Editorial

Los niños son conscientes de que los Reyes no vienen todos los días pero sólo de mayores aprenden que en las alforjas de los camellos cabe lo que cabe, a no ser que se trate de camellos oficiales, cuya prodigalidad damos por infinita. Sólo así se entiende que la polémica de si es más oportuno hacer nuestro AVE a Madrid o conectarlo con Bilbao haya acabado por convencernos de que es mejor pedir los dos. Y no añadimos un tercero en la carta a sus majestades porque hasta el momento nadie ha hablado de otra ruta, pero tampoco hay que descartarlo.

Conectar con Madrid tiene unas ventajas y hacerlo con Bilbao tiene otras. Lo que hay que discutir con rigor es si las primeras superan a las segundas o viceversa. Todo lo demás es una invitación a dejarnos cocer en nuestra propia duda, algo que ya ocurrió con el Santander-Mediterráneo en 1970, cuando Alfonso Osorio, por entonces presidente de Renfe, ofreció acabarlo por Reinosa. Nadie nos va a dar la oportunidad de elegir entre uno o dos AVEs, como Camba hacía con los huevos, sino, en el mejor de los casos, entre cero y uno y conviene ser pragmáticos. La experiencia demuestra que el conflicto y la indefinición en los trazados que han planteado algunas autonomías sólo han servido para retrasar las decisiones.
Si somos realistas hay que hacerse a la idea de que gobierne quien gobierne, hay muchas menos posibilidades de que se haga el AVE a Cantabria de lo que nos han hecho creer. El AVE a Sevilla, que según la opinión general ha sido un éxito clamoroso, ha tardado dieciséis años en acumular una facturación equivalente a lo que costó la obra en 1991. Es evidente, por tanto, que si el precio del billete hubiese tenido que repercutir su amortización, no se hubiese vendido ni uso solo. Todo eso ha ido a las espaldas del Estado, como van a ir todas las inversiones de cada una de las líneas que se vayan abriendo. En la de Cantabria, ni siquiera habría forma de cubrir los gastos ordinarios de explotación, puesto que una comunidad de 500.000 habitantes no genera clientela suficiente para ello, y menos aún cuando a la mitad de la población no le merecerá la pena desplazarse a Santander o Torrelavega para coger el tren, porque en ese traslado perderán el tiempo que debieran haber ganado al utilizarlo.

Se nos olvida también que el AVE a Barcelona ha tardado diecisiete años con respecto al de Sevilla. Las polémicas con cuanto tiene que ver con Cataluña a veces nos nublan la vista sobre la justicia de algunas de sus reclamaciones, porque es muy difícil dejar de reconocer que la primera y más obvia de las líneas de alta velocidad españolas debiera haber unido Madrid con Barcelona y todavía hoy está por concluir. Alfonso Guerra confiesa en su último libro de memorias que si se optó por Andalucía fue por el convencimiento de que, de haberse abordado primero el AVE a Barcelona, el de Sevilla no se hubiese hecho nunca, mientras que la racionalidad del tren de alta velocidad a la frontera francesa por Cataluña lo empujaría de inmediato. Pues no, no fue tan inmediato. Y si la línea de Barcelona ha tenido que esperar hasta ahora, con gobiernos del PSOE y del PP, podemos hacernos una idea de lo que va a esperar la nuestra; la única, por supuesto, porque dos no cuelan ni en la carta a los Reyes.

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