Editorial

La desaparición de Emilio Botín es una pérdida para los cántabros y para toda España. Hacer panegíricos de los banqueros nunca ha parecido correcto en un país incapaz de aceptar que la culpa de vivir endeudados hasta la cejas no es de quien daba las hipotecas sino de quienes acudíamos a solicitarlas. Esta aversión afecta a todas las ideologías por igual. En Santander han aparecido varios centenares de calles nuevas en los últimos veinte años y se han redenominado varias decenas más, pero Emilio Botín Sanz de Sautuola, al parecer, no hizo méritos para haber puesto su nombre ni a una esquina, a pesar de que consiguió que su modesto Banco de Santander se convirtiese en el sexto del país, en contra de todo lo que cabía presumir. El único intento de dar su nombre a una plaza, frente a Náutica, se quedó en el limbo.
Su hijo, el recientemente fallecido Emilio Botín García de los Ríos, es posible que tampoco rebase el extraño listón impuesto por los ayuntamientos de Cantabria. Por más que el mundo se haya rendido a la globalización y al éxito, esta tierra de hidalgos, que en muchos aspectos sigue viviendo en el siglo XVII, se permite mirar con desdén a quienes triunfan en cualquier actividad lucrativa.

La posibilidad de que en una ciudad tan pequeña como Santander, en la periferia de un país periférico como España, pudiera surgir uno de los mayores bancos del mundo era tan pequeña que podría apostarse todo en contra. Sin embargo, ha sucedido. Y quienes crecimos con el convencimiento de que los españoles no tendríamos nunca grandes multinacionales como los norteamericanos, los japoneses o los alemanes no hemos llegado a asimilar el valor de contar con una de las más poderosas en el superselecto club de los grandes bancos, con una nómina de casi 200.000 trabajadores y una capacidad estratégica y tecnológica superior a la de sus rivales.
Si esto no es suficiente para que Botín tenga una calle, podría serlo su mecenazgo sobre la medicina pública de Cantabria, a la que acudió como usuario cuando tuvo necesidad; sobre la Universidad, la cultura o las escuelas, a través de unos programas de inteligencia emocional más innovadores y eficaces que todas las reformas de la Ley de Educación, que tanto nos entretienen y tan poco resultado dan.
La crisis ha puesto de relieve lo huérfanos que estamos de liderazgo en un país que sólo demuestra su auténtica capacidad cuando se enfrenta a grandes objetivos. Botín, en cambio, sí era un motivador y cada año ponía más empeño en transmitir ese optimismo vital a cuantos se encontraban a su alrededor, incluidos los presidentes del Gobierno que siempre tuvieron en él a un aliado.

Echaremos en falta ese positivismo, que algunos consideran incompatible con el adusto oficio de banquero, más proclives a los noes que a los síes. Para los cántabros aumenta la pesadumbre el que, con apenas diez días de diferencia, también hayamos enterrado nuestra Caja de Ahorros, la entidad que durante más de cien años tuteló financieramente a una parte de la población que no era atendida por los bancos; que contribuyó al desarrollo y que ponía una cara amable en un negocio que muchas veces no lo es.
Afortunadamente, nos queda el legado de ambos. El Santander sigue estando dirigido por una cántabra, aunque cada vez será más internacional y menos próximo al terruño, y la Caja ha preservado un patrimonio de más de 180 millones de euros para su Obra Social, absolutamente excepcional si tenemos en cuenta de que de otras más grandes, más fuertes y más capitalizadas, no ha quedado absolutamente nada.

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