La Dama Blanca cumple 100 años

El Hotel Real permitió alojar a cortesanos y ministros y apenas ha cambiado en un siglo

La imagen idílica que tenemos del Santander de comienzos de siglo XX no se corresponde con la realidad. Los baños de ola, recomendados como tratamiento terapéutico, atraían a la ciudad a un buen número de castellanos y madrileños, pero sus alojamientos dejaban mucho que desear. En el Sardinero solo había pensiones y un par de hoteles con más nombre que categoría. Cuando el Rey Alfonso XIII decidió veranear en Santander, la ciudad no estaba ni por asomo preparada para la llegada de una Corte que conocía bien los refinamientos de Biarritz o de San Sebastián. El propio Rey tuvo que implicarse a fondo para que pudiesen disponer de un acomodo digno, impulsando el Hotel Real, a través de Emilio Botín, bisabuelo de la actual presidenta del Banco Santander. La ciudad fue generosa con el monarca, al donarle el palacio de la Magdalena, pero casi nada de lo que hoy presume se hubiese construido sin el empeño personal de Alfonso XIII, que pasó en ella 24 veranos consecutivos. Ahora, el Hotel Real acaba de cumplir 100 años.


El aprecio de Alfonso XIII por Santander, que le llevó a acudir varios veranos seguidos a bordo de su yate ‘Giralda’, en el que pasaba unos días, impulsó a la ciudad a construir el Palacio de la Magdalena para facilitarle un acomodo más en consonancia y consolidar esa presencia. Pero no bastaba con eso. Era imprescindible crear una auténtica infraestructura cortesana en las proximidades del Sardinero, un extremo de la ciudad casi agreste (especialmente la Segunda Playa) al que los santanderinos no prestaban apenas atención. Desde mediados del XIX, las recomendaciones médicas sobre las bondades de los baños de ola para mejorar afecciones como el asma, la depresión o los problemas circulatorios habían atraído a bañistas del interior que pasaban unos días en la ciudad, pero fue la presencia real la que cambió ese turismo de clases medias acomodadas y de labradores castellanos con algún patrimonio por la alta aristocracia.

Fiesta de inauguración del Hotel Real hace ahora cien años.

El Rey estaba enamorado de la ciudad y de sus cálidas acogidas desde que la visitó por primera vez en 1900, con solo 14 años, pero su entorno se mostraba remiso a dejar San Sebastián, donde encontraba una infraestructura hotelera más confortable y unos atractivos mucho más sofisticados. Para ganárselos, Alfonso XIII puso toda la carne en el asador y expuso a la Corporación la necesidad de contar con un hotel a la altura de esos otros destinos para alojar a la Corte, que solía acompañarle en sus desplazamientos veraniegos. Él mismo se ofrecía a encabezar la sociedad promotora.

El Ayuntamiento era consciente del relumbrón que las visitas reales estaban dando a la ciudad pero el proyecto se empantanó en la burocracia y el Rey, que parecía especialmente interesado en resolver los problemas de acomodo que le planteaban sus acompañantes, acabó recurriendo a Emilio Botín, bisabuelo de la actual presidenta del Banco Santander, para que, como un favor personal, se pusiese al frente de la nueva sociedad.

Botín adquirió una finca de 15.000 metros cuadrados propiedad de la familia Pérez del Molino situada en un promontorio que dominaba la Bahía, una zona de pastos que Rey consideró idónea, por sus vistas a la bahía y la cercanía a su Palacio de la Magdalena. Era una pradería virgen, cuyo proyecto de urbanización finalmente obtuvo la aprobación municipal el 18 de septiembre de 1915. Para la construcción, el mismo Alfonso XIII eligió un proyecto de un arquitecto muy joven, Javier González de Riancho, en colaboración con el ingeniero José Pardo, quizá porque el edificio que proponía tenía un cierto aire británico que a su esposa, la Reina Victoria Eugenia, le recordaba a su Inglaterra natal.

