GUERRAS DE PINTURA
“Olvídate del ciudadano pacífico y tranquilo que eres y descubre el guerrero que hay en tí”. Es la seductora propaganda que utiliza el campo de paintball de Cueto para promocionarse.
Los ejecutivos cuelgan el traje y la corbata en los vestuarios y abandonan en el perchero su identidad. Embutidos en un mono de camuflaje, guantes y una careta digna de la Guerra del Golfo se preparan para el combate. Se forman dos equipos y a cada uno de ellos se le asigna una bandera que tendrán que defender. Una roja y otra azul. Los guerreros pactan las reglas del juego que pueden variar a capricho del cliente. Los grupos oscilan entre las seis y diez personas que se enfrentan repartidos en dos bandos para defender su enseña y conquistar la contraria.
Una vez que todos los jugadores se han convertido en rambos aficionados se les entregan las pistolas –marcadoras, precisa Amadeo, dueño del campo de paintball de Cueto– y la munición, a razón de cien bolas de pintura por cabeza. Como no podía ser de otra manera, las balas son completamente inofensivas. Una cápsula redonda de tres milímetros de diámetro rellena de gelatina y colorantes alimenticios biodegradables, que al impactar contra el objetivo libera una aparatosa mancha de pintura de colores que se borra en poco tiempo. Al enemigo, por tanto, se le elimina con un inofensivo balazo de pintura temporal y no tóxica.
El jugador que recibe un impacto queda eliminado, levanta su mano izquierda y pasa a la zona neutral hasta que sus compañeros acaben la partida. “Normalmente el juego dura entre una hora y hora y media pero si lo desean pueden adquirir más munición para continuar la batalla”, precisa Amadeo.
Cada jugador abona tres mil pesetas por el alquiler del equipo y cien bolas. Un precio elevado que se justifica por lo caro que resulta el material, especialmente las municiones de pintura. La partida se desarrolla sobre un terreno con dos trincheras, una para cada equipo, salpicado de obstáculos que parapetan el avance de los guerreros hacia posiciones enemigas.
“Es divertidísimo y crea adicción. Te pone a cien, comienzas a sudar y liberas muchísima adrenalina. La gente normalmente repite porque engancha”, comenta el dueño del campo de Cueto.
Un curioso origen
Gritos, emoción, carreras y mucha estrategia. Los jugadores pronto empiezan a sudar y descargar adrenalina. Todo gracias a una competición a medio camino entre el deporte y lo lúdico que recupera los juegos infantiles adaptados a un público ya madurito. El paintball tiene un origen curioso ya que nació como una fórmula para marcar el ganado en Australia sin necesidad de capturarlo. Los vaqueros disparaban en la distancia a las cabezas en movimiento para tatuarles la divisa. Hasta que un día, al acabar la jornada, empezaron a disparase entre ellos. De ahí nació este deporte que ha ido creciendo en importancia hasta el punto de que algunos países extranjeros celebran campeonatos.
Hace cinco años que España importó el paintball, y comenzaron a crearse campos para competir con pistolas de balas de pintura. El negocio no ha tardado mucho en llegar a Cantabria donde ya funcionan tres instalaciones, una de ellas recientemente inaugurada en un privilegiado terreno de Cueto con vistas al mar por Amador Rodríguez.
Al contrario de lo que ocurre en Madrid y en otras grandes ciudades, donde las empresas hace tiempo que han propiciado las actividades al aire libre como estas que contribuyan a formar espíritu de equipo y a ejercer el liderazgo, en Cantabria mantienen una actitud más tímida en este terreno y eso hace que las expectativas económicas de los campos sean, por el momento, modestas. Otro inconveniente con el que se encuentran es que el paintball no cuenta con el reconocimiento oficial como competición deportiva, una circunstancia que les obliga a basar el negocio en el alquiler del material.
Tres campos en Cantabria
El campo de Cueto se une a los que ya funcionan en Isla y en Ruiloba, en ambos casos fruto de la iniciativa de un grupo de emprendedores locales. El más veterano es el de Ruiloba que abrió sus puertas hace tres años y cuenta con un equipo de jugadores propio, agrupados en la Asociación Cántabra de Paintball, que participan en competiciones con otras provincias españolas. Su promotor, el torrelaveguense Juan José Palacio del Campo, admite que no ha invertido mucho en publicidad y que ha funcionado el boca a boca. El campo, un área irregular salpicada de arboles y obstáculos que favorecen el camuflaje, tiene una extensión algo mayor que la de un estadio de fútbol.
El campo de paintball de Isla entró en funcionamiento a principios de este año y es el más amplio de todos. Está ubicado en unos terrenos cercanos a la zona de hoteles del pueblo y tiene 16.000 metros cuadrados de superficie donde desarrollar estas guerras particulares y sin víctimas.