Roberto Orallo, el pintor que cambió el Sardinero

Por Rosa Pereda

Ahora no podemos imaginar la Primera Playa sin la pintura de Roberto Orallo en la torre del Rhin –hoy restaurante Maremondo–, pero en 1988, cuando realizó esa obra mural, pionera en las calles santanderinas, fue un escándalo sonado. Para Orallo (Santander 1947), aquella no podía ser una obra más, y no sólo por su envergadura, o por lo que había tenido de reto personal, sino también porque la torre tenía para él una carga afectiva que pocos conocen. Ahí arrancó un pintor urbano que haría escuela. Okuda y Pejac son dos de sus discípulos más internacionales.  

El encargo lo consiguió por concurso. Es más: por votación popular. La promotora fue Coco Piris, la mítica galerista y gestora cultural, que se nos murió tan joven, y que hasta 1984 tuvo la puntera Galería Rúa, en la calle del Medio. Desde ese año dirigió la recién creada sección artística de la Fundación Botín, mientras convertía el espacio ocupado por Rúa en el primer Salón de Té de la ciudad. Un sitio coqueto e íntimo, que reunía ese mundillo que Coco Piris supo hacer girar a su alrededor. 

Coco, empeñada en “sacar el arte a la calle”, ya había organizado varias muestras de escultura en los Jardines de Piquío o en la Plaza de Pombo, y propuso una acción que sustituyera los enormes anuncios de Sidra El Gaitero en las fachadas del antiguo depósito de algas del balneario de la Caracola. Convocó un concurso de proyectos, de los que seleccionó los mejores, que fueron expuestos en el Museo de Arte Moderno, hoy el MAS, y sometidos a votación popular. Ganó el de Orallo, y se montó la de Dios es Cristo. 

No era el primero. Orallo pintó en 1981 el mural interior que se puede ver en Casa Ajero. Y no ha parado desde entonces. Obra suya hay en Valdecilla y en el Instituto de Santa Clara, también polémico, porque fue exhibido y retirado de la Biblioteca Central. Espectaculares son la cúpula y los muros que pintó en el Palacio de Soñanes, en Villacarriedo, o su Amanecer, en Santoña, un homenaje a las víctimas del naufragio del Pilín. O la escultura monumental que celebra la Batalla de Flores de Laredo. Obra pública y obra de estudio, la trayectoria de Roberto Orallo cuenta una historia de coherencia y superación, que se apoya en una vasta cultura literaria, filosófica, musical. Y, ¿saben qué? Quizá lo más importante, Orallo es una buena, una buenísima persona. 

Hay que decir que su historia está marcada por la guerra civil, o mejor dicho, por las represalias de la postguerra. Su padre sufrió la cárcel, “tres años, nueve meses y 27 días”, me dice, y sus abuelos y tíos, el exilio en Francia. Francisco Orallo, su abuelo, era el secretario de la Escuela de Libre Enseñaza que dirigía Eulalio Ferrer, el padre del publicista y mecenas hispanomexicano del mismo nombre, que volvió a Santander a finales de los setenta, tras la muerte del dictador, instituyó un premio de novela con el nombre de su padre y con el Ateneo, que más tarde pasaría, mutatis mutandis, a la UIMP, y estableció un puente entre su Museo del Quijote, en México DF, y la gente de la cultura y del arte cántabros. Roberto Orallo cruzó ese puente, y han sido largas y artísticamente fructíferas sus estancias en México. 

Su querencia por la torre del Rhin tiene una explicación, su madre trabajó en los Baños de Algas del balneario de la Caracola, donde la torre hacía de depósito de algas. Su infancia transcurría entre el colegio, la playa y los Pinares; y en la Primera, justo ahí, estaba trabajando su madre. Todavía en los años sesenta y setenta del siglo pasado, los baños de algas y agua de mar caliente, además de otros usos curativos, desde enemas a pediluvios, convivían con los de sol y mar en varias playas santanderinas. 

La historia de los balnearios y de quienes los disfrutaban, tanto en la Primera Playa, –desde Isabel II, mediados del siglo XIX, pero sobre todo desde Alfonso XIII, a primeros del XX–, como en la Segunda, de Castañeda –que yo creo que fue más de clase media–, es la historia de la evolución del gusto y del turismo. Y, en ese paso del veraneo de dos o tres meses al turismo de cuatro días, y del agua al sol, y del blanco al moreno de la piel, y del vestido al desnudo, y del sol benéfico al sol malvado y cancerígeno y los cruceros de tres mil habitantes, en ese paso, cayeron los balnearios, muchas veces víctimas de la furia del Cantábrico, pero también de los cambios sociales y las modas, que siempre los siguen de cerca.  

En los años ochenta, cuando Orallo interviene la torre, se mantenía en Santander un turismo de media duración –vaya, un mes–, que ocupaba hoteles y hostales, y alquilaba pisos estacionales. Yo creo que es a esos turistas, y a los profesores y alumnos que venían a los cursos de la UIMP en su época dorada y hacían bullir el Sardinero de día y de noche, a los que saluda Orallo en su mural de la torre. 

Un saludo alado, con las cuatro alas del futuro, y esas figuras humanas que evolucionarán, pero que caracterizan su pintura hasta el día de hoy, en plena producción. En los balnearios del Sardinero, el Real de la Caracola, el de Pombo, el de Castañeda y otros, sucediéndose contra las olas furiosas, se cuenta también la historia de la ciudad de Orallo. La que competía con San Sebastián por los favores cortesanos, y la del Sardinero, todavía hoy conflictiva, con el centro administrativo y comercial de Santander.  

Orallo nació en la Calleja Norte, 6, enfrente de los Pinares, y allí tuvo su casa y su estudio muchos años. Fue al colegio público del Sardinero, con un maestro, Gabriel Sánchez, que me pide expresamente que mencione, porque traía los niños de Cueto para escolarizarlos. (Hay que recordar que en España se alcanza la plena escolarización bien entrada la década de los ochenta). Que hizo el bachillerato en el Instituto José Mª de Pereda, entonces la parte masculina del Santa Clara, donde fue un alumno excelente, como luego sería un profesor excelente, en esa otra cara de su trabajo de artista, la docencia.

Licenciado en Bellas Artes por la San Carlos de Valencia, tiene en su haber el conseguir para el Santa Clara uno entre los cinco primeros bachilleratos de Arte de España, y para Cantabria, la Escuela de Bellas Artes Nº 1, la que hoy lleva su nombre en Puente San Miguel y que ha dirigido hasta su jubilación. No sé qué le enorgullece más, si su obra pictórica o su trabajo como maestro, como profesor. 

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