La ejecución fue muy rápida, para recuperar el tiempo perdido inicialmente. El 25 de febrero de 2016 se autorizaba el inicio de las obras y al día siguiente se creaba la sociedad anónima del Hotel Real (el nombre se lo puso el propio monarca), encabezada por Emilio Botín como presidente, que en adelante se encargó de todo lo relacionado con el edificio. Tenía un capital social de 175.000 pesetas, dividido en 3.500 acciones de 500 pesetas cada una y el Rey suscribió títulos por valor de 50.000 pesetas, lo que invitaba a sumarse a todas las ‘fuerzas vivas’.

El Hotel apenas ha tenido transformaciones en estos cien años. Quizá la más curiosa sea que el cuarto de los baúles, bajo situado la cúpula, pasó a ser la Suite Real.

El duque de Santo Mauro adquirió acciones por valor de 25.000 pesetas; el marqués de Valdecilla aportó 500.000 y Claudio López Bru, marqués de Comillas, 100.000 de forma personal y otras 100.000 a través de su Compañía Trasatlántica; los bancos Santander y Mercantil aportaron 75.000 pesetas cada uno; los Ferrocarriles del Norte, 50.000; y Solvay, Emilio Botín y el naviero Ángel Pérez, 25.000 cada uno.

Francisco Mirones aportó 2.000 pesetas; el marqués de Movellán y Jaime Ribalaygua, 25.000 cada uno; el marqués de Robredo, Corcho e Hijos, Electra de Viesgo, el conde de Mansilla, la sociedad El Sardinero y Adolfo Marquet, 5.000 pesetas cada uno; Adolfo Pardo, 15.000, igual que la Compañía de Ferrocarriles del Cantábrico; el conde Campogiro, el indiano Laureano Falla y el naviero José Pardo Gil suscribieron títulos por valor de 10.000 pesetas cada uno. También se sumaron muchos miembros de la clase media, la Sociedad de Camareros de Santander, con una acción de 500 pesetas, y la Asociación de la Prensa.

Las obras se enfrentaron a la gran crudeza del invierno de 2016 y a una circunstancia que narra ahora otro Javier González de Riancho arquitecto, el nieto del autor del proyecto. El Hotel Real fue el primer edificio de Santander construido con hormigón (hasta entonces eran todos de madera), algo que suscitaba tantas dudas a los obreros que cuando se retiraron los puntales de apoyo, Riancho y Pardo decidieron ponerse debajo para convencerles de que no se caería. Quizá no tuvieran ninguna experiencia en su uso, en los fraguados ni en las mezclas pero lo cierto es que el edificio ha aguantado cien años y no padece problemas estructurales aparentes.

A principios de 1917 la Sociedad del Hotel Real trabajaba contra reloj para tratar de conseguir que el establecimiento estuviese abierto para la temporada estival. A pesar de los contratiempos, el 12 de julio se inauguraba oficialmente, aunque en el registro de alojados ya consta la entrada de clientes en días anteriores.

En poco más de un año se había urbanizado la finca, levantado el edificio y equipado con muebles, vajillas, cuberterías, cristalerías y textiles, la mayoría de ellos personalizados y en buena parte traídos del extranjero. Según los gustos de la época, se buscó un director francés, al que también acompañaba un jefe de cocina de aquel país.

Para llegar a tiempo fue necesario movilizar incluso al obispo, al que Botín requirió una dispensa para no tener que parar la obra en los días festivos.

El director del Hotel Real, Koldo Díaz, durante la conmemoración del centenario del Real, una fiesta que contó con la presencia del presidente regional, la alcaldesa de Santander, el representante de la propiedad, Javier Botín, y el presidente del grupo Eurostars, Amancio López Seijas. FOTO: DAVID S. BUSTAMANTE

Toda la ciudad se volcó aquel 12 de julio en el acto de inauguración. Las fotografías de la época constatan la gran afluencia de coches de motor, que demuestran la llegada de cortesanos y pudientes. No dejan constancia, en cambio, de que también se abrieron las dependencias del hotel a la ciudadanía de a pie, para que pudiera contemplarlas, al menos por una vez. Durante el recorrido comentado se destacaba que las 125 habitaciones contaban con cuarto de baño, calefacción y servicios. También sorprendió a la ciudadanía ver que todas las habitaciones tuviesen ventanas al exterior, un lujo al que no estaban acostumbrados. Además, algunas de ellas, las esquineras más nobles, contaban con un salón individual de reuniones.

