El único suelo que no sube
En los últimos dieciséis años, el precio de la tierra de cultivo ha aumentado en España un 166%. En Cantabria sólo ha crecido un 13,6%, lo que significa no sólo un estancamiento, sino una fuerte recesión, si se tiene en cuenta que el incremento es ocho veces menor que la inflación acumulada.
La situación es preocupante, dado que eso significa un empobrecimiento de los activos tradicionalmente ligados a la ganadería. Mientras que un empresario urbano puede confiar en que, además de los beneficios ordinarios de su actividad, se revaloricen sus oficinas, locales comerciales o naves, el rural se encuentra con que sus tierras no evolucionan en el mismo sentido y, por tanto, no contribuyen a mejorar los resultados de su explotación, siempre modestos. Sólo se libran de esta tendencia aquellos que viven en la franja costera, donde al aprovechamiento agrario del suelo se une un uso inmobiliario alternativo, lo que multiplica el valor de los terrenos.
Evolución atípica
La evolución de Cantabria no tiene parangón en otras regiones. En Canarias, a lo largo de los dieciséis años que tiene documentados el Ministerio de Agricultura, el precio del suelo rural se ha multiplicado por 5,3. En Andalucía por 4 y en Castilla-La Mancha por 2,5. Estas revalorizaciones explosivas son consecuencia, en parte, de unos precios iniciales muy bajos y en otra parte de las fuertes subvenciones comunitarias ligadas a algunos de los cultivos de secano, pero en cualquier caso, reflejan unas expectativas muy importantes, porque indican una elevada presión compradora, después de décadas donde la mayoría de los propietarios de suelo agrícola eran vendedores, dispuestos a emigrar y abandonar definitivamente su vinculación al medio rural.
No todos los incrementos son igual de espectaculares. De hecho, tampoco en Cataluña o en Aragón el precio de la tierra ha conseguido mantener el ritmo del IPC, pero han tenido un comportamiento sensiblemente mejor que el de Cantabria, la región donde peor ha evolucionado la cotización, con mucha diferencia.
Peor evolución que el resto de la Cornisa
Las razones sólo pueden atribuirse al mercado interno. De lo contrario, no podría entenderse que se produzcan unas diferencias tan sensibles entre lo que ha ocurrido en Cantabria y lo de comunidades vecinas como el País Vasco y Asturias, donde el suelo rural tiene una tipología muy semejante y los usos son prácticamente idénticos. En el Principado, que partía de unos precios sensiblemente inferiores a los de Cantabria, la tierra se ha revalorizado un 142,4% desde 1983 y en Euskadi un 245%.
En 1999 una hectárea de pradería costaba en Cantabria 1.399.000 pesetas, según las estimaciones del Ministerio de Agricultura que hace el promedio considerando todo tipo de suelos, incluidos los de ladera, y ponderando el peso geográfico de cada uno de ellos. Una cotización muy moderada si se tiene en cuenta que en 1983 el precio era de 1.232.000 pesetas, el más caro del país para cualquier tipo de cultivo, exceptuando los naranjales y las plataneras y a gran distancia del valor que tenía la pradería en otras regiones. En concreto, duplicaba el de Asturias. Ahora, la cotización del prado natural de Cantabria está muy por debajo de la que alcanza en Galicia (2.009.000 pesetas), en Asturias o en el País Vasco.
La evolución con respecto a otro tipo de usos agrarios también ha sido negativa. En el conjunto del país, una hectárea de secano, que costaba 272.000 pesetas hace década y media vale ahora 693.000 pesetas de media, aunque en algunos casos, como los del sur de Galicia superaba los dos millones de pesetas y, en cambio, en Aragón puede adquirirse por 266.000.
Bajan las diferencias entre el regadío y el secano
Una hectárea de regadío cuesta en España una media de dos millones de pesetas, pero en este caso, las diferencias entre los extremos, que se encuentran en Galicia y Extremadura, son proporcionalmente menores. La más cara, la gallega, se cotiza a 3,8 millones de pesetas y la más barata, la extremeña, a poco más de un millón.
Resulta significativo el hecho de que el regadío se haya encarecido en menor proporción que el secano, quizá por las ayudas comunitarias a los cultivos herbáceos que han existido hasta 1999. Así, mientras que en 1983 la tierra de regadío costaba aproximadamente cinco veces más que la de secano, ahora la proporción es de 3 a 1.
Esta tendencia a la equiparación se ha producido también en la evolución regional de los precios, donde ya no median las distancias abismales que existían entre las zonas más caras (Cantabria, Comunidad Valenciana o Baleares) y las más baratas (Extremadura y Castilla-La Mancha).
En 1983, el prado cántabro costaba 32 veces más que el pastizal manchego, ahora sólo cuesta diez veces más. Los naranjales de regadío también han perdido pujanza aunque no tanta (hoy la hectárea se cotiza por encima de los seis millones de pesetas).
Terrenos baldíos
La evolución negativa de los precios reales (deflactados) de la tierra rural cántabra está claramente relacionada con la política de cuotas lecheras que fuerza la salida de ganaderos del sector. De los más de veinte mil productores de leche que había en la región en 1983, hoy quedan menos de 5.000 y casi la mitad de ellos no parecen muy interesados en la continuidad, si se tiene en cuenta que ni siquiera han pedido la ampliación de su cuota. A pesar de que la producción lechera no ha descendido desde entonces, los aprovechamientos del suelo son sensiblemente menores, hasta el punto que la Consejería de Ganadería se ha visto obligada a incentivar económicamente el mantenimiento de las praderías para evitar que las muchas que han dejado de segarse o de servir como pastos degeneren en maleza, algo que empieza a preocupar por sus efectos sobre el medio natural, especialmente como factor coadyuvante en los incendios.
Sin embargo, circunstancias muy semejantes no han impedido que la pradería conociese fuertes subidas en Asturias o el País Vasco, al menos hasta hace dos años, y esta correlación entre la política comunitaria y los productos no se da siempre en forma mecánica. También se dan excedentes en la vid y en el olivo, que la UE ha tratado de solucionar con políticas drásticas de arranque de cepas y árboles, pero en ambos casos, son cultivos que suben espectacularmente de precio, quizá porque los supervivientes han pasado a tener menos competencia.
La cotización del viñedo destinado a vinificación se ha triplicado en los últimos quince años y si en 1983 costaba la tercera parte que el prado natural cántabro, ahora ha superado su precio, sobre todo en Galicia, donde se aproxima ya a los seis millones de pesetas, y en el País Vasco (más de 4,5 millones).
El caso del olivar destinado a la extracción de aceite es aún más llamativo. En 1983 una hectárea de olivos de almazara se cotizaba a 414.000 pesetas de media (la tercera parte que el prado cántabro) y ahora supera los 2,3 millones de pesetas, el doble de lo que cuestan nuestras praderías.
Como consecuencia de estas evoluciones, el prado cántabro, que a pesar de ser un mero aprovechamiento y no un cultivo, era el más valioso del país, apenas supera la cotización media del suelo rural español, y ha sido claramente superado por el olivar, el limonar, los frutales de hueso –tanto en secano como en regadío–, los de pepita de regadío, y por la tierra de cultivo de regadío. Una evolución en que, por otra parte, ni siquiera ha habido los dientes de sierra que se han producido en otros lugares. En Cantabria, las praderías, simplemente, tienen un encefalograma plano.