Inventario

El manejo de las estadísticas

Decía el político británico Benjamín Disraeli que hay pequeñas mentiras, grandes mentiras y estadísticas, aunque también se atribuye la frase a Mark Twain. Sea de quien sea, indica bien a las claras la distancia con que conviene analizarlas. Un ejemplo reciente es el último informe internacional sobre la evolución de los costes salariales, que sitúa a España como el más inflacionista de todos los países desarrollados, con un incremento superior al 6% en el precio de la hora trabajada a lo largo del último año. Los trabajadores que lo hayan leído habrán pensado que los estadísticos se han confundido de país, porque ningún convenio ha subido en una cuantía semejante, ni por asomo, y los empresarios habrán puesto el grito en el cielo, si es que se lo han creído.
En realidad, no ha pasado nada de lo que dice el informe o, quizá sí, y ahí está el problema. ¿Cómo pueden ser, a la vez, verdaderas y falsas unas estadísticas? Por la simple razón de que las cifras son neutras y lo discutible son las interpretaciones. La razón de que en España hayan subido vertiginosamente los costes salariales por hora sin haber aumentado los salarios de una forma significativa pueden buscarse, sin mucho esfuerzo, en la poda por la base que se ha producido en el mercado laboral. En los últimos dos años, las empresas han recortado drásticamente el empleo, pero empezando por los que menos cobran. Se han desprendido de los trabajadores temporales, por lo general jóvenes con bajos salarios, mientras que han procurado mantener el personal de plantilla y, por supuesto, a los ejecutivos. El resultado es fácilmente comprensible: aunque los costes salariales en conjunto hayan disminuido, el coste medio por hora trabajada ha subido, y mucho.
La estadística, en este caso, no tendrá mucho más valor que esa otra que nos consuela con un fuerte crecimiento de la productividad cada vez que se pierden puestos de trabajo y, a la inversa, la que coloca nuestra eficiencia por los suelos cuando España crea empleo, efectos, ambos, de reducir o aumentar el divisor. Claro que aún es más absurdo que la aportación al PIB de un ama de llaves pase a ser cero si un día se casa con quien la empleó.
Aún hay otra explicación estadística a ese sorprendente aumento de los costes salariales en España: los ERE´s, a los que recurren muchas empresas para tratar de hacer frente a la crisis, pero que elevan el cómputo, al seguir generando algunos costes salariales y sociales sin aportar horas de trabajo.
El dato sobre el coste salarial por hora puede ser preocupante cuando no aumenta la productividad en la misma proporción; tranquilizador, si la supera; inútil, si se lee sin otras referencias complementarias y muy dado a las demagogias cuando se utiliza a palo seco. Todos esos efectos contradictorios y muchos más pueden ser provocados por una simple cifra, por lo que no está de más manejarlas con el mismo tacto que un explosivo. A veces lo son.

El lío de los dividendos

Quien tenga la paciencia de releer los comentarios publicados en estas páginas hace un par de años, encontrará una premonición que no resultaba demasiado aventurada: la de que los fuertes incrementos de los dividendos que entonces decidieron las grandes empresas españolas les provocarían serios disgustos en el futuro. El futuro ha llegado mucho más rápido de lo que cabía esperar y los dolores de cabeza también. Los bancos hacen malabarismos para mantener el dividendo por acción que, no obstante, se ha visto afectado por el efecto dilutivo de las ampliaciones de capital. En las constructoras se acabó lo que se daba y en Repsol el asunto del dividendo ha hecho que el propio consejo haya estado a punto de llegar a las manos.
No se puede repartir lo mismo ganando menos, a no ser que lo repartido sea sólo una parte pequeña de lo que se gana. Eso es lo que ocurría en el pasado. Las empresas españolas acostumbraban al accionista a una remuneración modesta y, como todas obraban de igual forma, no había posibilidades de que los inversores se escapasen en busca de compañías más generosas. Los largos años de bonanza económica hicieron que las compañías cotizadas se hiciesen menos cautelosas y, con Emilio Botín a la cabeza, decidieron repartir un porcentaje del beneficio cada vez más alto. Esa es una política muy eficaz para tener contentos a los accionistas, pero merma las posibilidades de capitalización de la empresa y, cuando las cosas se han puesto mal, para la gran mayoría de las compañías se convierte en una política suicida. El problema es que no mantenerla también tiene un coste muy alto, como ha comprobado Repsol al rebajar el dividendo. Sacyr, su primer accionista, contaba con ese dinero para atender parte de los intereses de su monumental endeudamiento y ha exigido a la petrolera que siga expurgándose los bolsillos. Por contradictorio que parezca, éste es un buen ejemplo de cómo pueden no coincidir los intereses de una empresa con los de su principal accionista.
El presidente de Sacyr, Luis del Rivero, argumenta que si Repsol baja el dividendo, los accionistas volarán a otras petroleras que remuneran más. Puede que sea cierto pero, en teoría, el valor en bolsa de una compañía es más alto cuando está más capitalizada, por lo que ambos efectos deberían tender a equilibrarse. Además, ese dinero en caja garantiza nuevas inversiones en exploración, puesta en explotación de yacimientos, ampliaciones de las refinerías… Es decir, una empresa más grande.
Los bancos españoles llegaron más lejos que nadie en este reparto de dividendos y probablemente también lo hayan lamentado. En primer lugar, porque siguen necesitando más capital básico, aunque estén mejor que sus competidores internacionales, y porque con ese dinero no repartido hubiesen podido hacer muchas más compras en el mercado internacional cuando la crisis puso la banca a precio de saldo. Es lo que se conoce como el coste de oportunidad. De oportunidades perdidas, vamos.

