Inventario

Nadie quiere ya las autopistas

Los contratos que hace cinco años eran disputados con uñas y dientes por las grandes constructoras españolas ahora son una rémora de la que quieren desprenderse. Se hicieron cuando en el mercado nacional sobraba dinero, tanto que nada quedaba fuera de nuestro alcance, ni siquiera dos de las mayores infraestructuras que se han hecho en el mundo, el aeropuerto londinense de Heathrow y la autopista canadiense ETR 407. Siempre había una o varias empresas españolas que levantaba la mano para quedarse con las propiedades estatales privatizadas, con una concesión o con otra compañía de construcción y servicios en el país que fuese, con una voracidad que ni siquiera habíamos visto durante la expansión internacional de las multinacionales norteamericanas, décadas atrás.
Para un inglés debía resultar extraño que ese país del Sur tan simpático, donde la cerveza es tan barata y se veranea por poco dinero, se hiciese con la propiedad de sus mayores aeropuertos, parte de su red de ferrocarriles, sus bancos y alguna de sus autopistas, pero ya se sabe que hay países milagro, como los de Extremo Oriente, capaces de cambiar de la noche a la mañana. Lo que ocurre es que muchas veces estos cambios tienen bastante de artificial y en el caso de las compañías españolas estaban utilizando un recurso, el dinero, que de la noche a la mañana dejó de ser abundante y barato. Los bancos apretaron las clavijas y ahora las constructoras nacionales no sólo tienen que desprenderse de muchas de las compañías que adquirieron en el exterior, sino que han empezado a renunciar a contratos ganados, porque no encuentran financiación para continuar las obras o porque las expectativas de negocio se han esfumado.
El problema se deja sentir también en las autopistas que estas compañías se adjudicaron en España, donde las perspectivas de rentabilidad son muy oscuras. La experiencia de las construidas en Madrid ha sido nefasta. La inversión resultó mucho mayor de lo previsto, porque los tribunales obligaron a pagar las expropiaciones mucho más caras de lo que Fomento calculó y el número de usuarios es muy bajo, algo que no es achacable a la crisis, porque antes de que se produjera ya se observó que los madrileños prefieren los atascos a tener que pagar por usar una vía alternativa. A pesar de que el Ministerio está dispuesto a una compensación, las concesionarias buscan la forma de conseguir una rescisión de los contratos. Pero las repercusiones llegan mucho más lejos: las licitaciones de nuevas autopistas están quedando desiertas y otras en construcción han quedado paradas.
Si alguien pensó que sacar a concurso autopistas de pago permitiría mantener la actividad en el sector de la construcción y darle nuevas oportunidades de negocio, se equivocó. Ni las constructoras, ahítas de endeudamiento, encuentran bancos que les financien, ni tienen confianza en un negocio, el de las carreteras de peaje, que ha dejado de serlo. En estas circunstancias, quien espere que se saque a concurso la Autopista Dos Mares, entre Cantabria y el Valle del Ebro, y que se presenten a él licitadores, puede sentarse a esperar. Aunque Zapatero la haya incluido en el Plan Garoña.

Management para tiempos difíciles

Quienes adjudican los premios Nobel se han encargado de reconocer que los estudios sobre el comportamiento humano tienen tanta o más validez para la economía que las tablas input-output y nuestras decisiones en esta materia no son tan racionales que sólo compramos casas cuando bajan de precio y todos huimos del mercado cuando están por las nubes.
Como es obvio que compramos cuando otros compran, habrá que admitir que factores tan aleatorios como la moda nos conducen a comportarnos como la mayoría, aunque esa mayoría esté equivocada. Y cuando somos conscientes del error, puede haber alcanzado niveles estratosféricos, como ha ocurrido con la vivienda. Pero lo que más desafía a la racionalidad es que esa tendencia al absurdo, que hizo que una casa pasase de valer cinco años de trabajo a doce, encontró la justificación de gobiernos, bancos y autoridades monetarias. No sólo no advertían sobre la locura, sino que echaban más madera a la locomotora, quién sabe si por convencimiento o porque el instinto de conservación aconseja no ponerse delante de un tren que marcha a tanta velocidad y en el que los pasajeros parecen ir tan felices como el inconsciente del maquinista.
Nadie se salva de la quema. Ni los políticos, ni los reguladores ni los expertos. En estos años de euforia se han vendido toneladas de libros de gestión empresarial. Un éxito detrás de otro. En la bolsa también es muy fácil ser gurú cuando sube todos los días. Pero tantos consejos brillantes no han servido para evitar volver a cometer los errores de siempre. Los negocios fáciles se han acabado y para los difíciles hay que tener suerte y templanza. Ojalá tanto management aprendido en estos años nos haga salir más rápido de la crisis, pero a la vista de que muchos de los libros de éxito de ayer se venden de baratillo hoy, cuando resultarían más necesarios, caben bastantes dudas sobre su utilidad.
Los libros son muy importantes para todo en la vida, pero en este terreno ofrece más confianza el semillero de emprendedores que se ha creado en un país donde tradicionalmente no los había que toda la literatura económica. Muchos de estos nuevos empresarios se darán el batacazo al enfrentarse a una situación tan adversa, pero los que queden seguirán siendo muchos más de los que teníamos en el pasado y con los que vuelvan a intentarlo –un empresario nunca se da por vencido, por vocación o por necesidad– tendremos muchas más oportunidades de salir de ésta. Y de otras que lleguen en el futuro. Esa multiplicación de iniciativas con el ánimo de que arraiguen unas cuantas es el único cambio de modelo económico posible. Quien crea que puede hacerse un modelo económico de diseño desde el Gobierno, como se hace un mueble de diseño, es un perfecto iluso, aunque quizá tenga éxito escribiendo libros de gestión cuando se acabe la crisis.

