El nacimiento de un imperio: Los EE UU de América

El hecho más destacado de comienzos del siglo pasado fue la transformación de los Estados Unidos en la primera potencia mundial, algo que ocurrió en muy pocos años como consecuencia de un enorme desarrollo de su capacidad productiva y de la aparición de un interés por lo que ocurría en el exterior, algo que el país no sintió hasta la Guerra de Cuba contra España. Hasta ese momento, su única ambición había sido la colonización de su gran territorio en una auténtica carrera para alcanzar la costa del Pacífico.

A partir de 1895 la producción industrial progresó con mucha rapidez debido a la utilización de nuevas fuentes de energía y a la introducción de sistemas de fabricación a gran escala; pero en ningún lugar se produjeron los avances con tanta celeridad como en EE UU, que en treinta años pasaron de representar el 28% de la producción mundial al 38%, mientras que Gran Bretaña bajaba del 27% al 14%. Los norteamericanos no sólo se habían hecho mayores de edad, sino que, de una forma no del todo consciente, habían arrebatado el liderazgo mundial a su antigua metrópoli.
En los grandes estados industriales, y sobre todo en los EE UU, los beneficios se acumulaban rápidamente y eso hizo que se planteara la necesidad de encontrar nuevas inversiones. Los poseedores de capital empezaron a buscar oportunidades en otros países, a través de empréstitos a sus estados, o mediante la fundación de empresas que explotasen sus riquezas naturales. Al mismo tiempo, las grandes compañías se organizaron entre sí para controlar los mercados, lo cual dio como resultado la concentración en trust y cartels –cuyos pioneros fueron los norteamericanos– hasta formar gigantescos conglomerados que llegaron a acaparar la producción y venta de numerosas materias primas. Igualmente, hubo una concentración de los medios de crédito, de enorme importancia para financiar la aventura exterior.
En resumidas cuentas, los riesgos que se tomaron para andar por el mundo no fueron excesivamente importantes, y más si se tiene en cuenta el apoyo gubernamental que tuvieron estas iniciativas privadas.
Un ejemplo acerca del espíritu que animaba esas economías puede ser la declaración del presidente de la norteamericana Bankers Association en 1898: “Hemos sido durante mucho tiempo el granero del mundo. Hoy aspiramos a ser su fábrica.”
Los horizontes del país empezaban entonces a internacionalizarse. Si hasta bien avanzado el siglo XIX la conquista del territorio indígena había sido el medio principal de expansión de la economía norteamericana, en los comienzos del siglo XX esa fórmula estaba agotada y ya no quedaban en el mundo sitios libres de conquista. Las necesidades de extensión de la poderosa maquinaria industrial occidental debían tomar otras formas más expeditivas, como la guerra imperialista o la promoción de guerras entre los propios estados colonizados. No obstante, los norteamericanos introdujeron una tercera fórmula mucho más refinada, la instauración de las zonas de influencia.
El éxito económico de su sistema provocó masivos desplazamientos humanos desde Europa hacia los EE UU, que realimentaron su maquinaria productiva. La industria norteamericana pudo encontrar la mano de obra que necesitaba para su desarrollo y el Congreso norteamericano puso especial empeño en mantener abierto el territorio de la Unión a la entrada de inmigrantes, eso sí de piel blanca.

