundo, en verano, da pereza. También constantes dolores de cabeza, claro, pero, no sé, tengo para mí que durante el verano, el mundo lo que verdaderamente da es pereza. En las casas se cierran las persianas, la vida se vuelve más lenta, los horarios administrativos se limitan, bailan las partículas del polvo en los rayos de sol, el gazpacho, las breves ensaladas y el salmorejo sustituyen a alimentos más trabajosos y trabajados y tras la comida lo único que realmente apetece, como ya queda dicho, es tumbarse en el sofá para contemplar una etapa cualquiera del Tour de Francia.

El Tour es un rito y como todos los ritos no tiene más sustento que nuestra memoria, así que los ataques que los escaladores encadenan sobre el fondo pedregoso del Tourmalet o de la Croix de Fer, tienen, como siempre, un regusto a regaliz, a chicle Bazooka, a helado de vainilla y chocolate y a canciones francesas que, lamentablemente, ya no se escuchan en casi ninguna emisora de radio.
No es nostalgia sino supervivencia. Cuando uno cumple más años de los que le gustaría confesar, acaba no teniendo más certezas que el cansancio, las arrugas, la inevitabilidad de las fiestas navideñas, el deterioro físico de las mujeres que ha amado, la vertiginosa estrechez de la línea que separa el triunfo del fracaso y la contemplación, a través de la pequeña pantalla, de una etapa cualquiera del Tour de Francia durante las tórridas sobremesas de julio. En fin. Para llegar al verano hay que salvar tantos obstáculos que nunca me ha extrañado que durante las vacaciones la gente no haga otra cosa que tumbarse al sol, dormir la siesta, pasar olímpicamente de todo, beber sangría, kalimotxo o cualquier otra bazofia hasta perder el conocimiento y pasar las horas muertas sin más ambición que contemplar el televisor.

Hace ya tiempo, en el suplemento dominical de un periódico nacional, leí unas declaraciones de Sir David King, uno de los científicos que asesoraba al gobierno laborista británico, donde decía que «el calentamiento del planeta es una amenaza mucho más grave que el terrorismo». Tumbado aquí, frente al televisor, con los botones de la camisa desabrochados, en traje de baño, la frente empapada de sudor, el colérico zumbido de una mosca arremetiendo contra los cristales de un ventanal desde el que se divisa la playa de Somo y las aspas de un ventilador trabajando afanosamente para proporcionarme una mínima cantidad de aire respirable, no me cabe ninguna duda que la sentencia de este prestigioso científico es tan cierta como que el tren de alta velocidad, de llegar a Cantabria, llegará, inevitablemente, con parada en la capital del Guggenheim. El calentamiento del planeta junto con los catastrofistas, los políticos huecos, los delincuentes laureados, los carroñeros que tanto rendimiento le están sacando a nuestras desgracias, los tontos que no solo hablan demasiado sino que lo hacen desde demasiadas tribunas y demás especímenes, tan decididamente desagradables como dotados del sorprendente don de la ubicuidad, son la amenaza más inmediata para quienes no tenemos más aspiración que contemplar, en las tardes del verano, una etapa cualquiera del Tour de Francia sin que suene el teléfono, ladre el perro del vecino, aúlle en la calle la motocicleta del primogénito, nos perfore los tímpanos la blackanddecker de algún aficionado al bricolage, nos interrumpa la mediosiesta la llegada inoportuna de unos parientes de Talavera de la Reina o nos joda el espectáculo alguno de esos «brillantes gurús» económicos que tanto placer le han encontrado a recitarnos los primeros versículos del Apocalipsis que se avecina… Lo dicho, el mundo, en verano, sobre todo en este verano, da pereza, mucha, mucha pereza…

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