Inventario
¿Y ahora, qué?
Con pocos días de diferencia los tribunales han resuelto tres asuntos que hicieron correr ríos de tinta en el pasado reciente: la guerra digital, las cuentas de la Expo y el caso del lino. Y, como suele ocurrir, el episodio definitivo se ha liquidado en los periódicos de un bajonazo –un suelto por abajo de página– o, simplemente, se ignora.
El caso del lino aún no está cerrado pero sí se ha decidido ya quiénes no son responsables, al exonerar el juez a las comunidades autónomas, a las cuales la entonces ministra Loyola de Palacio había tratado de trasladar toda la culpa. No dejaba de resultar insólito que las tropelías del director del SENPA (brazo derecho de la ministra) fuesen achacables a las autonomías, en lugar de salpicar a quien le nombró. Algo parecido se puede decir del delegado del Gobierno en Ciudad Real, que con el anterior eran los mayores productores del lino que producían para obtener las subvenciones y luego quemaban, con un desparpajo insólito, sobre todo en funcionarios públicos.
El segundo episodio, de mucho más fuste político, nos entretuvo varios años y llegó a implicar a gran parte de los medios de comunicación españoles, forzados a ponerse del lado de uno de los contendientes. El Gobierno obligó por ley a Canal Satélite Digital a utilizar los descodificadores de Vía Digital, una compañía creada desde La Moncloa con el generoso apoyo económico de Villalonga, con el exclusivo fin de forzar la rendición de Jesús de Polanco ante el poder.
Sogecable tuvo que trasladar las transmisiones a Luxemburgo e interrumpir la comercialización de su descodificador, con una enorme polémica entre medio sobre la supuesta apropiación de los depósitos de los clientes, que también se saldó en los tribunales en favor del grupo Prisa y acabó con el juez Gómez de Liaño fuera de la carrera judicial.
El resultado del enorme embrollo creado por el Gobierno ha sido la sentencia del Tribunal Supremo que ahora le condena a pagar una indemnización de 24,6 millones de euros a Sogecable (unos 4.000 millones de pesetas) por acosar a una empresa privada.
Hasta ahora, ningún miembro del Gobierno ha asumido la responsabilidad por la sentencia, ni por la actuación política que se condena ni por el montante económico que habrá que pagar, y entre los medios de comunicación ha habido un notorio consenso para minimizarla, hasta el punto que la sentencia definitiva de la guerra digital parece que sólo interesaba informativamente al grupo Prisa.
El problema no es como se minimiza o maximiza el mismo escándalo en función de a quién beneficie. Lo que resulta más injusto es que la resolución de este tipo de casos se produce cuando la estela de la polémica está ya agotada y es imposible restituir los perjuicios económicos y morales. Ahora, las cosas han cambiado tanto que Canal Satélite y Vía Digital no sólo no son rivales, sino que están en proceso de fusión. Y ya nadie podrá recomponer la carrera de otro cántabro, Jacinto Pellón, truncada después de la Expo por la sospecha sistemática sobre unas cuentas que ahora, once años después, han sido convalidadas por los tribunales.
El Papa prefiere la UE
Los premios Príncipe de Asturias han vuelto a reconocer el pensamiento más políticamente incorrecto, lo cual resulta paradójico en un país con un Gobierno conservador, como el español, y con un jurado conservador. Los premiados van desde el controvertido pintor Miquel Barceló, al padre de la teología de la liberación, el peruano Gustavo Gutiérrez, pasando por la escritora norteamericana Susan Sontag o el izquierdista presidente brasileño Lula da Silva, que también ha encandilado a Emilio Botín y al propio George Bush.
Por una larga tradición cultural, la Europa cristiana es más dada a reconocer a los rebeldes que a los continuistas, a los transgresores que a quienes acumulan y a valorar el progreso social por encima del económico. Eso puede constatarse con los premios Nobel, y cada cierto tiempo levanta algunas ampollas entre la sociedad bienpensante, que suele insistir en que eso no ocurriría nunca en Estados Unidos, un país que, sin embargo, fue producto de un grupo de revolucionarios que hoy tienen la consideración de padres de la patria.
Es cierto que hay una distancia muy notoria entre el pensamiento europeo, incluido el conservador, y el norteamericano, como lo hay entre el europeo occidental y el oriental. Hasta ahora apenas hemos tenido ocasión de comprobarlo, pero pronto veremos que eso produce más quebraderos de cabeza de los que imaginamos. Basta fijarse en lo ocurrido en Polonia con motivo de su integración en la Unión Europea para comprender la distancia que nos separa.
España esperó más de dos décadas a la puerta del Mercado Común y cuando finalmente se la abrieron, el país entero estuvo de acuerdo en que era nuestro lugar natural, por muchas diferencias que durantes siglos hayamos mantenido con el Continente y por más que, todavía en tiempos recientes, hubo personajes ilustres que propusieron con desdén que se españolizasen ellos.