Hay numerosos testimonios periodísticos sobre la fiesta de inauguración, que concluyó con un gran baile, y quedan registros de clientes, facturas de compras de muebles, alfombras, cuberterías, incluso los menús y precios de las habitaciones. También queda constancia de los anuncios que su director, el señor Marquet, hizo poner en periódicos nacionales y extranjeros, que le procuraron una afluencia muy notable desde el primer día. Pero el auténtico éxito del Hotel fue producto de esos huéspedes habituales que venían con la Corte y de los periodistas que se desplazaban desde Madrid para cubrir los veraneos reales, que alimentaban los deseos de otros madrileños de rodearse de tan alta alcurnia, en un ambiente relajado, en el que predominaban los deportes, los baños en el mar, los bailes y las excursiones por la región en automóvil, la novedad de la época. La propia personalidad del Rey facilitaba estos encuentros, tanto con los llegados de la capital como con los propios santanderinos, que no eran muy dados en acercarse al Sardinero, pero sí podían encontrarse a los monarcas en alguno de los comercios de prestigio de la ciudad, para aprovechar (como siguen haciendo hoy los turistas) los días que no eran de playa.

Uno de los salones del Hotel Real.

El hotel cerró durante la Guerra y volvió a abrir en 1938, lo que parece un poco contradictorio con el hecho de que buena parte de la superficie nacional, de la que llegaba su clientela, siguiese inmersa en el conflicto. Eso indica que no sufrió daños, como también esquivó sin problemas el incendio de 1941 que destruyó media ciudad. Quedaba demasiado lejos del casco urbano para resultar afectado. De hecho, unas 400 personas que perdieron sus casas fueron temporalmente alojadas en él.

La propiedad del Real, que estaba muy fragmentada a consecuencia de la suscripción popular de acciones, fue concentrándose cada vez en menos manos, a medida que fallecían muchos de los propietarios iniciales y sus sucesores perdieron el interés por unas acciones que nunca depararon rendimientos significativos. Fue la familia Botín la única compradora, hasta llegar a hacerse con prácticamente la totalidad del capital en los años 50. No obstante, aún se aloja cada año al hotel una provecta anciana que aprovecha su estancia para acudir con su pequeña participación testimonial a la junta de accionistas, en la que es la única persona ajena a la familia Botín.

El edificio que el torero Ignacio Sánchez Mejía denominaba La Gran Dama Blanca, ha mantenido durante todo este tiempo su enorme dignidad, coronando la Bahía pese a que los árboles han ganado mucho protagonismo. Solo ha necesitado algunas puestas al día. La primera reforma de cierta importancia se hizo en 1988, cuando se aprovechó para cubrir las terrazas del nordeste.

Durante años fue gestionado por la cadena Husa, de Joan Gaspar, y desde 2013 pasó al Grupo Hotusa (Eurostars) que emprendió una nueva rehabilitación, con una restauración de la fachada, el cambio de ventanas y la colocación de cubiertas en la azotea.

Durante estos cien años, el Real no solo ha acogido no solo a la Corte y a ministros de Alfonso XIII. Por sus salones han pasado una larga serie de notables, desde intelectuales que acudían a la llamada de la UIMP a artistas que actuaron en la Porticada, en el Palacio de Festivales o en los conciertos al aire libre del verano, entre ellos, Julio Iglesias y, hace unas semanas, su hijo Enrique. También ha sido lugar habitual de trabajo para los periodistas que han querido entrevistar a estos famosos y, en los últimos tiempos, de muchas reuniones empresariales.

El edificio sigue siendo un símbolo de Santander, y su figura blanca es un icono en la Bahía, con un emplazamiento tan acertado que ningún otro edificio ha mermado en este tiempo sus diáfanas vistas, que van desde la costa occidental a los Picos de Europa.

La pretensión de su arquitecto era conseguir un hotel que pudiese competir con el María Cristina, de San Sebastián, y con el Palace de Madrid. Lo consiguió con un estilo sencillo, sin demasiadas concesiones y con un guiño a la arquitectura regional a través de las pocas que se permitió: unos escudos heráldicos o los balcones colgados con barandillas de hierro. Una elegancia ecléctica y contenida que nunca ha pasado de moda.

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