Cuando todo se desbarata

Cuando se rompe una cadena poco importa dónde se encontraba el eslabón fallido porque todos los restantes dejan de tener utilidad. Poco importa ya que el coronavirus surgiese en China, porque en ocho semanas el virus está extendido por más de cien países. Lo que hace un siglo hubiese tardado muchos meses en llegar, si llega, ahora es cuestión de horas, las que tardan en ir los portadores a otros países en avión.

Con la globalización, hemos establecido una logística tan eficaz que cada vez es más difícil poner cortafuegos, y la infección del coronavirus va a demostrar las debilidades de la economía frente a un factor inesperado. Tanto que nos ha pillado en pelotas.

Todas las fuerzas políticas, patronales y sindicales ha reclamado con insistencia la elaboración de planes de contingencia y de desarrollo, en la idea de que poniéndolo en un documento no solo tendremos controlados todas las variables sino que podemos ajustarlas al gusto, como quien hace un guiso, y cambiar el modelo económico si el anterior se nos ha quedado un poco pasado de moda.

Resultaría creíble si, al menos, nos iluminasen en momentos de crisis como el actual. Pero no lo hacen. Es imposible retener en la memoria tantos y tan voluminosos planes como se han elaborado en las tres últimas décadas en Cantabria pero estoy por apostar que casi ninguno analiza lo que ocurriría de producirse un severo recorte en las subvenciones a la energía eléctrica que consumen nuestras grandes industrias, y pongo la mano en el fuego al afirmar que ni uno solo planteó como afrontar una paralización económica internacional a consecuencia de una epidemia.

Estamos viviendo circunstancias para las que no había ningún plan económico de contingencia. Esta es la realidad

Sobran referencias en estos planes a las debilidades de nuestra industria por la madurez de sus productos (que, por cierto, siguen siendo imprescindibles), a la necesidad de diversificación y a la sociedad del conocimiento, incluso al coste de la energía, pero muy pocas concreciones. Y menos aún sobre lo que se debe hacer si, de repente, nos encontramos con estos escenarios, como ocurre ahora.

Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, embarcó a mediados de los años 80 a su partido, el PSOE, en un ambicioso plan para diseñar el futuro de España en el mundo del siglo XXI denominado Programa 2000. Iba a ser la primera vez que el país contase con un escenario a largo plazo y se hicieron miles de trabajos, muy concienzudos; se organizaron paneles de expertos, jornadas…  Pero el 9 de noviembre de 1989, para asombro de todos, cayó el Muro de Berlín y ninguna de las prospectivas de las que tanto pensaba presumir Guerra tenía ya sentido, porque nadie había supuesto que el mundo podía cambiar de la noche a la mañana, como efectivamente ocurrió. De todos aquellos trabajos nunca se volvió a saber.

Ahora estamos a las puertas de otro cambio histórico, al afrontar una consecuencia inesperada de la globalización, la extensión de enfermedades, y no tenemos ni idea de qué mundo va a deparar. Es cierto que pandemias ha habido otras veces, pero ahora sabemos a qué velocidad meteórica se pueden transmitir en el mundo moderno. Y vamos a saber también qué ocurre cuando esa extraordinaria máquina logística que ha puesto en marcha la economía actual se para. Los barcos de contenedores chinos en los que debían venir las prendas que vestiremos la próxima temporada (porque se hacen casi todas allí) ni siquiera han salido, como los artículos de jardín y playa, los componentes de automoción y electrodomésticos y una serie infinita de productos electrónicos. En el momento en que se acaben los stocks, muchas fábricas occidentales pararán y, a su vez, harán parar a otras a las que suministran. Si no existen planes de contingencia en ningún país, obviamente, no cabe plantearse si hay alguno que prevea cómo nos afectará a los cántabros o como eludir los efectos.

La suspensión de espectáculos no dejará de ser una pequeña molestia en comparación con las cancelaciones de miles de reservas de vacaciones por parte de turistas europeos temerosos o de usuarios del Inserso, ahora población de riesgo.

¿Hay alguna previsión de cómo afrontar un vacío prolongado de los establecimientos turísticos?¿Cambiará la enfermedad la vocación viajera de la población? ¿Sobrevivirán las líneas aéreas a la paralización de miles de aviones durante semanas por la anulación de vuelos ante la falta de clientela? ¿Provocará el virus una transformación radical en la forma de trabajar y dará carta de naturaleza al teletrabajo? ¿Habrá países o sectores ganadores y perdedores?

Es muy pronto para dar respuesta a estas preguntas, pero las consecuencias van a ser muchas y los cambios también. Ya hay una multinacional con presencia en Cantabria que, agobiada por la posibilidad de quedarse sin suministros que proceden de China, ha tomado la decisión estratégica de contar siempre con tres proveedores y, a ser posible, de distintos continentes, de forma que, si cunde el ejemplo, es posible que veamos un cierto proceso de relocalización de fabricaciones. ¿Cabía prever algo de esto? ¿Tenemos alguna respuesta preparada en tantos planes como se han hecho? La respuesta es no. En todas partes es no. Y avanzar, como ha hecho la OCDE, que el efecto en nuestras economías va a ser de solo un 0,5% del PIB, como si realmente pudieran calcularlo, es una completa tontería. Ojalá fuese así.

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