Polonia, en cambio, se siente más cerca de Estados Unidos, quizá porque allí fueron cientos de miles de sus emigrantes que ahora han creado un vínculo sentimental muy fuerte. Pero incluso en esas condiciones, cuesta entender el desinterés de la población por entrar en la UE, tanto que ha obligado al Papa a convertirse en el abanderado de una causa tan terrenal y política como la conveniencia de que su país natal forme parte de la Unión. Sin el esfuerzo del Papa no se hubiese alcanzado el 50% de participación en el referéndum para la adhesión, el porcentaje mínimo para que tuviese validez legal.
¿Por qué motivo Wojtila ha puesto tanto empeño en conducir a su país a una Europa cada vez más laica, frente a una aproximación a Norteamérica progresivamente más creyente, aunque sus versiones de la fe sean muy sui generis? Es obvio que está más convencido que sus propios compatriotas de que, con todos nuestros defectos, la sociedad europea occidental es la más justa, equitativa y progresista que conoció la historia de la Humanidad. Y eso no es fácil encontrarlo en otro sitio.
Especulación y política
Lo que ha ocurrido en la Asamblea de Madrid nos suena bastante conocido en Cantabria. Aquí lo vivimos en varias legislaturas hasta el punto que llegamos a pensar si tendríamos algún tipo de problema para digerir la democracia. Una y otra vez se demostró que comprar un diputado ajeno para formar una mayoría era muy rentable para el adquirente, porque apenas tenía reproche social –en la siguiente legislatura volvía a resultar el más votado– y le permitía gobernar a su antojo, saltándose el resultado de las urnas. Obviamente, era igual de rentable para el tránsfuga, que sacaba un inesperado rendimiento a su escaño, aunque su honor quedase temporalmente manchado.
Lo que ha ocurrido en Madrid es un bochorno para el Partido Socialista y para toda la Cámara, puesto que no hay que ser muy sutil para sacar conclusiones: la operación tiene como único fin que no gobierne la izquierda. Y tampoco ha sido necesario hilar demasiado fino para encontrar detrás de los diputados un turbio asunto urbanístico, un ingrediente que aparece en casi todas las salsas de la corrupción, como una auténtica enfermedad endémica de la sociedad española.
El presidente de los empresarios españoles, José María Cuevas, ha puesto el dedo en la llaga al indicar que cuanto más regulada está una actividad, más probabilidades hay de que dé lugar a maniobras sospechosas. Algunos se pudieron hacer ricos durante el franquismo gracias a simples licencias de importación que otros no podían obtener. Cuando todos pudieron importar o exportar libremente nadie pudo volver a traficar con un derecho graciable. Más tarde lo hemos visto en las concesiones de radios y televisiones, con el PSOE primero y más tarde con el PP, entregadas con absoluto desparpajo a los amigos. Y por si fuera poco, admitiendo que si no son capaces de explotarlas por sí mismos, las puedan vender, como ha llegado a manifestar el ministro Piqué.
Para qué hablar de la varita mágica que permite multiplicar hasta el infinito el valor de un terreno a través de una simple recalificación. Una tentación muy difícil de soslayar y que le facilita al político congraciarse con quien le financia la campaña electoral que, como es obvio, no lo hace gratis. Incluso en aquellos casos moralmente más aceptables, en los que simplemente se pretende sacar algo de dinero para las escuálidas arcas municipales, sigue siendo un gravísimo peligro, porque el Ayuntamiento se convierte en un especulador más y legitima a todos los restantes, sin tener en cuenta que esa plusvalía que obtiene no la pagan los promotores, sino que acaba siendo sufragada por las familias que necesitan comprar una vivienda.
Basta con un ejemplo de lo que ha ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid. Cuando expropió los terrenos de lo que hoy es el Campo de las Naciones estableció un precio de 2,51 euros el m2. Tras una negociación con los propietarios aceptó pagarles a 10,8 euros. Más tarde el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha declarado nula la expropiación, pero el Ayuntamiento madrileño en ese tiempo recalificó los terrenos y los ha vendido a precios que oscilan entre los 2.691 euros el metro y los 6.628, según los usos permitidos. En total, ha sacado 213 millones de euros por un suelo que expropió en 1,38 millones y que ni siquiera ha pagado todavía. Ahora, como consecuencia de una sentencia, tendrá que indemnizar a los antiguos propietarios con 20 millones de euros, pero esa resolución ha impulsado a reclamar a otros afectados por expropiaciones y hay quien habla ya de una auténtica catástrofe económica para las arcas del Ayuntamiento y de la Comunidad de Madrid. Si la Administración pública se convierte en una vulgar especuladora, qué cabe esperar del resto.
La única forma de arreglar semejante desaguisado es acabar de una vez por todas con un modelo urbanístico que sólo beneficia a unos pocos y perjudica a la inmensa mayoría. No crea suelo, lo encarece hasta extremos disparatados, no sirve para proteger el medio y, por si fuera poco, fomenta la corrupción. ¿A qué esperamos?