Editorial

Antes o después, un político en el poder sucumbe a la tentación de gobernar en función de las encuestas. Es el instinto mismo de conservación. Y así se hacen guiños a colectivos, poblaciones y grupos de opinión, siempre que estén entre los votantes potencialmente recuperables. Cuando las encuestas no son muy favorables, se corre el riesgo de multiplicar estas políticas que no siempre coinciden con el interés general, y a veces solo coinciden con el interés particular de quien las ejerce.
En un año preelectoral ese tipo de circunstancias se suelen dar con más intensidad, pero nunca como en esta ocasión. Desde comienzos de año vivimos una vorágine de decisiones inesperadas que no aparecían en ningún programa electoral: un polígono tecnológico en Santander, ayuda mensual para las mujeres con hijos mejores de tres años, desaparición del impuesto de sucesiones… Medidas dirigidas a atraer a colectivos importantes que puedan cambiar la tendencia general del electorado que en las encuestas parece mostrar cierto cansancio, después de muchos años de inequívoco y creciente apoyo al Partido Popular.
Lo que los sociólogos llaman el síndrome de la segunda legislatura empieza a afectar al Gobierno Sieso y a su aliado regionalista que según la encuesta del CIS pierden dos escaños con respecto a su actual posición. Y es curioso que ocurra cuando la candidata de la oposición es desconocida para una mayoría del electorado y cuando Izquierda Unida tiene serios problemas de imagen como consecuencia de su posición en el País Vasco. Tampoco parece corresponderse esa actitud del electorado con un empeoramiento objetivo de la acción de gobierno, que a pesar de torpezas como la nueva sede o el sectarismo en las inversiones municipales, parece más eficaz que en la primera legislatura y, sobre todo, más dialogante. La comparación adquiere distancias de años luz cuando se utiliza como referencia los estrambóticos años de la ruptura de la derecha cántabra en dos fuerzas (PP y UPCA) y hay que recordar que por entonces sumaban una holgada mayoría absoluta, a pesar de la penalización electoral que supone la división de fuerzas.
¿Cómo puede entenderse que un partido bien cohesionado y con una gestión de normalidad no pueda aspirar a reproducir los resultados de aquellos tiempos de caos? Simplemente, por los vientos que soplan en cada momento. La evolución sólo puede achacarse a un estado de opinión general. Los políticos de Cantabria saben que buena parte de su éxito o su fracaso es debido, exclusivamente, a la evolución de su marca electoral en el conjunto del Estado. Si sube la intención de voto nacional del PSOE sube en Cantabria y viceversa. Lo que aporta el candidato regional en estos grandes partidos es tan poco que seguramente no más del 1% de los votantes es capaz de recordar los tres nombres que encabezaban en Cantabria la lista a la que prestó su apoyo en las últimas elecciones.

En estas circunstancias, el Gobierno de Martínez Sieso sabe que se alejan las posibilidades de alcanzar esa mayoría absoluta que acarició en 1998 y crece la preocupación por la posibilidad de que su aliado caiga en la tentación de pactar con los socialistas si estos le ofrecieran la presidencia regional, provocando el mayor vuelco político que se haya producido en Cantabria desde el comienzo de la autonomía.
La encuesta del CIS añade otras preocupaciones para el equipo de Gobierno, y la principal de ellas es el estado de opinión general. Sin haber llegado la crisis, el ciudadano cántabro ya se muestra muy poco satisfecho con la situación económica, algo que resulta contradictorio con la evidencia de que, por el momento, la comunidad sortea los problemas coyunturales con razonable éxito. Si el panorama empeora, da la impresión que volveríamos a caer en esa depresión colectiva que ha afectado a la región más incluso que la propia crisis.

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