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Tarifas no, pero para todos

Los pequeños transportistas piden una tarifa mínima para los portes que hacen porque no les salen a cuenta, pero no tienen más alternativa que seguir haciéndolo. O cogen lo que les ofrecen o no trabajan y, en ese caso, pierden aún más. Es una vieja polémica y, de hecho, en varias ocasiones se han llegado a establecer tarifas indicativas, que casi nunca se han cumplido. Pero el Gobierno arguye que imponer tarifas obligatorias sería ilegal en un contexto europeo que prohíbe las prácticas restrictivas del libre mercado. El argumento sería perfectamente comprensible si, por la misma razón, también se considerasen ilegales las tarifas de los taxis (cada uno debería poder poner el precio que quisiera o no cobrar los casi seis euros de suplemento que añaden en Madrid por entrar a una estación), por no hablar de las tarifas fijas que estipulan los colegios de arquitectos o los de dentistas.
Es evidente que vamos a unos mercados cada vez más abiertos y no podemos retroceder en este camino, porque en todos los cotos cerrados el perdedor suele ser el cliente, pero es igual de cierto que no todos los colectivos son tratados por el mismo rasero. Los hay con la suficiente fuerza como para defender privilegios históricos que hoy son muy difícilmente justificables pero que casi nadie cuestiona. Por ejemplo, es muy dudoso que estén mejor defendidos los enfermos españoles por comprar las medicinas en farmacias propiedad de un titulado que si el propietario fuese un empresario cualquiera.
El transporte por carretera puede tomar la calle, bloquear las ciudades, parar las fábricas y dejar las tiendas sin alimentos y esa es una fuerza tan desmesurada que sabe que cuando la ejerce tiene muchas probabilidades de ganarse la animadversión de los ciudadanos. Y quien quiere conseguir una conquista política (la tarifa tendría que fijarla el Gobierno) tiene que procurar tener a la ciudadanía como aliada y no en contra. Pero el auténtico enemigo de los transportistas no está en el Gobierno, ni en las empresas que los contratan, ni en los productores de petróleo, ni en los sufridos afectados, sino en su mismo sector. Los 260.000 camiones que hay en España son una enormidad que resulta más evidente en épocas de recesión. El mercado no da para tanto y esa es la razón de que las empresas cargadoras paguen los portes al precio que los pagan. Si alguien no lo acepta, siempre habrá otro que lo coja, y si no lo hace con un conductor nacional, será con un chófer extranjero.
Alguien tendrá que pensar en una reestructuración que retire de la carretera a los transportistas más veteranos porque, a pesar de que las limitaciones de las jornadas han mejorado sensiblemente las condiciones de trabajo, con 65 años nadie está en condiciones óptimas para llevar un mastodonte por carreteras atestadas de glorietas estrechas y de cruces peligrosos o por polígonos hechos con los pies, donde ni siquiera hay sitio para maniobrar en las cargas y descargas. Así, quizá consigamos racionalizar un sector desmesurado y descubrir, por fin, el ferrocarril, ese medio de transporte que usan en otros países y que en España es casi residual. Algo para lo que la propia Renfe hace muchos méritos, pero esa es otra historia.