La productividad de las investigaciones

Tanto el Gobierno estatal como los autonómicos se han empeñado en empujar la demanda como si se tratase del motor de arranque de una economía que se ahogó momentáneamente pero que volverá a funcionar en cuanto el dinero regrese a la calle. Ojalá sea así, pero cada día que pasa esa convicción es más discutible, porque el problema puede que no sea de demanda, sino de oferta: No podemos ofrecer productos –y, mucho menos, servicios– a un precio competitivo. Lo conseguimos cuando hay factores que juegan a nuestro favor, como el sol para el turismo playero, o cuando se trata de servicios que sólo pueden prestarse in situ, pero tenemos serias dificultades para competir a pecho descubierto. Y ese problema resulta más preocupante a medida que se abren más sectores a la competencia universal, porque el transporte ha globalizado el mundo mucho más rápido de lo que esperábamos y los fabricantes se las ingenian cada vez mejor para soslayar las dificultades impuestas por la distancia. Si un mueble muy voluminoso puede llegar a cualquier lugar en una caja plana y con muy poco gasto quiere decir que cada día importa menos dónde esté la fábrica.
El Gobierno cree que eso se puede resolver con el I+D+i la clave mágica para dar valor a nuestro trabajo. Una decisión muy voluntariosa y eficaz si otros no invirtiesen lo mismo o más, de forma que las distancias no se reducen sino que probablemente se ensanchan. Y, lo que es peor, países que creíamos condenados a producir con peor calidad que nosotros, como los asiáticos, demuestran que también pueden hacer alta tecnología. Entonces, ¿cuál es nuestro lugar en un mundo tan complejo? Por ahora, no lo hemos encontrado y, lo que es peor, el sistema formativo está pensado para anular nuestra capacidad más distintiva, la de improvisar soluciones: Lo importante es que el alumno reproduzca el día del examen exactamente lo que dijo el profesor, sin nada de cosecha propia, como si fuera un opositor, porque, en el fondo, son opositores quienes diseñan el sistema educativo y esa circunstancia pesa mucho más que su orientación política.
La mayor parte de las grandes ideas modernas de negocio (Microsoft, Apple, Google, Starbucks o Nesspreso) no han nacido de ningún proceso de I+D+i, tal como lo entendemos, de lo cual no se debe inferir que haya que abandonarlos. Han nacido de iniciativas de trabajadores o en garajes donde unos jóvenes trataban de materializar sus ideas. Pero es evidente que no hubiesen triunfado sin una sociedad receptiva. Es posible que en el último siglo se hayan inventado cien refrescos tan buenos como la Coca Cola, pero nadie tiene una capacidad de distribución o de marketing que pueda hacer sombra a la multinacional norteamericana, con lo cual la idea, por sí sola, tiene un valor muy relativo.
España es el país europeo que más dedica a formación laboral y el que menos resultados obtiene de ello. Debería hacernos pensar y quizá llegásemos a la conclusión de que el problema del I-D+i tampoco es de recursos económicos. Frente a los que se han llevado las manos a la cabeza por el descenso en su asignación presupuestaria, convencidos de que hay que aumentarla mecánicamente cada año, el Gobierno debería haber respondido con una financiación por objetivos, como hacen las universidades norteamericanas. Y, frente a la política de darse por satisfecho con que la I+D sufragada por el dinero público no obtenga otro resultado que menciones en publicaciones científicas, habría que preguntarse por qué tantas citas no llegan a sustanciarse nunca en patentes. Los científicos españoles parten de la idea de que la investigación no es rentable y por eso dan por sentado que sólo puede hacerse dentro del sector público. Es una idea cómoda, porque les exime de obtener resultados prácticos, pero incierta, porque en otros países son las empresas las que investigan y, obviamente, no lo hacen por motivos benéficos. Todos confiamos en que la I+D+i sea el santo remedio para conseguir la productividad que nos falta, pero no estaría de más valorar si nuestra propia I+D+i es lo suficientemente productiva.

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