Un modelo distinto

Hay que tener en cuenta que los EE UU se habían formado frente a un espacio abierto, dicho sea sin menoscabo de los indígenas que habitaban la zona, y lo hicieron con su particular y bien conocida rapidez de crecimiento demográfico y económico.
En realidad, los norteamericanos, que habían surgido de unas oleadas de morigerados peregrinos, muy distintos a los pendencieros personajes que han poblado las películas del Far-West, despreciaban Europa como tierra de violencia, aunque hay que reconocer que ni sabían ni comprendían lo que pasaba Océano Atlántico de por medio. En cualquier caso, estaban convencidos de su superioridad moral y creían comprender mejor que los demás el secreto del progreso humano. Es difícil que pudiesen imaginar lo que Oscar Wilde pensaba de ellos por entonces: “Estados Unidos es el único país que ha pasado del barbarismo a la decadencia sin que hubiera civilización por medio”.
El caso es que a partir del triste para nosotros 98, los americanos pasaron del desinterés por todo lo que no ocurriera en su país a un súbito convencimiento de que tenían un importante papel en el mundo.
El imperialismo no tiene nada de original, ya se había practicado anteriormente, pero éste presentaba algunas novedades significativas. En América ni los ciudadanos ni sus representantes pensaban en imponer a nadie una forma de organización política, puesto que ellos se habían formado rompiendo una sujeción colonial, así que les repugnaba la idea de conquista. Lo que pensaron fue en establecer zonas de influencia, que en el fondo acabaron siendo algo muy parecido. Establecer esas zonas se convirtió en el objetivo de la diplomacia del dolar que se ejecutó con dos intereses cogidos de la mano: los económicos y los políticos.
Primero se instaban demandas de concesiones de obras públicas, minas o servicios en un país tercero o se le ofrecía ayuda financiera o técnica para organizar la administración o una moneda estable, todos ellos objetivos muy encomiables en sí mismos. Mientras tanto, el aparato político estadounidense se reservaba el derecho a actuar como agente de policía en esos países, para que en el caso de producirse inestabilidad, garantizar el interés de sus inversores con una intervención, explícita o no. La Administración norteamericana también les forzaba a la apertura de barreras arancelarias o administrativas que podían perjudicar a sus empresas y aseguraba los intereses de sus nacionales afectando ingresos estatales de esas naciones a los pagos a los inversores.
El mantenimiento del orden en los países donde había capitales invertidos se consideraba indispensable. Teodoro Roosevelt dijo en 1904 que “si un estado se muestra incapaz de asegurar a los extranjeros la justicia, si comete o deja que se cometan actos en perjuicio de los derechos e intereses de los ciudadanos de la Unión, los EE UU están autorizados a ejercer un poder de policía internacional”. Cien años después, este tipo de dialéctica sigue estando absolutamente vigente.

El salto económico

El espacio que ocupaba EE UU en el mundo no cesaba de aumentar. A partir de una población de 96 millones de habitantes consiguió crecer 20 millones en 20 años, gracias, sobre todo, a los inmigrantes. La potencia agrícola e industrial y el desarrollo económico les colocó en la cabeza mundial de producción de combustibles, de cereales y de algodón. En una década duplicaron la extracción de hulla y doblaron el valor de la producción manufacturada. Finalmente, la metalurgia americana sobrepasó en un 90% a la alemana, que hasta entonces había encabezado los mercados.
Todo esto no lo hicieron solos. Europa, además de poner la fuerza de trabajo a través de los emigrantes, también puso buena parte de los capitales, que en 1913 llegaron a los 15.500 millones de dólares.
Entre tanta prosperidad también hubo lugar para la crisis, porque en 1907 y 1908 la producción de acero bajó a la mitad y el paro registrado alcanzó al 35% de los obreros. El fortísimo crecimiento había provocado la aparición de muchas empresas nuevas, una subida de los tipos de interés y, a la postre, un aumento de las cargas financieras que los recién llegados no siempre pudieron afrontar.
La salida a los mercados exteriores era contradictoria, no obstante, con las altas tarifas aduaneras que protegían el mercado interno norteamericano de la competencia exterior, de tal manera que el nuevo presidente demócrata Wilson se vio moralmente obligado a reducirlas entre un 20% y un 30% señalando de forma muy sensata que “el comercio es recíproco; no podemos vender a menos que también compremos”.
Wilson supuso un notorio cambio con respecto al republicano Roosevelt, y se mostró en contra de los métodos habituales de la diplomacia del dólar, eso sí, sin renunciar a la expansión económica ni al establecimiento de una influencia política. Su secretario de Estado, Bryan, dijo que la política exterior iba a dejar de estar orientada por el deseo de explotación comercial o por los intereses de un pequeño grupo de financieros. De vez en cuando también hay quien habla claro en América, aunque Bryan no acabó la legislatura.
En menos de dos décadas había nacido un gigante económico y político mundial, que hasta finales del XIX permanecía agazapado, interesado exclusivamente en cubrir territorialmente su vasto espacio entre costa y costa. Ese espacio se le había quedado ya muy pequeño.

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