DIAMANTES,
luz de lujo

Corre el año 1789. La bandera de la libertad siembra de revueltas populares las calles de París. Los franceses toman la Bastilla como símbolo de la revolución. Alguien aprovecha la confusión para robar el Diamante Azul de la Corona. Nunca el ojo humano había contemplado joya de belleza semejante, una piedra casi mágica que emitía un chorro de luz con una fuerza insólita. Su visión cegaba, pero todo aquel que lo poseyó quedó atrapado por el maleficio de su leyenda negra.
El Diamante azul era uno de los mayores y más valiosos del mundo. Apareció en la mina india de Kollur y llegó a Europa de mano del comerciante francés Tavernier que lo adquirió en 1642. Pesaba en bruto 132 quilates y era de color azul fuerte. Un cuarto de siglo más tarde el comerciante vendió veintidós diamantes a Luis XIV entre los que se encontraba la piedra mágica azul que por entonces ya estaba primorosamente tallada y había reducido su peso hasta los 112 quilates. El rey, fascinado con el poder luminoso de la piedra, ordenó retallarla para darle aún más brillo y se quedó en 67,5 quilates.
Nunca fue recuperada. Cuarenta años más tarde, en 1830, aparece en Londres un diamante de color similar pero de 44 quilates que probablemente se trate de una parte del Diamante Azul. Tras adquirirlo el banquero Henry Hope, comienza la leyenda de su mala suerte. Su hijo perdió toda la fortuna al heredar la piedra que en 1908 fue a parar a manos del sultán de Turquía quien la vendió a la firma parisina Cartier para una viuda americana, la señora Edward B. McLean. Su único hijo murió en un accidente y la señora se suicidó tras perder su fortuna. El Hope acabó en manos de un comprador neoyorkino de diamantes, Harry Winston, que nunca consiguió venderlo, ninguno de sus clientes se atrevió a tocarlo cuando se lo enseñaba. Finalmente, lo donó a la institución Smithsonian en Washington donde el diamante maldito permanece expuesto al público.

De patito feo a cisne

La leyenda rodea el fascinante mundo del diamante, el patito feo de la joyería. Una roca oscura, basta, sucia, que se transforma casi por milagro en cisne de la belleza. El diamante en bruto es como el príncipe vestido de mendigo. Sólo necesita una mano que lo desnude con arte y pericia.
El desorbitado precio que alcanza en el mercado tiene una justificación, el 80% de los diamantes que se extraen no alcanzan la calidad suficiente como para convertirse en una futura piedra preciosa. El mínimo porcentaje restante encarece desorbitadamente su valor desde que sale de la mina hasta que llega a las Bolsas para su comercialización debido a un arduo y costoso proceso de transformación.
A los diamantes en estado puro no les delata su brillo, ni se distinguen en una veta de una mina o en el lecho de un río como las pepitas de oro. En su origen es un mineral amorfo y opaco que se extrae de los yacimientos del Cono Sur de Africa y Australia y, en menor medida, de las minas del norte de Rusia, Sudamérica y la India.
Aparece en porciones ínfimas a gran profundidad sometido a una elevada presión y temperatura dentro de una roca denominada kinderlita. Uno de los diamantes más valiosos del mundo fue hallado casi por casualidad en 1905 por el gerente de la mina Premier en el antiguo estado de Transvaal en Africa del Sur. Papá Wells estaba haciendo una ronda de inspección por las galerías cuando le llamó la atención un fuerte brillo en un lateral del corredor. Cuando comenzó a excavar con su cortaplumas no se podía ni imaginar que estaba extrayendo un diamante de más de medio kilo, el legendario Cullinan. Una piedra de tan desmesurado tamaño que estuvo dos años a la venta en Londres y nadie pudo comprarla.
La mayoría de las piezas más valiosas que circulan por el mundo proceden de la explotación de minas legendarias como el Big Hole, el gran agujero de Johanesburgo, en Suráfrica, que surtió los mercados durante treinta años. Un grandioso y enorme yacimiento ya seco que fue excavado a mano durante el siglo pasado. Pero la piedra más cotizada del mundo no aparece sólo en las vetas de las minas. En ocasiones la erosión las expulsa de su guarida en el interior de la tierra. Frente a la costa de Namibia, por ejemplo, se ha levantado un dique para evitar que el mar se lleve el preciado mineral que se extrae como los berberechos, excavando en la arena.

Comercio mundial

Anualmente se extraen en el mundo más de 23 toneladas de diamantes (117 millones de quilates si se tiene en cuenta que un quilate equivale a 0,2 gramos). De ellos, sólo el 20% alcanzan la calidad gema pero prácticamente la mitad de este porcentaje desaparece convertida en polvo de diamante en los procesos de tallado y pulido. Al final, las 23 toneladas iniciales quedan reducidas a dos toneladas de nuevos diamantes gema. La proporción da idea del enorme costo que supone su extracción. Del Cullinan, por ejemplo, una vez tallado, se aprovechó sólo el 34% de su peso original (más de medio kilo).
Las compañías mineras comercializan sus productos en mercados internacionales. El 80% de los diamantes se venden a la compañía de origen familiar sudafricano De Beers que, además, es propietaria de la mayoría de las minas y recientemente ha adquirido los prometedores yacimientos de Canadá.
Prácticamente a pie de mina, los expertos se encargan de hacer una primera criba para separar por lotes el material en bruto. Una clasificación somera que se hace en función de la intuición de operarios que ya tienen cierta habilidad para detectar cuál de esas piedras llegará a ser gema. El 80% de lo que se extrae se desestima y se desvía hacia usos industriales. Las gemas pasan a los grandes mercados, donde se venden en lotes completos. A las subastas acuden los grandes clientes, conocidos como sightholders, fabricantes de joyería, empresas talladoras o mayoristas de bruto que lo comercializan en las Bolsas.
El mundo invierte miles de millones anuales en transacciones de diamantes que finalmente se canalizan a través de las Bolsas de Amberes, y en menor medida, de Nueva York, Tel-Aviv y Rusia. La mayoría de los diamantes que llegan a España lo hacen a través de las cuatro Bolsas belgas que disponen de la mayor oferta del mundo y ofrecen la ventaja de que no hay aduanas ni aranceles.