Transparencia
en las obras

Las constructoras cántabras rara vez ganan concursos de obras en Castilla y León o en el País Vasco; las vascas en Cantabria y las extranjeras en España. No hay ninguna norma que lo impida, pero es un hecho. Algo ocurre en los mercados de la obra pública que distorsiona la competencia y no deja de ser curioso que eso se produzca precisamente allí donde deciden las propias autoridades. Bruselas, que en eso de las distorsiones del mercado es muy poco tolerante, ha decidido tomar medidas, ante las quejas formuladas por constructoras de otros países y ha exigido a España que acabe con una práctica inveterada, la de los modificados de obras públicas, esa que permite elevar el precio al que se ha contratado con la excusa de alguna mejora sobre el proyecto o la aparición de una circunstancia imprevista. No deja de resultar sospechoso que el imprevisto aparezca en todos los casos, lo que demuestra que todos los proyectos se hacen mal, con lo que habría que despedir a quienes los firman, o hay una picaresca encubierta y tácitamente aceptada por las autoridades.
Las constructoras españolas ya cuentan con el modificado a la hora de hacer sus ofertas pero, al parecer, las de otros países no. En la mayor parte de los estados europeos se contrata a precio cerrado, de forma que la empresa asume cualquier riesgo del proyecto. Por ese motivo, sostienen que cuando concurren a una obra en España actúan con cierta ingenuidad sobre sus competidores locales: ellos presupuestan sobre el coste real de la obra y casi siempre quedan excluidos por no ser competitivos en precio. Luego, quien consigue la obra acaba por cobrar más de lo que pedían los excluidos.
La Ley de Contratos Públicos española en realidad es bastante severa para admitir un sobrecoste máximo del 20% y sólo podría llegar a alcanzar el 50% si lo aprueba el Consejo de Ministros, pero los caminos legales de las administraciones son lo bastante tortuosos como para que esas fronteras se desborden con frecuencia. El caso del velódromo Palma Arena, que se adjudicó en 47 millones de euros y ha costado casi 80 no ha llegado a los tribunales por superar todos los gastos admisibles, sino por las corruptelas en el pago a políticos. En el superpuerto que se construye en Gijón, presupuestado en nada menos que 500 millones de euros, ya se ha presentado un modificado que lo encarece un 43%, que ha sido rechazado por la Comisión Europea, el primer varapalo a nuestro país por estas desviaciones.
En Cantabria tenemos ejemplos más que sobrados. La reforma del Palacio de la Magdalena, que fue presupuestada por el Ayuntamiento de Santander en poco más de mil millones de pesetas acabó superando los cinco mil. Algo parecido ocurrió en la carretera a Bárcena Mayor o en el Palacio de Festivales. El problema de los modificados y reformados se ha reducido sensiblemente en las cuantías pero es casi inevitable el sobrecoste del 19,9%, el máximo legal. Un porcentaje demasiado sospechoso y reiterado como para considerarlo una incidencia casual.
Resultaría injusto no reconocer que en muchas obras aparecen circunstancias no previstas que las encarecen o se hacen mejoras, como también hay que ser conscientes de que las empresas están pujando demasiado a la baja para poder obtener una cartera de trabajo y necesitan resarcirse por esta vía para no perder dinero, pero no está de más que Bruselas nos recuerde algo que las autoridades locales habían olvidado: si una obra necesita un modificado, debe convocarse un nuevo concurso. Alguien pensará que eso será un auténtico disparate, ya que las paralizaría prácticamente todas. Probablemente, pero todo el mundo acudiría con la lección aprendida a los siguientes concursos: las obras se adjudicarían en un precio más real, todo el mundo competiría en igualdad de condiciones y sabríamos desde el principio lo que van a costar. Aplicar la ley a veces es muy incómodo, pero a la larga da resultado.

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