Inventario

Extraña amenaza

En julio, la inflación se desbocaba, con un 5,3%, dos puntos por encima de la media europea, lo que provocaba la comprensible alarma. Seis meses después, el problema era exactamente el contrario. España acababa el año con una subida de precios del 1,4%, un nivel tan bajo que cuesta encontrar precedentes históricos y por debajo de la media comunitaria, con lo que se extiende amenazante la sombra de una posible deflación. Menos mal que para evitarlo están ciudades como Santander, que suben los impuestos y los parkings cuatro veces más que el IPC y el billete de autobús seis veces más.
Tan acostumbrados como estábamos a combatir la inflación como un endemismo nacional, ni siquiera nos hacemos una idea de cómo se puede vivir con deflación. No nos imaginamos que el intermediario acepte reducir sus márgenes, para que los precios de los tomates que se cosechan en el campo se parezcan en algo a los que aparecen rotulados sobre el mostrador de la tienda, sin viajes galácticos de por medio. Nos costaría creer que las cañas de cerveza bajen en lugar de subir, que los dentistas hagan dos empastes por el precio de uno o que ganando lo mismo se pueda comprar más. Cuesta hacerse a la idea, pero es posible que pase. Y no solo eso; si se reproduce lo que ha venido ocurriendo en Japón, será aún más desconcertante: ni siquiera el descenso de los precios animará a la población a comprar y los consumidores pasarán junto a los escaparates baratos con más indiferencia que cuando estaban por las nubes. En realidad, ya está pasando con las acciones: ahora que están de saldo, no las mira nadie.
Nos costará entender que después de luchar toda la vida contra la inflación, nuestra bestia negra sólo era parda, ya que hay algo peor que la subida de precios: una bajada generalizada. Al menos, así lo aseguran los teóricos, aunque ya se sabe que son esos señores que nos han conducido a donde estamos. Según ellos, cuando las empresas se ven obligadas a reducir los precios para poder seguir vendiendo, se produce una disminución de los ingresos y de los beneficios, lo que resulta fácil de entender, aunque esos mismos expertos dan la explicación contraria cuando se refieren a los impuestos y aseguran que una rebaja al final genera un aumento de los ingresos, por sus efectos inducidos. Por seguir con la teoría de la deflación, el siguiente paso sería una reducción de las inversiones empresariales, con la consecuente caída del empleo y un nuevo descenso del consumo. Como todo el mundo ganaría menos, eso alimentaría la espiral de menores ventas y nuevas bajadas de precios. Así ad infinitum en la crisis del abaratamiento masivo.
Como en el cuento de la lechera, todo esto está por ver. Probablemente se produzcan algunas de esas circunstancias, pero no es fácil asegurar que tendrá lugar un encadenamiento semejante que, por otra parte, necesitaría que la deflación se prolongase durante algún tiempo. Aunque tenemos precedentes históricos en España, que vivió siglos enteros de deflación y crisis permanente, en una economía globalizada donde los precios de los productos industriales se deciden internacionalmente y los precios de los servicios cada vez están más disciplinados por la competencia, lo que ocurra en nuestro país no distará mucho de lo que suceda en el entorno. Y como las materias primas son finitas, por mucho que baje la presión de la demanda sobre ellas, son inflacionistas por naturaleza. Así que no hay peligro. Si tenemos la desgracia, entre comillas, de que nuestros precios bajen, ya nos los subirán otros.

