La primera factura de la OTAN
Solo quince días después de que Francia –como todos los demás aliados de la OTAN– agachase la cabeza ante Donald Trump y su exigencia de que cada uno de los miembros invierta el 5% de su PIB en Defensa, el primer ministro, François Bayrou, presentaba su presupuesto para 2026 con un recorte de 43.000 millones de euros en el gasto social. Además, incluía la supresión de dos festivos, la no actualización de los tipos fiscales –que supone pagar más con el mismo poder adquisitivo–, subir de 50 a 100 euros la franquicia que cualquier francés tiene que abonar al recoger sus medicinas o la congelación de las pensiones.
Todo ello para reducir el déficit público del 5,8% de 2024 al 4,6% en 2026 , y los recortes no han hecho más que empezar. Su intención es continuar haciéndolos en los años sucesivos hasta llegar a un 2,9% de déficit en 2029.
Aunque Francia tenga un problema de adicción al gasto público bastante más grave que el de España, que no es pequeño, este tratamiento no va a ser fácil de asumir por la población, incluido el electorado del propio Macron. Todo el arco parlamentario, desde la extrema izquierda a la extrema derecha, se ha manifestado en contra, que es lo que cabía esperar, aunque nadie se ha quejado, por el momento, de la contradicción gubernamental, que en solo dos semanas pasó de aceptar sin rechistar una subida descomunal del gasto en defensa a aplicar una medicina de caballo para todo lo demás, bajo el argumento de que la situación del sector público francés es insostenible desde hace décadas. Una realidad que parecían desconocer al firmar el acuerdo de la Cumbre de la OTAN.
Aunque la guerra de Ucrania ponga el foco en la amenaza exterior, los países se están ahogando por sus conflictos internos
Con pocas horas de diferencia, Úrsula von der Leyen presentaba unos presupuestos comunitarios en los que se reducen partidas tradicionales, como las destinadas al campo, y se multiplican por cinco las dedicadas a defensa. Es decir, que en las dos vías de gasto y financiación del país llueven los recortes.
El problema francés no es de ahora, y el malestar social es evidente desde hace años. El fenómeno de los chalecos amarillos o el vuelco en el voto que se ha producido en los cinturones industriales, antes del Partido Comunista y ahora de la extrema derecha de Le Pen, dejaban ver de una manera muy nítida que el enfado va mucho más allá de un ajuste del gasto. El francés medio, que reside en poblaciones relativamente pequeñas y ve en peligro su modo de vida, estalla cada vez con más frecuencia, y está más alejado que nunca del francés cosmopolita de París, una distancia semejante a la que se da en Estados Unidos entre los ciudadanos del interior profundo y los de las costas multiculturales.
Con la izquierda destruida desde hace años por estos movimientos sociológicos, las propuestas de Bayrou y Von der Layen llevan camino de destrozar también a la derecha. Puede que en el ADN conservador, la cesión del 5% del PIB a la OTAN no produzca el rechazo generalizado que produciría en España (es muy revelador que el PP no haya querido explicar su postura al respecto) pero esos recortes y, sobre todo el agrario, acabarán por romper también el marco mental de la derecha. Un estadounidense puede asumir los recortes sociales de Trump en nombre de la libertad y de sus estrategias de vendedor de mercadillo, como llamar a su ley la Más Grande y Hermosa de la Historia, pero un europeo no va a aceptar esa pérdida de derechos si le afecta directamente.
Desde hace algo más de una década, la política en Occidente se ha complicado de una forma extraordinaria al sentir muchas capas sociales la amenaza de la globalización, y cada vez es más complejo formar mayorías, por lo que hay que recurrir a alianzas muy forzadas. Es una solución mala en respuesta a una alternativa peor, la de no tener gobiernos, pero que propicia un permanente estado de desequilibrio. Trump consiguió una mayoría apretada para controlar el Congreso y el Senado, pero eso no quiere decir que pueda mantenerla durante cuatro años. Su estrategia de imponer el terror a propios y extraños, ha conseguido que los republicanos más críticos con su poder absoluto permanezcan fieles, pero nadie sabe en qué momento puede perder uno, dos o cinco de ellos y quedar en minoría. Peor aún, puede perder a los que le llevaron en andas a la presidencia, su movimiento MAGA, que sigue empeñado en conocer la Lista Epstein, en la que supuestamente aparecían como pederastas numerosos políticos demócratas, entre ellos Bill Clinton y su esposa, porque esto es lo que Trump les decía que revelaría al llegar a la presidencia. Ahora insiste en que no hay tal lista, tacha a esos seguidores de débiles mentales y desprecia sus votos diciendo enfadado “¡ya no quiero su apoyo!».
Aunque la guerra de Ucrania ha puesto el foco en la amenaza exterior, los países se ahogan por sus conflictos internos, agravados por unos escenarios inciertos en los que los poderosos se mueven bien (basta ver cómo evoluciona la lista Forbes) pero los débiles pierden toda esperanza de mejorar y sienten amenazado lo poco que tienen.
Con unos estados occidentales sobreendeudados, sin margen de maniobra económica, sin margen político, porque gobiernan en minoría y con un descrédito generalizado, imponer recortes tan drásticos como los que pretende Francia, es casi una utopía. Y cuando algo es absolutamente imprescindible pero a la vez imposible, el resultado es el caos: caerán gobiernos, vendrán otros que tampoco lo podrán hacer y nos encontraremos con que Occidente se desangra, por falta de armas para afrontar las crisis sociales. Mientras los partidos no sean conscientes de que ese es el escenario al que vamos y sigan alentando la turbación, el futuro no es muy optimista.