Editorial

Los impuestos tienen una arquitectura endiablada. A la vista de que las administraciones públicas no están dispuestas a gastar menos, cualquier supuesta rebaja de uno de ellos implica, inevitablemente, la subida de otro. Si alguien promete suprimir el IAE o el Impuesto de Sucesiones, tendrá que explicar con qué otros tributos va a compensar la pérdida de ingresos para evitar la malévola suposición de que se dejará tentar por la política del maquillaje y repartirá las cargas por distintos lugares, sin que se note mucho, lo que supone adentrarse por una senda poco operativa y cada vez más embrollada.
Esto es lo que le ha ocurrido al Gobierno central con el IAE. Lo que iba a ser una desaparición del impuesto se ha quedado en una supresión para el 90% de los contribuyentes, que a primera vista parece una conquista notable, de no ser porque lo que se pretende es que el 10% restante, además de pagar lo suyo, sufrague también lo de los demás. Las medidas tipo Robin Hood suelen resultar muy populares, pero excesivamente simplistas y casi siempre inútiles. Pongamos un ejemplo: si a partir de ahora sólo pagarán las grandes empresas, que de mejor o peor grado asumirán lo del resto de contribuyentes, se dará la paradoja de que el Ayuntamiento de Camargo, un municipio con poco más de 15.000 habitantes y con varias grandes industrias, obtendrá unos recursos más elevados que el de Santander, doce veces mayor, que sólo puede pasarle el recibo a GSW, a la antigua Funditubo y a la sede social del SCH. ¿Qué sistema de compensación se establecería para solucionar semejantes desequilibrios, o cómo se podrá aceptar la ausencia total de ingresos por IAE que se produciría en muchos ayuntamientos donde no está asentada ninguna gran compañía?

La opción complementaria propuesta por el Gobierno plantea sorpresas parecidas. Si se traslada el problema a las compañías telefónicas, que por cierto no están para muchas alegrías, y han de pagar a los ayuntamientos en función de las antenas que tienen instaladas en cada uno de ellos, habrá municipios con montes tan estratégicos como Peña Cabarga que obtendrán unos suculentos ingresos en detrimento de otros sin antenas. Todo ello sin entrar a valorar la filosofía del tributo, una trampa estúpida para el propio Gobierno, ya que no parece congruente defender que las emisiones radioeléctricas no tienen ningún efecto nocivo y, al mismo tiempo, establecer una compensación económica a los ayuntamientos que las soportan.
Suponer que los municipios que se queden sin ingresos de IAE van a verse remunerados indirectamente por la eclosión de nuevas actividades es de una ingenuidad alarmante, porque el IAE no llega a ser una carga decisiva para la creación o no de una empresa y la exoneración generalizada a las pymes tampoco dará lugar a poder arrebatárselas a otros territorios.

Con la demagogia no se va a ninguna parte y, si lo que de verdad se persigue es complacer a los autónomos que pagan el IAE, tradicionalmente olvidados, habrá que plantearse de una vez la relación que el Estado tiene con ellos, tan difícil de entender que sólo puede suponerse que está basada en la desconfianza: por si acaso tienes la tentación de defraudarme, lo mejor es que te dé lo menos posible. Los municipios no están para pagar estas políticas efectistas, sino que necesitan soluciones rápidas y generosas porque representan la administración más cercana al ciudadano, la que de verdad resuelve sus problemas cotidianos. Resulta desanimante que un ayuntamiento como el de Santander pueda permanecer en crisis financiera desde hace veinte años, cuando Hormaechea superó todos los niveles de endeudamiento razonables, política que luego haría suya Manuel Huerta, que de damnificado pasó a coautor del problema. El resultado es una ciudad sostenida por vía intravenosa desde el Gobierno regional, incluso para obras tan menores como reparar el muro de Vía Cornelia después de años de languideciente espera. Una situación que sólo provoca parálisis y agravios comparativos, porque, en realidad, los restantes ayuntamientos no están mucho mejor, sumidos en endeudamientos históricos y desmesurados gastos fijos que provocan que su escaso presupuesto se consuma en intereses, burocracia y naderías.

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