Un modelo económico que se acaba

Un padre de los años 60, 70 u 80 era perfectamente consciente de que sus hijos, al cumplir los 18, lo primero que le reclamarían era el pago de las clases para sacarse el carnet de conducir e, inmediatamente después, el propio coche. Un coste de emancipación que se daba por inevitable, porque el auténticamente gravoso, el de formar una familia y atarse a una hipoteca lo haría el propio vástago no mucho más tarde.

Parecía ley de vida pero no lo era, porque ahora ni hay carnet, ni coche ni hipoteca. De cada diez chicos de la cohorte que entra en la edad de poder obtener el carnet de conducir, entre tres y cuatro (en las ciudades la proporción es aún mayor) no muestra ya ningún interés por sacárselo, y menos aún en comprarse un coche. Ni siquiera lo consideran necesario. Están acostumbrados a satisfacer sus necesidades de movimiento con el transporte público y creen que un automóvil propio no les aporta gran cosa. En cambio, destacan que les resulta demasiado costoso de mantener, por el gasto en combustible, los impuestos, la carestía y dificultad de aparcar… Otros, simplemente, lo consideran el símbolo de un mundo con el que no están de acuerdo.

Los planes de desarrollo que se hagan quedarán obsoletos en muy poco tiempo

Es evidente, que los fabricantes, que durante un siglo han estado acostumbrados a que cada año se consumiesen más coches, se tendrán que plantear la posibilidad de que sus futuros clientes ni siquiera sientan la necesidad de tener uno. En el ámbito urbano se moverán con el transporte público y para los viajes de media y larga distancia les bastará con uno de alquiler o compartido, lo que reducirá bruscamente el número de coches necesarios.

Tampoco las viviendas en propiedad son ya objeto de deseo. Para unos jóvenes que ni tienen ingresos suficientes para formar familias ni seguridad en su trabajo, la vivienda no representa una comodidad sino una rémora. No se puede trasladar de ciudad cuando ellos se desplazan para encontrar un empleo y han dejado de representar un anclaje vital asociado a la familia. A muchos jóvenes les basta con alquilar una habitación en una vivienda compartida, lo único que pueden pagar, por otra parte.

Nadie puede garantizar la continuidad del modelo económico del siglo XX si la necesidad de automóviles y de viviendas es mucho menor, porque han sido las dos grandes inversiones de la centuria pasada y han generado casi la mitad de la riqueza y del tráfico comercial.

¿Tenemos alguna alternativa con una capacidad de empleo equivalente a la que han tenido la construcción o la industria del automóvil? Es evidente que no, y no solo es un problema de España. El siglo XX fue el de las producciones masivas, que dieron lugar a un consumo universal, porque era la oferta la que creaba la demanda. El siglo XXI es el de la racionalización, gracias a unas herramientas informáticas y logísticas que evitan las redundancias. Pero tenemos que ser conscientes de que serán necesarios muchos menos productos y servicios, por lo el modelo económico va a ser radicalmente distinto. Por eso, cada vez que nos empeñamos en diseñar modelos económicos para Cantabria basados en servicios y sistemas productivos del pasado nos equivocamos, y mucho.  Habrá cosas que no cambien durante algún tiempo (una cama de hotel se sigue haciendo como hace cien años y probablemente se seguirá haciendo igual) pero casi todo lo demás va a ser distinto. Pero ese distinto ni lo sabemos nosotros ni lo saben los expertos que hacen esos planes de desarrollo. Por eso ofrecen tan poca confianza.

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