Reseteo del sistema

Las democracias occidentales consiguieron que, a partir de 1945, el mundo fuera razonablemente previsible para sus habitantes. Con la única incertidumbre de lo que podía ocurrir con la Unión Soviética, todo lo demás parecía encauzado: la salud, la educación, el trabajo, la jubilación… Los ciudadanos de lo que se llamaba primer mundo podían aspirar a una vida cada vez mejor, aunque la cuenta la pagasen los del segundo y el tercero, algo a lo que no se le daba mayor importancia.

Este esquema tan favorable para todos los que lo disfrutamos cambió con la llegada del siglo XXI y la globalización. En ese momento nos dimos cuenta de que todo lo que llamamos Occidente sumaba menos habitantes que China y que debíamos abandonar la idea de que nadie podía competir con nosotros.

Empezaron a caer los mitos y con ellos los organismos y más tarde las personas, especialmente en aquellos lugares donde la crisis resultó más dramática. En España, en una década hemos puesto en entredicho la corona, los partidos políticos, los sindicatos, los bancos, las cajas de ahorros, el Ibex, la Iglesia y hasta las ONGs, que parecían poder librarse del fango. Quizá no valga la pena llorar por la leche derramada, pero queda un cierto desasosiego al ver que todo lo que articuló nuestro mundo se arrastra ahora por el barro. Es sintomático que dos de los emblemas de nuestro desarrollo, El Corte Inglés y Prisa, que comenzaron el siglo como auténticas referencias europeas en el mundo del comercio y de la comunicación, anden ahora como pollos sin cabeza.

Las glorias de ayer valen ya de muy poco. Que se lo digan a los promotores inmobiliarios españoles que entraron en tromba en la lista Forbes. Pero no solo cayeron los Cebrián, los sucesores de Isidoro Alvarez o los Martinsa-Fadesa, también los Benjumea o los Fernández-Sousa, y están en entredicho nombres de tanto prestigio como los de Villar-Mir y su familia.

Ya ni siquiera las elecciones despejan el panorama, con un mismo resultado se forman gobiernos antitéticos

En la política ocurre más de lo mismo y no solo por situaciones tan estrafalarias como el que en estos momentos estén imputados los tres últimos presidentes que ha tenido Madrid o el penúltimo de Cataluña.

Pedro Sánchez ha formado un gobierno extraordinariamente precario y las últimas encuestas dicen que en España en estos momentos hay tres partidos en el entorno de los 80 diputados, por lo que incluso en el caso de celebrarse elecciones serían necesarios pactos igual de complicados. El recurso tradicional de todas las crisis políticas irresolubles, dejar la decisión en manos de la gente, tampoco garantiza nada ahora, ya que con un mismo resultado podrían formarse gobiernos antitéticos, lo que ya ha ocurrido en esta legislatura de minoría del PP, que va a finalizar con el PSOE al frente.

Semejante estado de confusión tampoco es un problema exclusivo de España. En Bélgica estuvieron más de mil días din gobierno. En Alemania han estado a punto de repetir las elecciones, hasta que al final no ha habido más remedio que volver a la gran coalición (cada día menos grande) entre socialistas y democristianos, y en Italia han pactado dos fuerzas antisistema que teóricamente son repulsivas entre sí, una de extrema derecha y otra de extrema izquierda. En Inglaterra los del Bréxit quisieron amagar con un órdago a la UE y se encontraron con un divorcio que no esperaban, porque la población optó por romper la baraja, lo mismo que en EEUU, donde ni el mismo Trump confiaba en ganar, según sus ya exasesores.

Con tanta agitación en tantos sitios es difícil defender que estamos ante una convulsión local o pasajera. Estamos ante una reconfiguración del sistema capitalista occidental, y la vivimos tan huérfana de expertos que no tenemos la mejor idea de lo que puede deparar. Como ya ocurriera hace diez años con la crisis económica, nos intentarán convencer a toro pasado de que ya sabían lo que iba a ocurrir. Si de verdad lo supiesen es mejor que nos lo digan ahora, cuando estamos siendo vapuleados por el viento de la historia, sin ni siquiera saber de dónde sopla ni a dónde hay que agarrarse.

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