Cuando hasta la basura se cotiza

Las freidurías de Estados Unidos ahora tienen que vigilar los cubos de la basura. No es que el país haya vuelto a los años negros de la Depresión, ni mucho menos. El dólar baja, pero no es para tanto. El problema es que el petróleo sube y eso sí que afecta a la basura o a algunas basuras concretas. Hasta no hace tanto, para deshacerse de las grasas usadas había que pagar, pero ahora hay que pagar por controlarlas, porque hay demasiados voluntarios para llevárselas gratis.
Para entender este cambio repentino de actitudes con respecto a una sustancia pringosa y de olor desagradable hay que añadir que la grasa se cotiza ahora como nadie había imaginado. A finales de mayo, esa pasta amarilla semisólida se pagaba en Nueva York a 42 céntimos el kilo, por lo que cualquiera de los robaceites que recorren las calles tratando de vaciar los bidones de residuos que las hamburgueserías dejan en los callejones traseros puede conseguir 3.000 euros en una noche si consigue llenar un pequeño camión.
Tanto interés por la limpieza no le hace ninguna gracia a las freidurías que, a la vista del nuevo negocio, ya han llegado a acuerdos con los fabricantes de biodiésel para entregarles las grasas, que éstos procesan con alcohol para obtener el combustible. Con la subida del petróleo y unos precios de las gasolinas que aquí nos parecerían baratos pero que en Estados Unidos escandalizan, el uso de biodiésel cada día es más común, tanto que hay quien se lo fabrica en su propia casa, ya que los equipos necesarios son bastante obvios y cualquiera puede averiguar en Internet la forma de hacerlo.
Como cabía esperar en ese reino de los pleiteadores que es Estados Unidos, ahora se dirime una batalla legal para determinar si todo lo que se coloca junto a la basura –como las grasas usadas– es basura y, por tanto de quien se lo lleve, o no. Si lo es, las bandas que se han dedicado a esta peculiar liposucción de los bidones ajenos no habrán cometido delito alguno y los dueños de las hamburgueserías tendrán que buscar otro sitio más protegido donde dejar las grasas, aunque los cocineros ya han advertido que ellos no están dispuestos a acumularlas y convivir con ese olor rancio.
Está claro que el petróleo crea una cascada infinita de repercusiones que llegan a los lugares y los productos más insólitos. Si sube el gasoil, se vende más biodiésel y, a su vez, suben los cereales, sube el pan, suben los piensos que hacen subir la leche y hasta suben los residuos, que empiezan a necesitar custodia, por inverosímil que parezca.

Nuestra mejor exportación

Dice Joseph E. Stiglitz, el premio Nobel de Economía que parte del secreto de la evolución política y económica de América Latina en las dos últimas décadas está en España y no porque nuestro país haya hecho nada especial por sus hermanos de lengua, sino por un efecto contagio del que nosotros ni siquiera somos conscientes.
Los economistas, más que establecer las reglas de comportamiento futuras de las sociedades, tratan de interpretar las pasadas y sacar conclusiones. Cada vez funcionan más con el retrovisor y menos con los modelos econométricos, porque el ser humano tiende a repetir las pautas a lo largo del tiempo. Lo que está claro es que la economía tiene más de ciencia social que de ciencia pura y como tal, está influida por todos los defectos y por todas las virtudes humanas. Cada individuo toma las decisiones económicas por necesidad, por ambición, por codicia o por seguridad, pero también por generosidad, por solidaridad con generaciones futuras o por un optimismo vital. Todos estos sentimientos contrapuestos acaban por dar un parámetro que casi nunca es fácil de calcular.
En la América Latina actual se han juntado muchos factores positivos, entre ellos una fortísima subida de las materias primas, que beneficia, obviamente, a los países productores. Pero ciclos parecidos se vivieron en el pasado y sólo provocaron una embriaguez de consumo que generó hiperinflación, desequilibrios desbocados en la balanza de pagos y, al final, más pobreza.
Algo ha cambiado en todo el subcontinente porque, por primera vez, ha logrado conciliar unos índices de crecimiento muy elevados, en algunos casos superior al 10%, con una inflación casi europea y con unos gobiernos de carácter civil y estables, por muy pintorescos que resulten algunos de ellos. Es decir, todo lo que nunca tuvieron estos países desde su independencia de España.
Dice el Nobel norteamericano que buena parte de estas circunstancias se las hemos inoculado nosotros, los españoles, inconscientemente, por el mero hecho de que ellos han tratado de mimetizar nuestra evolución política y nuestras decisiones económicas. Cada uno con sus matices nacionales, pero todos con una sensación de que lo que sirvió para España, un país del que se decía que no estaba hecho para la democracia, puede servir para ellos.
Nunca computaremos en nuestra balanza de pagos esta exportación de democracia y racionalismo económico, pero probablemente sea una de las más importantes que hemos realizado. Estados Unidos, Francia e Inglaterra pasarán a la historia por haber exportado los derechos civiles y la libertad de comercio a gran parte del Planeta, es decir, por globalizar una forma de vida y de gobernarse a la que cada día van sumándose más países. España lo hizo en su día, pero el sistema que instauró fue sustituido por el que más tarde llegó de los países anglosajones. Ahora tiene una segunda oportunidad histórica de influir en el desarrollo de otros países y probablemente no la esté aprovechando por puro desconocimiento. Para una vez que nos convertimos en una referencia a seguir, nos perdemos en debates internos poniendo nosotros mismos el modelo en duda.

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