La huida del tiempo

La televisión fue el final de la conversación. Lo dijo hace ya varios años Doris Lessing, la novelista británica, premio Nobel de Literatura del año 2007. Yo también lo he dicho pero, bueno, no ha tenido tanta repercusión. Supongo que es lógico. Entre otras limitaciones, este humilde servidor todavía no ha sido merecedor de ningún Nobel. No es que no aspire a ello, aunque nunca al de literatura, claro, sino al de medicina, ya que esta clase de artículo periodístico sospecho que nada tiene que ver con la literatura –conclusión a la que he llegado con la inestimable ayuda de aquellas personas que han tenido la deferencia de transmitirme su opinión tras tomarse la molestia de leerme– sino con las terapias que se emplean para aliviar el peso de la vida, las enfermedades del alma y otras melancolías.
El final de la conversación, que es a lo que íbamos, me ha dejado solo. Como a tantas otras personas. A merced de la pantalla de un televisor o de un ordenador, seguramente porque la sociedad en la que me ha tocado transitar se fundamenta en el egoísmo. Los sociólogos lo llaman individualismo, aunque, a mi modesto parecer, existe una palabra bastante más certera y más simple: vivimos en la sociedad de la soledad. Ya no hay familias, ya no hay compromisos, ya no hay pueblos, ya no hay ideologías, ya no hay dios. Nuestros antepasados nos han librado de todas estas supuestas opresiones y en lugar de eso han encendido la televisión y el ordenador y así hemos terminado narcisistamente abandonados a nosotros mismos, incapaces de interesarnos por nada excepto por nuestro propio ombligo. Pero no claudico. Escribir una columna en una revista o en un periódico cualquiera consiste, entre otras ruindades, en entablar una conversación con quienes puedan leerla, además de recuperar lo esencial de la vida: las horas infinitas que invierten los muertos soñando, el agridulce placer que destila la huida del tiempo y las grandes pasiones que mueven el alma de quienes, además de profesión, carnet de identidad y número de la seguridad social, aún poseemos la facultad de hablar e incluso la de descojonarnos de risa aún sabiendo que ya apenas quedan motivos por los que reirse.

A cierta edad me parece que uno debe hacerse responsable de lo que ha hecho con el tiempo que le ha tocado vivir. Yo he estado mucho en los bares. Mucho más que en las iglesias, las bibliotecas, los museos, los prostíbulos, las clínicas de desintoxicación o escalando cumbres. Siempre he pensado que si los bares no existieran nos tiraríamos más a menudo desde lo alto de los edificios, nos acuchillaríamos por las calles, nos daríamos de hostias por cuestiones mínimas, absurdas, intrascendentes…
Nunca he tenido una decidida vocación alcohólica. Pero no por eso he dejado de acudir a esos benditos establecimientos con la única pretensión de entablar conversación con alguien que dispusiera de un mínimo de tiempo para hablar de algo que nada tuviera que ver con los coches, el dinero, el fútbol, las hazañas de sus cachorros, los puntuales declaraciones de los líderes políticos que, como manchas de aceite, se despliegan, cotidianamente, en las portadas de los periódicos o cualquier otra estupidez.

No es que esto de acudir a los bares sin más propósito que pegar la hebra con cualquier otra persona necesitada de un mínimo de contacto físico, alejado de la descorazonadora virtualidad del televisor o el ordenador, lo considere una pretensión ejemplar, heroica, transcendental, pero, bueno, peores pretensiones se pueden tener en esta disparatada vida y para llenarlo todo de transcendencia ya están los sacerdotes, los adolescentes, los comunistas, los poetas sociales, las feministas radicales, los cineastas nórdicos y los tertulianos de Intereconomía. La sensualidad, tarde o temprano, se desvanece. La belleza se pierde con el paso del tiempo. Las personas aparecen y desaparecen. El olvido, lenta y persistentemente, lo va cubriendo todo con su peso granítico de mármol y, al final, por mucho que nos engañemos, lo único que nos suele quedar en la memoria son las palabras; las palabras que confortan, entretienen, hieren o divierten; en definitiva las palabras que preceden a un abrazo o a una puñalada. La televisión fue el final de la conversación. Cierto. Lamentable, pero cierto. Seguramente por eso, dado que Doris Lessing tenía más razón que un santo, nada más concluir las setenta líneas de que consta este artículo, caminaré, solo, por las calles vacías de un Santander nocturno y cerrado, tan decididamente monótono como cualquier capital centroeupoea, para contemplar en la pantalla de mi televisor de última generación uno de los episodios del Doctor House. Juro, por mis muertos más allegados, dios los tenga en su gloria, que su conversación es una de las más reconfortantes que he escuchado en esta época tan solitaria.

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