EL INVENTARIO: Ni tan pequeños ni tan débiles

Por Alberto Ibáñez

Cada vez que Trump lanza alguna embestida contra la UE, una buena parte de quienes habitan nuestro continente se considera reforzado en su idea de que Europa camina hacia la insignificancia por la pérdida de su prevalencia industrial, por su empeño en mantener las conquistas del estado del bienestar a toda costa, por la escasa cuantía que dedica a su defensa, por la llegada masiva de inmigrantes o por todo ello. Se da por sentado que Europa debe asumir un papel subsidiario con respecto a EE UU y, como mucho, podrá presumir únicamente de historia y de arte. En todo lo demás está, supuestamente, superada.

Es curioso que esta fortísima autocrítica interna coincida en el tiempo con el deseo mayoritario de la gente de otros continentes de venir a Europa, lo cual quiere decir que, al menos en el exterior, tienen mejor imagen de nosotros que nosotros mismos. Pero lo que realmente es clarificador es lo que ha dicho Trump, quien ya ha quedado entronizado entre muchos ultraliberales como el único que se atreve a decir las cosas claras, gusten o no.

A poco de tomar posesión, el presidente americano, que tiene su propio criterio sobre las cuestiones históricas, dijo que la Unión Europea se creó con el único objetivo “de joder a los americanos”, otra boutade más de no haber añadido lo siguiente: “Y hay que reconocer que lo ha hecho bien”, porque EE UU ahora tiene un déficit comercial de casi 300.000 millones de euros con la UE.

El propio Trump reconoce que Europa no lo ha hecho mal al ganarle la batalla comercial a EE UU por 300.000 millones de dólares

Está en su derecho a que le parezcan intolerables estas cifras y que trate de equilibrarlas, pero con esas declaraciones reconocía muy a las claras dos cosas: que a la industria de EE UU le cuesta competir –y por eso necesita aranceles– y que Europa no lo ha hecho tan mal. Que lo diga quien se ha convertido en el superrival resulta más significativo, por supuesto, que si lo manifestase un líder europeo.

Que su única solución sea recurrir a los aranceles, algo propio del siglo XIX, teniendo las mayores y más avanzadas empresas del mundo y, sobre todo, a las grandes tecnológicas, revela más debilidades que fortalezas. Incluso de orden mental, puesto que si la fórmula le ha funcionado bien a Europa, como él mismo reconoce, él debería haber apostado por resucitar el Tratado de Libre Comercio con Canadá y México que tanto ha despreciado. De hecho, ha convertido a estos potenciales aliados en rivales, cuando no en medio enemigos.

Desgraciadamente para Trump, su problema no es Europa, como tampoco para Europa es Estados Unidos. Unos y otros tenemos 500 millones de habitantes, de forma que la suma de ambos no alcanza a los que tienen China o India individualmente, y esa desproporción cada vez es mayor. Cuando empezó el siglo XX, uno de cada siete ciudadanos del mundo era europeo, ahora es uno de cada veinte y la democratización de las tecnologías hace que ese resto del mundo, con el que nadie contaba, haya aparecido de repente como un comensal inesperado en el reparto, y sea capaz de alunizar una sonda espacial en la cara oculta de la Luna o lanzar una inteligencia artificial tan buena o mejor que las norteamericanas.

La Unión Europea es un modelo de éxito, sin necesidad de que lo reconozca Trump, porque ha contribuido a reducir las diferencias de rentas entre países, ha acabado con las reticencias históricas, ha creado la paz más larga que recuerdan sus miembros y, además, le vende a EE UU mucho más de lo que le compra, por mucho que le repatee a Trump y a quienes le votan. Es verdad que la UE no está en su mejor momento, pero son estas andanadas externas las que refuerzan los vínculos interiores, y Trump está consiguiendo hacer más que nadie por el europeísmo. Inglaterra, después del Bréxit, ha acudido a la llamada de Macron como si realmente siguiese siendo un socio, para un asunto tan espinoso como decirle a un presidente americano que deje de mangonear en el continente, y no ha habido una sola voz de protesta en el Reino Unido, a pesar de sus relaciones casi íntimas del país con EE UU. De puertas adentro, los bloques ultraconservadores del Parlamento Europeo también se han visto forzados a rebajar mucho sus pulsiones de rechazo a la UE, porque alinearse con las tesis de quien quiere cerrar sus puertas al vino, al alcohol o al aceite europeo no resulta fácil de explicar a los agricultores e industriales que votan a estos partidos, entre ellos Vox.

El entusiasmo que originó la llegada de Trump en estos grupos se ha transformado en un rictus de desconcierto para todos ellos, al comprobar desolados que las piezas no encajan como habían previsto. La UE no es perfecta y hay otros mundos, pero empezamos a darnos cuenta de que no son mejores.

