Editorial

Subvenciones

Hay principios sociológicos tan inmutables como los de la física. Uno de ellos es que cuando se establece una subvención, no habrá político en su sano juicio que ose acabar con ella, con lo cual se perpetuará en el tiempo, como la guardia que Napoleón III puso ante un banco de Versalles recién pintado, para evitar que alguien se manchase, y allí se mantuvo medio siglo sin que nadie se preguntase por qué.
Las subvenciones generalizadas son consolidables por naturaleza y se convierten en perversas, como ha comprobado Europa con muchas de las ayudas agrarias. Pero se supone que cosechan votos, sobre todo el primer año. Esa razón, y no la justicia, nos está sumergiendo en una realidad de recolectores de unas ayudas que nacieron para aliviar problemas temporales y con las que, sin embargo, habremos de convivir ya de por vida.
Hay pocos ejemplos más claros que lo ocurrido con las subvenciones para el enterramiento de las vacas que mueren de forma natural o por accidente. Desde hace dos años deberían estar siendo incineradas, pero ya se sabe que es mucho más fácil escribir el Boletín Oficial que resolver el problema, y en Cantabria no había hornos a dónde llevarlas, así que hubo que volver a autorizar provisionalmente el enterramiento en las fincas, como se ha hecho toda la vida, aunque esta práctica fuese ilegal en el resto del país.

Ahora que todo el mundo se ha olvidado de las vacas locas, tenemos por fin nuestro horno (el coste y el retraso daría para otro comentario) pero eso no resolvió nada, sino que hizo que arreciaran los problemas. La Consejería de Ganadería se había hecho cargo temporalmente de los costes de recogida y envío hasta Meruelo, que en Cantabria son disparatados en comparación con otras comunidades –más de 40.000 pesetas por animal–, pero la subvención tenía fecha de caducidad y desde enero iban a ser los ganaderos quienes sufragasen el gasto porque, al fin y al cabo, que se muera un animal en las granjas es una incidencia ordinaria, que siempre se ha producido y siempre se producirá.
Para evitar lo que ya se temía, la Consejería propició un seguro que cubriese estos riesgos, del que sufragaba buena parte de la prima. Aparentemente, la solución era muy aceptable para los ganaderos, porque la Administración –es decir, todos nosotros– seguía corriendo con buen parte de los costes. Sin embargo, hasta el día de hoy no ha sido posible ponerlo en práctica. Ante las manifestaciones y la proximidad de las elecciones, el Gobierno anterior dio marcha atrás para volver de nuevo al gratis total, situación en la que permanecemos.

Así que hemos construido un horno incinerador que nos ha costado cientos de millones de pesetas, tenemos seis camiones de la Consejería de Ganadería recorriendo las carreteras de la región para recoger todos los animales que se mueren de forma natural y nos vemos obligados a asumir el coste de destruir más de 12.000 cadáveres al año. Todo sea por la tranquilidad en el campo.
Sirva a modo de ejemplo de lo que acaba ocurriendo con las políticas masivas de subvenciones, que no son privativas de una sola consejería, y basta ver la cascada de convocatorias de ayudas de todo tipo que aparecen en el Boletín Oficial de Cantabria en los primeros meses de cada año. Es un mal que cada día se generaliza más y que como algunas enfermedades invasivas, no tiene retorno, como comprobó Aznar, que nunca logró acabar con el PER. Pero lo peor es que existe la convicción íntima en muchos organismos públicos de que no sirven para nada de lo que se supone que debían servir: crear empresas, propiciar la innovación, impulsar el comercio, modernizar el campo y tantos otros voluntariosos objetivos.
Lo que no cabe entender es que los partidos sigan suponiendo que esa política proporciona votos. Posiblemente sea cierto el primer año. Luego, como comprobó el gabinete de Martínez Sieso, que derrochó dinero en este campo, cuando la subvención se convierte en una costumbre, el perceptor la entiende como un derecho inalienable y deja de recordar quién la estableció. Al que no olvidará jamás es a quien pretenda suprimirla.

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