La huida del tiempo

La gente que en España quiere liquidar el Estado del Bienestar vive a cuenta del Estado, tal vez porque España es un país de individualistas retribuidos por el Estado. Este es el carácter nacional. Lo mismo da que residas en la cuenca baja del Segura, en las tierras cántabras, en las laderas del sistema penibético o en las islas adyacentes porque lo que realmente define el carácter de un español es su capacidad para vivir a cuenta del Estado. Cierto que también tenemos otras características que nos distinguen del resto de los habitantes de este planeta –la manía de hablar a gritos, por ejemplo, o esa otra costumbre tan celebrada de saldar cualquier discusión con la tradicional sentencia de «no sabe usted con quién está hablando»– pero, honradamente, creo que aquello que mejor nos define es esta legendaria y sempiterna aspiración nacional por lograr que alguien de la familia se haga un hueco, como sea, dentro de la administración pública, ya sea municipal, autonómica, estatal o europea, que lo mismo da… Todo lo demás siempre nos ha parecido que no son más que chorradas, o lo que es lo mismo, intentos vanos de procurarse una vida, porque solo dentro de la red administrativa del Estado se garantiza la supervivencia de los individuos –o sea, de los funcionarios– mediante los sueldos, las dietas, los extras, las subvenciones, las gratificaciones, las bonificaciones, las pensiones, los retiros, las excedencias, los gastos de representación, etcétera, etcétera…

Según la Encuesta de Población Activa de principios del año 2009, por primera vez en la historia estadística, en nuestro desquiciado país hay más de tres millones de asalariados dentro del amplísimo conjunto de las administraciones públicas. El coste total de las nóminas de los trabajadores de estas administraciones, que, como todo el mundo sabe, sale de los impuestos de todos los contribuyentes, ha superado este año los 108.000 millones de euros, lo que equivale al 10,2% del PIB. De estos tres millones largos de empleados públicos, el 56% pertenece a la Administración autonómica, el 18%, a la central, que es la que menos crece y el resto, a los ayuntamientos. En nuestra comunidad autónoma, por ejemplo, para una población total de más de 520.000 habitantes, el número de empleados públicos supera ya los 32.000. Analizando someramente estos datos y comparándolos con los 2,3 millones de funcionarios que había en nuestro país hace diez años, resulta más que evidente que la burocracia en España ha aumentado considerablemente durante las últimas décadas, pero, según mi modesto parecer y entender, no puede decirse que haya mejorado en ningún sentido, tal vez porque este insolidario estado de las autonomías ha propiciado el gigantesco y desorbitado desarrollo de una institución donde, desde tiempos inmemoriales, predomina el enchufismo, la ineptitud, la dejadez y la resolución de los asuntos atendiendo a las tres categorías que el escritor ampurdanés Josep Pla estableciera durante los turbulentos años de la Segunda República: a) asuntos por resolver, b) asuntos que el tiempo resolverá y c) asuntos que el tiempo ya ha resuelto. Ni que decir tiene que los asuntos por resolver, o sea aquellos que realmente se resuelven, afectan tan solo a un mínimo porcentaje de la población, ya se pueden ustedes imaginar a quienes…

La mayoría de las personas que hablan de reducir las prestaciones sociales, todos aquellos que diariamente se suben a alguna de las muchas tribunas de que disponen para llenarse la boca con la necesidad de liberalizar el mercado del trabajo, de limitar las asistencias de la sanidad pública, de restringir los derechos de los inmigrantes o de ampliar el tiempo cotizado para percibir las pensiones, reciben un salario por pertenecer a alguna de las numerosísimas administraciones públicas que coexisten dentro de nuestro insolidario estado de las autonomías o forman parte de organismos subvencionados: políticos, periodistas, técnicos, sacerdotes, secretarios, subsecretarios, todos, absolutamente todos tienen una opinión de cómo se debe organizar el Estado, aunque, curiosamente, todos viven a cuenta del Estado. Mucho me temo que España ha sido siempre así. O sea, un disparate. O, lo que es lo mismo, un Estado descomunal y desorganizadamente burocrático donde la mayoría de los hombres y las mujeres han aspirado siempre a vivir de la riqueza nacional que el Estado distribuye entre los burócratas tras recaudar los tributos de los agricultores, los albañiles, los profesionales, las costureras, los empresarios o los pobres periodistas independientes que, sin tener demasiado conocimiento de nada ni de nadie, dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a relatar obviedades como esta.

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