Editorial

Si hace doce meses la secretaria general de los socialistas cántabros se hubiese planteado cuáles eran sus mejores expectativas, posiblemente no se hubiera atrevido a imaginar lo que realmente ha ocurrido, que el PSOE llegase a gobernar la región y el Estado. ¿Por qué era tan difícil de presumir? Por la simple razón de que los movimientos sociales no se producen de la noche a la mañana. Necesitan tiempo y maduración. Incluso los partidos requieren un cierto plazo para hacerse a la idea.
Digerir la victoria, en cualquier caso, es infinitamente más sencillo que digerir la derrota, sobre todo cuando no se ha tenido tiempo de interiorizarla. En 1996, cuando perdieron ante el PP, los socialistas llevaban tres años convencidos de que su tiempo se había acabado. Pero ahora, los populares no estaban preparados y, además, saben por haberlo visto en carne ajena, que no hay derrotas dulces.
Los menos proclives al nuevo gobierno insisten en los problemas que se le avecinan a Zapatero, pero se equivocan. Los electores suelen ser muy benevolentes con los recién llegados; el GAL actuó durante la primera legislatura del PSOE y, sin embargo, nadie pidió explicaciones hasta la última. En cambio, el primer mandato en la oposición es dramático para quien pierde el poder, porque ve cómo se deshilvanan todas las costuras que parecían perfectamente sólidas. Por eso, quien ahora merece todo el apoyo es el Partido Popular, que ha de asimilar de un solo trago una situación que nunca antes se vivió en el país, la de pasar de una mayoría absoluta a la nada. Su situación es aún más complicada en Cantabria. Quienes han detentado todos los resortes del poder en la región desde el comienzo de la democracia –por no decir desde siempre– los perdían el pasado verano a consecuencia de un cambio en las coaliciones de gobierno y, diez meses más tarde, se han quedado sin el referente del Gobierno nacional. Ni es culpa de Martínez Sieso –que por cierto ha obtenido unos resultados muy buenos– ni de Mariano Rajoy. Por eso, cualquier intento de desestabilización interna o de pedir responsabilidades a quien no las tiene –y habrá muchos– será injusto.
Los interiores de los partidos se agitan desde hace mucho tiempo por agravios personales y no por diferencias ideológicas. Cuando un partido que ha tenido tanto poder como el PP se ve obligado a abandonarlo, surgen miles de circunstancias particulares de quienes quedan desplazados que intentan vestir su desazón con ropajes más grandilocuentes. Esas tensiones, como se vio con el PSOE, anulan la capacidad del partido para hacer una oposición eficaz. Mucho más cuando suelen encontrar la colaboración de bastantes de sus anteriores aduladores mediáticos, que pasan a ser los primeros en desollar al caído. Basta comprobar como algunos de los que describían a Aznar como el estadista del siglo antes del 14-M lo dibujaban horas después como personaje prepotente y soberbio.

El sistema político español se basa en dos partidos muy fuertes, capaces de articular todo el territorio nacional. Un PP sólido es tan necesario en la oposición como lo fue en el Gobierno. Si los populares superan la crisis inicial que produce la derrota y la pérdida del poder, evitaremos que aparezcan tentativas de dividir el voto conservador en España, la mejor de las herencias que deja José María Aznar. Quizá muchos piensen que esto es poner la venda antes de haberse producido la herida, pero el hecho de que aún no supure no significa nada. Los partidos son organizaciones muy complejas, que en algunos casos están diseñados exclusivamente como máquinas para ganar. La marcha de los diputados regionales más relevantes del PP tras perder el Gobierno en Cantabria es un indicio de los problemas que se plantean cuando las circunstancias empeoran. Es evidente que lo mismo puede suceder a nivel nacional y si alguien cree que podemos permitirnos el lujo de desmantelar todo el aparato político conservador es que tiene poco conocimiento de la historia de España. La travesía del desierto en la oposición es muy dura como para que se quede solo quien va a tener la obligación de capitanearla.

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