El proceso de tallado

Desde que la pieza sale de la mina hasta que el mayorista la ofrece al joyero, el precio de la piedra se multiplica. El proceso de tallado es el que más abulta su valor. La primera operación es partir la piedra, una decisión que a simple vista parece fácil pero que resulta muy arriesgada. Hay talladores que han tardado dos años sólo para decidir por donde empezaban a cortar y seis meses más para el pulido. Un tiempo que revaloriza el precio de la pieza.
El encargado de tallar el Cullinan, cuando pasó a ser propiedad del rey Eduardo VII, empleó seis meses en estudiar la piedra antes de decidir donde asestar el golpe maestro. En el primer corte se dividió en dos mitades de dos mil y mil quilates respectivamente. Al final quedó troceada en nueve partes principales, 96 brillantes pequeños y diez quilates de restos menores.
“Se trata de dar el golpe justo, en el momento justo, en el lugar justo y sacar dos trozos, no doscientos”, precisa el especialista José Arquero, director de la publicación dirigida a los joyeros Gold&Time. Los cribadores cortan con una lima de diamante en el punto preciso, aunque la gran mayoría de las piedras se siegan con una sierra de cobre. De cualquier modo la tecnología ha minimizado los riesgos con la introducción del láser que permite cortes muy exactos.
Una vez que se obtienen dos mitades, el diamante en bruto se desbasta mediante un torno en el que se fijan dos piezas que se liman entre sí. Luego, cuando el diamante está ya redondeado se coloca sobre un disco metálico impregnado en grasa y polvo de diamante. A fuerza de apretar la pieza contra el disco se consigue limarla. Es la fase de pulido en la que también se ha avanzado mucho sobre todo en la exactitud de los ángulos. De cualquier modo, aunque el proceso de tallaje puede hacerse ya completamente mecánico sigue imponiéndose el método manual para piezas de más de medio quilate. Se emplee una u otra técnica, lo normal es que una piedra de dos quilates se quede en menos de un quilate tras someterse al proceso de talla, que siempre está en manos de expertos muy bien remunerados previamente entrenados con diamantes industriales.

La tasación

Un diamante bien tallado refleja la luz sin zonas oscuras. Los ángulos, proporciones, simetría y pulimento tienen que ser perfectos. Un diamante bien tallado deslumbra. Pero la calidad del corte de la pieza, que los laboratorios miden proyectando la talla sobre una versión idónea de ángulos y proporciones, no es el único factor que influye en el precio. Dependiendo del peso, las cotizaciones de los diamantes se dividen en grupos para facilitar la tasación. La pieza también se encarece cuanto mayor sea el grado de pureza –que se determina con relativa facilidad mediante la observación microscópica–, el color y la forma –las más sofisticadas como navete y corazón valen más que las que tiene forma de esmeralda y las ovales–.
A la hora de adquirir diamantes conviene saber que la escala de colores utiliza el alfabeto desde la letra D, descolorido, hasta la Z, amarillo. La ausencia absoluta de tono o D, es la más valiosa y a medida que baja la escala la piedra se vuelve más amarilla y es menos apreciada. Los colores que corresponden a las letras X, Y, Z son poco frecuentes y se conocen como fancy colors, no tienen valor aunque, como el diamante negro, se han puesto de moda. También se encuentran en el mercado los diamantes camaleónicos, unas piedras verdes que amarillean con el calor hasta quedarse blancos, aunque en opinión de Arquero, “son curiosos más que valiosos”.
En cuanto a las tallas, son muy variadas, desde las redondas conocidas como brillantes, a la navete, en forma de gota o de corazón a los tallados en esmeralda, radiante y princesa.
La posible fluorescencia de la piedra supone un demérito. Aproximadamente la mitad de los diamantes emiten brillo bajo la luz ultravioleta, una circunstancia que puede mermar el precio hasta en un 5% porque eso supone que con luz natural brillan menos que los normales.

Precios

Sobra decir que son piezas carísimas cuyo valor aumenta exponencialmente en función del tamaño. Un quilate de la mejor calidad (blanco excepcional y talla brillante) se cotiza entre los profesionales desde el medio millón de pesetas (en el caso de una pieza menor de 0,3 quilates) hasta los casi ocho millones que se pagan por quilate en piezas de entre cuatro y cinco quilates.
Paradójicamente el ojo humano rara vez se solaza contemplando la luz mágica que emiten las piedras más valiosas del mundo. Los diamantes excepcionales duermen en escondites blindados, ajenos al común de los mortales y quizá solo disfrutados por la mirada ocasional de coleccionistas multimillonarios. La mayoría de la población se contenta –los más afortunados– con lucir un anillo o unos pendientes que en pocas ocasiones llegan al medio quilate. Para el resto sólo son pasto de mirada fugaz en los escaparates. Pero incluso a través de los cristales, deslumbran.

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