Editorial

La desesperación de una crisis inacabable ha acabado por exacerbar ese deseo de disponer de líderes de usar y tirar, pero eso es sólo una muestra del estado general de cabreo que afecta ya a todos los europeos, aunque otros no tengan tanto de qué quejarse. Los del norte piensan que los emigrantes les quitan los empleos y que los del sur pretendemos saquear sus ahorros para enjugar nuestros derroches, así que tratan de evitarlo votando a partidos xenófobos o ultraderechistas. Los del sur pensamos que los del norte nos tienen con la soga al cuello y hacemos exactamente lo contrario, lanzarnos a la izquierda. Y así han salido estas elecciones, en las que media Europa ha votado con el estómago y no con la cabeza, lo que casi nunca da buenos resultados, porque en lugar de resolver los problemas los agrava.

En España hemos amortizado en una semana al Rey y a nuestro paisano Rubalcaba que, aunque es obvio que no triunfó en su tierra, fue un buen ministro y ya no tendrá la oportunidad de probar que hubiese sido un buen presidente del Gobierno. Al Rey nunca le agradeceremos bastante el haber tenido la valentía de desmantelar toda la estructura política que recibió, casi en la más absoluta de las soledades, ya que eso le obligaba a renunciar al apoyo de la media España que apostaba por la continuidad sin conseguir el de la otra media, que pretendía la ruptura. Unas circunstancias extraordinariamente complejas que las nuevas generaciones no vivieron y nunca podrán valorar en su justa medida.
A Rubalcaba también le ha tocado hacer encajes de bolillos, a otro nivel, pero los españoles no están ahora para sutilezas y ya no compran ese paño. No obstante, nadie va a negarle el ser uno de los pocos políticos españoles en activo que puede ser considerado un hombre de Estado y eso se va a echar en falta el 9 de noviembre, cuando nos enfrentemos con el insólito referéndum catalán y nadie sepa cómo manejar el asunto. Si hacer como si no lo viésemos, y dejar que se realice, con las consecuencias que traerá posteriormente, o prohibirlo con una medida de fuerza que también tendrá un coste político dramático. En ese momento, Felipe VI deseará que el Rey le hubiese dejado resuelto el asunto y Rajoy añorará tener de rival a alguien como Rubalcaba, capaz de compartir la decisión.

El empeño del PP en destruir al PSOE hasta los cimientos, actuando como oposición de la oposición, le ha dado un resultado aparentemente magnífico para sus intereses porque, aunque solo conserve el respaldo de cuatro millones de electores en un país con 47 millones de habitantes, el PSOE está aún peor y no levanta cabeza. Sin embargo, pronto comprobará que no le ha traído cuenta una campaña tan demoledora, porque la interlocución con la izquierda surgida de los jirones que dejan los socialistas no va a ser fácil y menos aún con la estructura asamblearia de Podemos.
Frente a lo que sostiene esta nueva izquierda, PP y PSOE no son lo mismo, pero hay que reconocer que ambos se necesitan para encarrilar la economía y para cerrar el modelo de Estado, un asunto que aún nos va a dar muchos dolores de cabeza. Quien piense que Chacón, Madina, Patxi López o cualquiera otro que se haga con el liderazgo de los socialistas tendrá más solvencia para afrontar estos grandes retos del país por el mero hecho de estar más fresco, menos visto o ser más fotogénico se equivoca. Hay problemas que no se arreglan solo con la imagen, aunque el electorado parece cada vez más rendido a los pies de cualquiera que salga por la tele. Ojalá pudiésemos arreglar los gravísimos problemas que tenemos con frases hechas y soluciones como la de quitar de enmedio a los malos (los políticos) para que todo funcione, pero el fregado en el que estamos metidos es mucho más serio que todo eso.

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