La UE suma cinco veces más presupuestos de Defensa que Rusia, un 50% más de soldados y diez veces más PIB

Algunos se refugian en la fuerza bruta para mantener sus posiciones, pero hablar de la debilidad de Europa como si fuera un continente incapaz de defenderse a si mismo más allá de dos semanas es una exageración. Europa no tiene ningún enemigo declarado a día de hoy, y si se considera como tal a Putin basta mirar lo ocurrido en Ucrania. Después de tres años de guerra, no ha conseguido doblegar a los ucranianos, a pesar del muy distinto tamaño de uno y otro. Demasiado improbable que quien no ha conseguido llegar a Kiev con sus tanques se decida a seguir hacia Berlín o París, invadiendo una Unión Europea cuyo PIB le supera en la proporción de 10 a 1, con varias potencias nucleares en su seno y con una tecnología más avanzada que la suya. Es verdad que algunos americanos llegaron a temer en el pasado que Cuba les invadiese pero hay cosas que, razonablemente, no pueden pasar.

El otro rearme

Desde la caída del telón de acero, e incluso desde antes, casi nadie en Europa occidental ha prestado atención alguna a la defensa. Se admite como una partida más de los presupuestos, obligada por la tradición y por la necesidad de pacificar otros lugares más convulsos, porque las guerras parecían una cuestión del pasado en nuestro continente. Incluso tras la sorpresa causada por el inesperada conflicto de Ucrania seguíamos pensando que ese teatro de operaciones es un rescoldo de los conflictos que quedaron sin resolver entre los exsocios de la URSS en el que no debemos implicarnos demasiado.

Todo ha cambiado que la llegada de Trump a la Casa Blanca, que ha dado una patada al tablero y ha entremezclado las fichas: EE UU se desentiende de Europa, Putin ha pasado de enemigo a amigo del ocupante del despacho oval y Ucrania, de invadido a no se sabe si invasor, en la cabeza de Trump.

El resultado es tan confuso que Europa se ha visto obligada a plantearse tener una fuerza de defensa suficientemente poderosa como para desanimar cualquier tentación de Rusia, porque incluso en estos momentos de absoluta incertidumbre, es impensable que surja otro enemigo por el sur (África puede exportar emigrantes pero bastante tiene con sus conflictos internos), por el Oeste (por mucha desafección que produzca Trump no podremos pensar que EE UU pueda llegar a ser un peligro para nosotros, salvo en lo comercial) y por el Este (China ha apostado por un modelo de colonización económica y los conflictos militares no le vienen bien a sus negocios).

Por tanto, si tenemos que medirnos con Rusia, tendremos que valorar la dimensión de cada uno y no parece que la situación de Europa sea tan lamentable, ni que el ejército de Rusia esté tan en forma como para afrontar nuevas aventuras guerreras. Incluso sin aumentar la dotación económica que dedica Europa a la defensa, Rusia lo tendría muy complicado. Quizá ya no se recuerde, pero tuvo que abandonar Afganistán de mala manera, después de comprobar que era imposible ganar aquella guerra a uno de los países más pobres del mundo y lo mismo le ocurrió más tarde a EE UU. Sin haber aprendido aquella lección, Putin lleva tres años empantanado con la guerra de Ucrania y aunque ha conseguido apropiarse de una quinta parte de país, le está costando mantenerlo mucho más de lo que nunca imaginó. Por tanto, no parece que esté en disposición de meterse en nuevas aventuras y mucho menos con un rival del tamaño de la Unión Europa.

Tanto los discursos políticos que se escuchan estos días en todos los países de nuestro continente como las informaciones alarmistas parecen olvidar que la Unión Europa tiene diez veces el PIB de Rusia, aunque la diferencia entre los ejércitos y las dotaciones bélicas no mantienen esa proporción, porque la UE suma 1,5 millones de soldados y Rusia un millón, pero los presupuestos militares sí que denotan las diferencias: mientras que Rusia, en plena guerra, destinó el pasado año 66.000 millones de euros a defensa, la UE –sin ninguna tensión bélica–, dedicó cinco veces más, 326.000 millones, por lo que Putin debería pensárselo mucho antes de tomar una decisión semejante, y mucho menos si tiene que llevar sus tropas a escenarios bélicos que se encuentran a miles de kilómetros de Moscú.

Es entendible que Europa quiera tener una mayor autonomía en la defensa, por la tensión que está provocando el distanciamiento de Trump, pero a Trump le quedan cuatro años, si los estropicios sobre su propia economía no le obligan a marcharse antes, y no tiene posibilidad de reelección. Es muy difícil que cualquier otro presidente que le suceda mantenga su misma política, sobre todo si a las empresas norteamericanas les va mal con este aislacionismo y con un tablero de juego global en el que las influencias que está dejando de tener EE UU sobre muchas zonas del globo las sigue asumiendo China.

El presidente americano ha acabado con las políticas occidentales desde la Segunda Guerra Mundial y, como en todos los cambios de reglas, se produce una agitación, pero ni Europa es un alfeñique en defensa, ni Putin puede meterse en más líos, ni su gas seguirá siendo decisivo por muchos años. Las guerras rusas con Europa –y las habrá– no se van a librar con tanques sino con hackers y bots, en donde las enormes diferencias de potencia económica entre la UE y Rusia no son tan decisivas.

Por tanto, la inversión más urgente para defender nuestro modelo de vida, nuestra seguridad y nuestra libertad es la ciberseguridad y no los tanques.

Por Alberto Ibáñez.

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