Productos españoles

Si cada consumidor español cambiase el 1% de sus hábitos de compra la industria nacional salvaría los mismos empleos que se van a destruir por la caída del consumo. Esta teoría del ministro Sebastián no hubiese suscitado ninguna reacción de no haber dicho cómo debería materializarse ese cambio de hábitos para que produjese tan benéficos efectos: sustituyendo una pequeña parte de los productos extranjeros que consumimos por productos nacionales.
El ministro, al parecer, ha mentado lo innombrable, a tenor de la respuesta que ha tenido en algunos medios y políticos, acusándole de querer volver a la noche de los tiempos o de cargarse el libre mercado. Da la impresión de que si hubiese recomendado comprar productos extranjeros, quienes le critican –por cierto muy españolistas para otras cosas– hubiesen sido mucho más benevolentes.
Desde siempre ha habido en España un espíritu quijotesco que aconseja distanciarse del sentido práctico en favor de unos principios tan caducos como equivocados. Pero en este caso es pura estupidez. El Gobierno de España tiene la obligación de potenciar la imagen de los productos del país y de propiciar su venta en todas partes, y para ello, todos los gobernantes, sin excepción, han hecho campañas más o menos afortunadas del ‘made in Spain’ con la sana intención de conseguir que nuestros fabricantes vendan más en todas partes. Y, si ese principio político es indiscutible e indiscutido, no es fácil entender por qué le sienta tan mal a algunos que el Gobierno apoye la venta de productos españoles en España donde está –algo que nadie tiene en cuenta– su principal mercado.
El ministro Sebastián ha pedido una pequeña reorientación de los hábitos de compra en los consumidores de un país que no toman en consideración, como otros, cuál es el origen de los productos que adquieren. Fascinado por el abaratamiento relativo de ropas, juguetes o incluso automóviles, que han sido el resultado de importaciones masivas de otros continentes, al comprador español poco le importan las etiquetas. Y probablemente hace bien, porque eso ha obligado a la industria nacional a reaccionar con fuertes mejoras de competitividad, pero nuestras fábricas no siempre están en condiciones de medirse con las de unos países con unos salarios bajísimos y aún menores escrúpulos sociales.
Estados Unidos sigue protegiendo su sector del acero y sus producciones agrícolas sin ningún complejo. Hasta no hace demasiado tiempo, un americano se lo pensaba dos y hasta tres veces antes de comprar un coche fabricado fuera de su país. Una vez que ese tabú ha caído, ya hemos visto lo que ha tardado en hundirse la industria automovilística estadounidense y cómo ha acudido a salvarla el Gobierno con dinero público, algo bastante más contradictorio con el liberalismo económico que la propuesta de Sebastián.
Cuando Guillete cerró su planta andaluza y se fue de España manifestando con toda claridad que en Polonia podía conseguir márgenes mayores, un pequeño partido político pidió que se boicoteasen los productos de la compañía, lo que fue considerado por estos teóricos españoles del liberalismo como el mayor atentado a la libre economía desde la Revolución rusa, pero cuando la Francia de Chirac se mostró remisa a secundar las políticas antiterroristas de Bush en la ONU, muchos dirigentes norteamericanos se jactaron de haber dejado de comprar productos franceses y encabezaron un boicot en el que participaron millones de compatriotas.
En España, como nuestros liberales son, al parecer, de los auténticos, no podemos permitirnos semejantes desahogos y los ministros debieran fomentar la amable colaboración con las economías de otros países que tienen dificultades proponiendo que les saquemos de apuros comprando sus productos.
Que un ministro español no pueda recomendar en su país que se consuma lo de casa pero esté obligado a promocionar en otros países el ‘made in Spain’ es tan contradictorio como ridículo. Quien no lo crea no tiene más que preguntarle a los empresarios qué les parece.

El recetario del PP

Los periodistas creemos que la mejor Ley de Prensa es la que no existe. Y no es que queramos estar por encima de cualquier control, sino que basta y sobra el Código Penal para regular la libre difusión de noticias y sancionar la de libelos. Con la crisis, puede que empecemos a pensar lo mismo de las medidas económicas.
Tras el chaparrón de planes gubernamentales, con cinco baterías de medidas en seis meses, voluntariosamente secundados por las autonomías con tratamientos propios, el enfermo corre el riesgo de morirse de sobredosis de emplastos contradictorios y probablemente inútiles. Potingues para estimular la demanda, para aumentar el gasto público, para apoyar a los bancos, para estimular el crédito a las pymes, para aplazar el pago de las hipotecas, para reducir los aranceles notariales, para crear empleos temporales en los ayuntamientos, para adelantar obras públicas…
Todo ello, sin embargo, no ha llegado a calar en la opinión pública, que sigue reclamando medidas en genérico, que es una forma de decir arrégleme usted esta crisis y dése prisa. Pero hay algo evidente, ni la opinión pública tiene soluciones alternativas, ni los gobiernos pueden hacer cosas muy distintas a las que ya hacen, porque en ese caso las habrían puesto en práctica en alguno de los muchos países salpicados por una crisis de la que no se libra nadie en los cinco continentes. Eso no impide que la oposición cántabra, muy en su papel, se arremangue, por fin, para ofrecer unas recetas propias. El problema es que ahora que las conocemos añoramos sus meses de cauto silencio, porque al menos cabía la duda de que hubiese una alternativa. El decálogo contra la crisis elaborado por Ignacio Diego es digno de ser enmarcado. Tanto que no me resisto a reproducirlo: 1.– Crear un Comité Ejecutivo dentro del Gobierno; 2.– Crear un consejo consultivo con los agentes sociales, oposición, FMC, colegios profesionales y consultores; 3.– Plan de austeridad; 4.– Un convenio con el Gobierno nacional para que haga las infraestructuras pendientes; 5.– Impulsar los planes urbanísticos; 6.– Reforma fiscal a favor de las familias y las pymes; 7.– Resolver la distribución de energía; 8.– Plan de relanzamiento rural; 9.– Más infraestructuras sanitarias y (para que no falte de nada) 10.– Plan de equipamientos culturales y deportivos.
Sin comentarios.

Suscríbete a Cantabria Económica
Ver más

Artículos relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Botón volver arriba
Escucha ahora