Editorial

Después del esfuerzo titánico que está realizando el nuevo consejo de administración para hacer revivir un club sin un euro, que descendió dos categorías en dos años, embargado por Hacienda, con un plan de pagos a los acreedores que no podrá cumplir, con más banquillo en los tribunales que en el campo y hasta con escándalos de presuntos amaños, el equipo debía volver a los aficionados, que se sienten sus legítimos propietarios. Sin embargo, ni los aficionados, ni las autoridades, ni siquiera los empresarios de hostelería que salen beneficiados de su existencia van a echar mano al bolsillo. Y no es la primera ni la segunda vez que ocurre. Es la cuarta. Pasó con la privatización de 1991, en la que se consiguió una cantidad ridícula de dinero entre la ciudadanía y las empresas; en la de 1996, donde solo la voracidad de algunos empresarios atraídos por los multimillonarios contratos de las televisiones privadas disparó la demanda de acciones en las últimas fases de la colocación, y volvió a ocurrir diez años después, cuando el Gobierno PSOE-PRC tuvo cuatro años el equipo en venta hasta que apareció un tal Alí, que fue recibido por aficionados, medios de comunicación y políticos como si Dios mismo hubiese bajado del cielo. Por cierto, que sólo esta revista puso en duda al personaje.
Cada vez que fallaba la iniciativa popular, esa misma opinión pública presionaba para que el equipo fuese rescatado in extremis por el sector público, que acababa poniendo el dinero de todos (los que son aficionados y los que no). Los políticos suelen estar encantados con ese papel de salvadores, inconscientes de que esa misma opinión pública (en este caso, con la inquina añadida del presidente Diego) acabará por exigirles responsabilidades por haber hecho lo que antes les reclamaban.
En una legislatura que el Gobierno ha querido hacer especialmente bronca, a falta de otros atractivos, hemos sustituido la crónica política por la de tribunales, pero a este paso todos van a ir bien servidos. Con el Racing y otros casos, el actual Gobierno ha hecho pasar por el banquillo a la mitad del anterior y ahora las circunstancias hacen que sean Diego y su consejero Francisco Rodríguez los que tienen que verse en un trance parecido por haberse quedado en un balneario a expensas de un contratista. Un asunto menor en una región donde se han comprado y vendido diputados que daban mayorías sin que la Fiscalía moviese una ceja; donde se han alterado concursos públicos multimillonarios otorgando 10 puntos por unas mejoras sobre lo exigido en el pliego de licitación que sólo podían valorarse de 0 a 3; donde se han unido a los seis meses quienes juraron que el honor era mucho más importante que los votos, o donde alguien forma un partido que se llama Anexión a Vizcaya y, al día siguiente de cosechar los sufragios de los castreños que se lo creyeron, pone su concejalía al servicio del PP para que éste consiga la alcaldía.
Esta es la política del día a día, la del banquillo, la bronca y los cierres de empresas. Por eso, la enésima reforma de la Ley del Suelo o lo que ponga en los Presupuestos ya no le importa a nadie, entre otras razones, porque solo hay dinero para pagar al personal, el gasto corriente y los intereses de la deuda, aunque en este año electoral se esté ofreciendo una rebaja de impuestos, la vuelta a pagar la carrera profesional de los sanitarios, más tiempo libre para los funcionarios, más subvenciones para la compra de coches o la contratación de 4.000 parados en los municipios, algo que se parece cada vez más a las peonadas del PER. El Ejecutivo confía en esa supuesta memoria de pez del elector y en que sigue sin tener responsabilidad penal el inventarse ingresos para poder presupuestar lo que no se tiene. La pena, en todo caso, la pagará el próximo gobierno, que cuando se acabe el dinero tendrá que inventarse cómo abonar las nóminas de diciembre. Pero ¿a quién le importa lo que pase después de las elecciones?

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